Más allá de los registros sonoros in situ: Stanford revisitado

 

 

 

Marina Alonso Bolaños

 

Fonoteca, Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), México;

correo electrónico: cenizadevolcan@gmail.com

 

 

Recibido el 16 de marzo de 2021; aceptado el 25 de marzo de 2021

 

 

 

Resumen: El propósito de este artículo es incursionar en las áreas de interés del etnomusicólogo estadounidense Thomas Stanford a través del argumento central  de  sus  notas  y  reflexiones  de  campo.  De  igual  forma  se  exponen algunas  de  sus  contribuciones  en  los  ámbitos  de  los  archivos  sonoros,  el estudio de los géneros musicales de México, los aspectos metodológicos para la investigación de campo, y los resultados de éste como base para la generación de conocimiento de carácter etnomusicológico. Asimismo se mencionan algunas de las críticas a su obra en general.

 

Palabras clave: grabación in situ, trabajo de campo, archivo sonoro, etnomusicología mexicana.

 

Beyond in situ sound records: revisting at Stanford

 

 

Abstract: The propose of  this article is to expose the areas of  interest of   the  American  ethnomusicologist  Thomas  Stanford  through  the central argument of his notes and fieldwork reflections. This article also presents some if his contributions in the areas such as sound archives, musical genders of Mexico studies, methodologies of fieldwork, and its results as a base for ethnomusicological knowledge. Additionally, the text presents some critics of his general work.

 

Key words: in situ recording, fieldwork, sound archive, mexican ethnomusicology.

 

Além dos registros de som in situ: Stanford revisitado

 

Resume: O objetivo deste artigo é penetrar nas áreas de interesse do etnomusicólogo americano Thomas Stanford através do argumento central de suas anotações e reflexões de campo, da mesma forma, são expostas algumas de suas contribuições nos campos dos arquivos sonoros, no estudo de gêneros musicais no México, nos aspeitos metodológicos da pesquisa de campo e nos resultados disso como base para a geração de conhecimento etnomusicológico. Da mesma forma, são mencionadas algumas das críticas ao seu trabalho em geral.

 

Palavras-chave: gravação in situ, trabalho de campo, arquivo de som, etnomusicologia mexicana.

 

 

 

 

Cursaba el segundo semestre de Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) cuando participé en una de las denominadas prácticas de campo en La Montaña en Malinaltepec, lugar donde Thomas Stanford[1] había proyectado investigar las músicas locales. Si bien la grabación de estas expresiones era uno de los objetivos de aquellos viajes, para Stanford era  fundamental  asimismo,  sensibilizar  a  los  estudiantes  en  aspectos  éticos y en cuestionar —y capitalizar— el propio sentido común como parte de la metodología del trabajo de campo: “en lo personal he tenido la feliz experiencia de ver cómo mis alumnos, después de haber salido al campo, encuentran ahí un mundo nuevo y fascinante, y regresan a la capital conscientes de un México cuya existencia no sospechaban” (Stanford, 2009).

En efecto, en esa ocasión en La Montaña tres estudiantes de la ENAH

tuvimos  la  encomienda  de  registrar  los  ensambles  musicales  existentes  en la comunidad tlapaneca de Cruz Tomáhuac, mientras otros compañeros se

dirigieron con el profesor hacia distintas localidades.

Instalados  en  la  localidad  los  tres  condiscípulos  registramos  las  bandas de viento, y también grabamos y charlamos con un malhumorado violinista reconocido en la región por su hostilidad hacia los fuereños, pero que nos había sido recomendado por los propios habitantes del lugar. Prácticamente no logramos comunicarnos con él debido a nuestra ignorancia del idioma tlapaneco, y a que tampoco el músico se expresaba fluidamente en español. Después  de  varios  días  de  trabajo  emprendimos  la  marcha  de  regreso hacia Iliatenco, y para disfrutar del paisaje que revelaba el alba, seguimos las brechas que bordeaban las parcelas. A medio camino un trío de encapuchados con pasamontañas hechos con jirones de tela de camisetas nos atajó a gritos y empujones y nos robó el dinero. Bajo la amenaza de perder la vida si regresábamos  por  las  mismas  sendas  por  las  cuales  habíamos  caminado, nos exigió a continuar hacia la siguiente localidad. Los asaltantes miraron mi cámara  fotográfica,  los  micrófonos  y  la  grabadora  Uher  —apreciada  por los investigadores, pero obsoleta, pesada y extraña para la gente común— y decidieron dejárnos el equipo quizá como acto piadoso ante el despojo.

Durante los siguiente días vivimos situaciones muy tensas, pero una vez que logramos salir de la zona nos reunimos con Stanford en el sitio de encuentro previamente acordado, y él, tras escuchar atónito nuestro incidente y la forma en que libramos la situación, nos llevó al puerto de Acapulco y allí nos invitó a comer mariscos en compensación. Nunca le había sucedido algo parecido, y no sabía de qué manera reconfortarnos.

El relato anterior tiene sus implicaciones. No es únicamente una anécdota del cómo sortear las dificultades que se presentan en el proceso del trabajo de campo y que todos y todas experimentamos de una u otra forma, sino que pone de relieve cuestiones metodológicas relacionadas con la obra de Thomas Stanford  como  referiré  más  adelante.  Aspectos  que  parten  de  la  pregunta de quién ha sido este investigador en el campo de la Antropología mexicana y no sólo quién ha sido Stanford en la Etnomusicología. Generalmente se ha circunscrito su aporte a los estudios de las músicas, danzas y lírica popular —ya de por extenso— pero con ello se ha analizado de forma parcial su obra. Lo anterior debe ser considerado si pretendemos comprender su figura en términos más amplios; de igual forma, cabe mencionar el registro fotográfico que  este  autor  realizó  y  del  cual  no  hemos  reparado  en  su  valor  como testimonio de la experiencia humana (Alonso, 2017).

Este artículo tiene como propósito incursionar en las áreas de interés del etnomusicólogo estadounidense a través del argumento central de sus notas de campo y reflexiones; de igual forma se exponen algunas de sus contribuciones en los ámbitos de los archivos sonoros, el estudio de los géneros musicales de México, los aspectos metodológicos para la investigación de campo, y los resultados de éste como base para la generación de conocimiento de carácter etnomusicológico.  Por  igual,  se  señalan  algunas  de  las  críticas  a  que  ha sido sujeto en el entendido de que lejos de romantizar su obra es pertinente considerar las voces de sus detractores.

El presente trabajo se divide en tres secciones: el contexto de su labor, la investigación de campo, y el diálogo con la historia y las fuentes en sus pesquisas sobre las músicas de México. A lo largo del texto he integrado testimonios obtenidos de uno de sus textos inéditos donde expone las notas de sus diarios y explicaciones de sus investigaciones entre los mixtecos y pueblos mestizos de distintas zonas de Guerrero, Puebla y Oaxaca (Stanford, 2007).

 

 

Stanford en el Instituto Nacional de Antropología e Historia

 

Stanford fue colaborador en varias instituciones como: la Universidad de Texas en Austin, Instituto Nacional Indigenista, en la Dirección General de Culturas Populares, Universidad Anáhuac, Instituto de Cultura de Tabasco, entre otras. Pero fue en el seno del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) donde inició sus investigaciones y prácticamente dedicó su vida a esta labor. Me refiero a la institución como contexto, porque no obstante que Stanford contribuyó a la etnomusicología estadounidense como miembro activo de la Society for Ethnomusicology e impartiendo cursos en la Universidad de Texas, es un hecho que su estancia en México y su cercanía con Raúl Hellmer y con varios  antropólogos  mexicanos  influyeron en  su  perfil  académico  (Alonso,

2017).

Thomas Stanford puso en práctica la grabación de músicas tradicionales desde que llegó a la Ciudad de México. Relataba que en el parque de la Alameda Central había algunos comerciantes huicholes que ofrecían artesanías, los cuales eran frecuentemente visitados por paisanos músicos que recorrían las calles del centro de la ciudad como intérpretes callejeros que pernoctaban regularmente en la Estación central de bomberos del mercado de Sonora. El investigador los conoció e invitó a registrar piezas de su repertorio musical al Museo de Antropología en la calle de Moneda 13, donde se encontraba el laboratorio de sonido y grabación  de lingüística de la ENAH. Casi al mismo tiempo, en 1956, Stanford realizó su primer trabajo de campo bajo la dirección de Fernando Cámara Barbachano: “el etnólogo fue el causante de mis empeños en etnomusicología. Él me dio los primeros indicios de cómo proceder en campo, y yo me di cuenta de que no había nada en música que se hubiera estudiado a conciencia desde otra perspectiva que no fuera la Occidental”. Así, viajó con sus condiscípulos y profesores de la ENAH, primero a Jamiltepec en la Costa Chica (1957) y después a Los Altos de Chiapas entre 1957 y 1958 (Alonso,

2017).

Inicialmente estaba interesado en la música de la Mixteca y la Costa Chica, de manera que Santiago Jamiltepec, Pinotepa de Don Luis, San Pedro Atoyac y Pinotepa Nacional fueron algunos de los puntos del periplo:

 

Había indagado que “no hay música mixteca” con informantes en la Ciudad de México, antes de mi arribo en la región, y me había resignado a que sería interesante ver cómo sería una “etnia sin música”. Fue un alivio encontrar, entonces, que —por lo menos desde el punto de vista de un fuereño— en realidad hay música mixteca. Lo que resultaba era una manifestación de la vieja

dicotomía entre “música” y “son[2] (Stanford, 2007).

 

 

Posteriormente, a inicios de la década de 1960 grupos de antropólogos como Guillermo Bonfil, Arturo Warman, Thomas Stanford, Alfonso Muñoz y Margarita Nolasco se dirigieron hacia distintos lugares del país con el fin de conformar las colecciones etnográficas, grabar músicas y lenguas, realizar registros etnográficos y cine documental para el nuevo museo de Antropología en Chapultepec. Para musicalizar las salas de etnografía Stanford compartió ideas con Fernando Cámara Barbachano, y con museógrafos como, Miguel Covarrubias, Iker Larrauri y Manuel Oropeza.

En el contexto de esta labor un grupo de participantes del curso de Introducción al Folklore impartido por Robert Weitlaner en la ENAH, entre los que figuraba Stanford, editó un disco con las músicas registradas en campo gracias al apoyo del Seminario de Estudios Antropológicos. Tres años más tarde, el INAH a través del área de Servicios Educativos del recién creado museo, financió la reedición del fonograma y Cristina Sánchez de Bonfil e Irene Vázquez propusieron la edición de una colección fonográfica: “Testimonio musical de México” con algunas de las grabaciones de campo, y otras quedaron como parte del acervo de lo que conformaría la Fonoteca INAH. Muchos de los registros realizados por Stanford entre las décadas de 1950 a 1980 forman parte de esta serie, y otros fueron editados dentro de posteriores colecciones en distintas instituciones. Huelga decir que el trabajo etnográfico y los planteamientos acerca de la población indígena y su oposición a la política indigenista que hicieron varios de estos antropólogos conformarían el grupo que enarboló la corriente crítica de la antropología mexicana después del 68. Stanford se ubica como parte de esa generación, pero en su respectiva arena: buscó abandonar los viejos postulados acerca de los orígenes de la música mexicana y romper con los estudios eurocéntricos (Alonso, 2017).

Ahora  bien,  al  igual  que  muchos  investigadores  de  la  música,  hace varios años estaba convencida de que la etnomusicología mexicana discutía permanentemente su objeto, teorías y métodos, lo cual constituía una fase necesaria para el desarrollo y consolidación de la disciplina. Por igual, junto con otros estudiosos, daba por hecho que la mera tarea de historizar a la etnomusicología resolvería el problema de la definición de su quehacer como si se tratara de una sola forma de hacer etnomusicología. Sin embargo, para comprender el desarrollo de la etnomusicología en México y sus protagonistas, no es suficiente con hacer un recuento de autores, sino que precisa de correlacionar las filiaciones intelectuales, los efectos de moda y las tradiciones académicas que la han constituido. Esto es, en palabras de Olivé, un tradición “puede identificarse por medio de las ideas, conceptos y tesis utilizadas por algunas figuras históricas cuyo trabajo se reconoce como piedra angular de la tradición”, esto es porque una tradición tiene un componente conceptual, y “se aglutina en torno a un dominio de problemas, un objeto de estudio, técnicas para acercarse a él y prácticas de investigación” (Olivé, 2004, p. 170).

Así, ¿qué podríamos referir entonces acerca de Thomas Stanford? ¿Cuáles fueron los campos de interés? ¿Con quiénes dialogó? ¿En qué centró su práctica disciplinaria? ¿Cuáles fueron sus maneras de aproximación? En otras ocasiones me he referido a su obra en términos del aporte a la construcción de una etnomusicología mexicana, misma que ha desembocado en muchas vertientes porque hay que decir que la música, siendo un objeto de conocimiento tan vasto, ha permitido la construcción de varias tradiciones de la disciplina que han dependido del protagonista en cuestión. Se trata de una disciplina diversa y heterogénea. Sin embargo, debemos reconocer que el registro sonoro fue una de las principales características que la distinguió en México, al menos hasta la primera década de siglo XXI, empresa que definió en gran medida su quehacer en algunos casos sugerente, pero en otros de forma desafortunada.

Aún hace dos décadas se consideraba que grabar músicas era practicar la etnomusicología, idea que conllevaba, asimismo, el fantasma del indigenismo y del “rescatismo” (Alonso, 2019). De manera que a quien registrara o interpretara música en algún ensamble local tradicional se le reconocía como etnomusicólogo, al igual que alguien que documentara algún fenómeno cultural se le presuponía antropólogo o etnógrafo. Y había algo de razón en ello. Los estudiosos pretendían contribuir a la visibilización de músicas poco conocidas o músicas que no parecían importarle a alguien más allá de su ámbito inmediato. Así, la realización de grabaciones de campo gozó de gran legitimidad como parte de la tradición disciplinar. Pero la empresa se limitaba a determinar “rasgos” o elementos culturales presentes en las músicas y sus contextos —tal como se hacía en la Antropología en el Continente Americano hacia mediados del siglo XX—, de tal suerte que no observaron las relaciones sociales, las asociaciones y el sentido que los actores daban a sus acciones en términos relacionales.

Justamente, Stanford conformó lo que he denominado en otros espacios la escuela del trabajo de campo y la grabación (Alonso, 2019) y como corolario, la conformación de acervos fonográficos (Alonso, 2017), por lo que su obra se puede ubicar en dos esferas: la académica y la de divulgación de las músicas registradas.  Ambas  tuvieron  el  propósito  de  llegar  a  lectores  y  escuchas distintos. Si bien el desarrollo de las Fonotecas o archivos sonoros ha ido de la mano con la innovación tecnológica, porque desde fines del siglo XIX tenemos la posibilidad del fono-registro en distintos soportes, fue hasta muy recientemente que se puso atención en lo que los archivos sonoros podían ofrecer más allá del discurso patrimonialista de conservación de las tradiciones musicales. La memoria sonora siempre está vinculada a un contexto que le da sentido porque lo sonoro se construye en una relación del todo con la parte.

Los  registros  sonoros  de  Stanford  derivan  de  la  investigación,  y  en  su mayoría son grabaciones in situ. Así, la materia sonora es vista en términos antropológicos, históricos y etnomusicológicos, pero por igual en términos estéticos. Al respecto, aunque Stanford rechazó el concepto de estética — debido a su carga eurocéntrica—, en su obra existe un reconocimiento tácito a la experiencia estética de los músicos y compositores; debo decir al respecto que el etnomusicólogo no reconoció los planteamientos antropológicos del arte y la estética que algunos autores habían propuesto en torno a las músicas indígenas y que hubieran enriquecido probablemente algunas de sus ideas.

 

 

Stanford revisitado I: el trabajo de campo como base empírica para la teorización

 

Para Stanford, la música expresa emociones como una consecuencia de “alguna convención culturalmente [¿establecida?] convenida”. Así, sobre la evidencia empírica, la exploración de estas regiones ha determinado posibles cánones musicales en cada una. Este modelo comparativo está construido con base en elementos musicales que establecen ciertos patrones considerados como marcas identitarias (Stanford, 2009).

 

En  un  principio  me  molestaba  mucho  la  música  de  las  orquestas  regionales que tocaban en las fiestas de los pueblos de la costa —una admisión penosa a esta  distancia—.  Para  iniciar  una  chilena,  cada  músico  del  conjunto  escoge su momento, con lo que me resultaba una descoordinación fatal. Además, escasamente  existe  armonía  en  este  repertorio  —tales  como  los  consabidos tónicas  y  dominantes—;  lo  que  hay  es  una  melodía,  tocada  con  la  aludida libertad rítmica, y una línea grave en el contrabajo, acaso doblado por alguna tuba o un trombón. Me había resuelto, desde la ciudad de México, que precisaba recoger muestras de todos los géneros costeños, y así fue, medio de mala gana, que grabé muestras de este repertorio.

¡Cuán grande fue mi sorpresa, entonces, cuando meses después me caí en cuenta que ya me encantaban estas chilenas! Después de años de reflexión creo que fue la vivencia en el campo que me obró este cambio de parecer. Ahora me doy cuenta que, al escuchar el repertorio, casi puedo oler el guajolote en mole y los frijolitos negros, saborear las Coronitas, y que esta música me conjura las imágenes de las bellas morenas de la costa con las cuales bailé. Me parece que es una verdad que casi no tomamos en cuenta al escuchar una música de nuestro propio entorno, que es esta vivencia la que imprime sentido a cualquier música (Stanford, 2007).

 

 

Llama la atención que Stanford prácticamente no refiera en sus escritos el término de Etnografía, ni discuta las posibilidades de ésta como metodología, disciplina o producto de investigación, tal como en la actualidad se le considera. Abunda en cambio, en la idea del “trabajo de campo” y “la observación” [¿participante?] en una amplia acepción relacionada con el complejo Fieldwork de la tradición antropológica anglosajona. Asimismo, todos los planteamientos de Stanford con respecto a las músicas registradas y los análisis en torno a géneros  musicales  y  regiones  musicales  derivan  de  sus  propias  etnografías; pocas veces el autor se remite a sus contemporáneos, sus textos se basan “en trabajos de campo que abarcan cincuenta años; y además de ser producto de investigación etnomusicológica, deriva casi exclusivamente de datos recogidos personalmente,  ya  que  sería  raro  que  existieran  datos  etnomusicológicos de otras fuentes”. Lo anterior hace que su obra posea un perfil particular, pero también ha generado fuertes críticas debido a que no consideró como referencias publicaciones posteriores a las suyas ni consultó tesis de grado cuyos postulantes presentaban resultados novedosos sobre las distintas músicas que él investigaba.

De ahí que digamos que Stanford ha teorizado sobre la base empírica de sus investigaciones proponiendo algunos modelos como la regionalización de la música maya, el modelo sesquiáltera para determinar el son mexicano, el origen del jarabe y del corrido mexicano, entre otros aspectos. Empero, Stanford no se remite a los marcos teórico-metodológicos que utilizados por sus colegas para explicar los fenómenos musicales (salvo a Max Jardow-Pedersen quien realizó investigaciones en torno a la música maya de Yucatán y con quien sostuvo una fuerte amistad y una relación de compadrazgo), sino que se basa en nociones teóricas de los etnomusicológos Alan Merriam, John Blacking y Alan Lomax para documentar las diversas músicas en relación con sus contextos diferenciados.  Probablemente  esto  se  debió  a  su  propia  desaprobación  de la forma en que algunos de sus profesores como Robert Weitlaner o sus compañeros de generación definieron lo que consideraban como la etnografía de México: una forma de nominación del trabajo de campo en sí.

Posteriormente,  siendo  docente  en  la  ENAH,  Stanford  se  distanció  de los planteamientos de sus contemporáneos que vieron en la etnografía un instrumento del poder del Estado, pero tampoco se unió a los sectores conservadores (Alonso, 2017). Por ejemplo, en contraposición a las tesis hispanistas  o  pro-prehispanistas  abonó  a  la  discusión  sobre  los  posibles orígenes de las músicas mexicanas; debatió hasta donde consideró que era suficiente, y en algún momento decidió que se trataba de una disputa en la cual no valía la pena participar porque algunos de sus argumentos no serían escuchados por sus colegas debido a su origen. El hecho de ser “un gringuito” como se decía a sí mismo, impedía que muchos lo vieran con buenos ojos; incluso, los rumores desencadenaron opiniones negativas hacia su obra y persona.

En un ejemplar de su libro El son mexicano en la biblioteca de la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México, un estudiante encontró una nota sin fecha de un usuario anterior firmada con el nombre de David Barbosa y dirigida al área de Etnomusicología: “Compañero: ojalá que este tipo de trabajos tan pobres, logre crear en ti algún estímulo para llevar a cabo estudios serios acerca de nuestra música mexicana. ¡No es mercancía! Es un legado de nuestra idiosincracia. Espero lo entiendas”. Más allá de la nota en misma como motivo de reflexión, merece atención el hecho de que para varias personas debieran ser los miembros de una comunidad quienes realicen los estudios de sus propias músicas, empero, Stanford fue un investigador respetuoso con sus interlocutores. Muestra de ello son las notas de campo que utilizó en manuales para el trabajador de campo dirigidos a sus alumnos e interesados en general por el estudio de las músicas tradicionales (Alonso, 2017). En estos textos subraya la importancia de saber convivir con la gente de los lugares donde se investiga y reconocer a los músicos como conocedores de las diversas expresiones sonoro-musicales en cuestión. Asimismo, en muchos de los textos de Stanford se refiere a los personajes locales con los cuales sostuvo una relación empática. Al respecto, es interesante la forma en que Stanford sistematiza y expone los datos en concordancia con las exégesis de los interlocutores. Cuando se fomentó el uso de las categorías nativas a partir del giro hermenéutico en la antropología estadounidense de la década de los ochenta (Fernández de Rotta, 2012), nuestro autor ya había volcado su mirada hacia los músicos, refiriéndose a los sujetos de formas no esencialistas:

 

Cuando volví a Jamiltepec en la década de los años 60, me di con la novedad de que ya había una prostituta en el pueblo, lo que era una gran novedad para los lugareños. Desde luego tuve que presenciar este espectáculo, y acudí una noche a la cantina donde laboraba. Era una negra, chimuela por cierto, procedente de la ranchería de Boquilla del Río Verde —un pueblo de negros al cual había llegado de paso en 1957. Ésta cantaba al acompañamiento de una “orquesta” — si es apropiado considerarla como tal— que consistía en un saxofón y batería. Me quedé pasmado por lo que presenciaba: la mujer cantaba coplas dulces y romanticonas, a las cuales el baterista respondía con otras bien peladas. Presento a manera de ejemplo las siguientes:

Mujer:    ¡Qué bonito corre el agua debajo de los almendros! Así correrían mis amores

si no hubiera malas lenguas.

Hombre: ¡Agárrate de la reata,

que ya el hilo reventó!

¡Hasta le encontré a una chata

como la deseaba yo!

 

 

Este entrenamiento siguió durante varias horas, muy a mi deleite.

Estimo que los buenos copleros tienen repertorios de varios miles de coplas; y era la costumbre a principio del siglo XX que las chilenas no tenían letra fija: por un lado había un repertorio de chilenas —las melodías de chilenas, más bien—, y por otro el repertorio de coplas del coplero. En aquel entonces el arte del coplero era muy relevante, y los había de renombre. Conocí a uno de estos en Piedra Ancha, una comunidad nueva en la cuenca del río Verde frente a Jamiltepec: Juan Bracamontes. Pero ya durante mis estancias en la costa en las décadas de los años

50 y 60, prácticamente ya no había estos artistas. Mis experiencias en la cantina en Jamiltepec, y con Juan Bracamontes en una noche oscura sin luz eléctrica, son mis únicas intuiciones respecto a lo que habría sido la chilena antiguamente (y creo que estas observaciones son igualmente aplicables a algunos de los otros repertorios del son mexicano, tales como el son de arpa grande de la costa michoacana, los sones de mariachi del sur de Jalisco, y de los sones arribeños y decimales de la región del río Verde de San Luis Potosí).

Las  anécdotas  anteriores  no  derivan  de  grupos  indígenas,  hablando rigorosamente; pero dan una idea del pasado de la chilena que probablemente aplicaba  tanto  a  indígenas  como  a  mestizos.  Indudablemente,  la  chilena  fue una expresión mestiza desde su introducción en la Costa Chica, pero que fue apropiado  igualmente  por  ambos  grupos  durante  su  evolución  en  México. Además, los mixtecos, aunque no eran copleros en el sentido en que lo fueron los casos de los mestizos citados, parecían cantar casi siempre sus chilenas con letra

improvisada (Stanford, 2007).

 

 

Quizá en la actualidad es un tanto obvia la naturaleza de una grabación en el sentido del diálogo con los sujetos y la intervención de muchos actores sociales y situaciones por las cuales los investigadores deben atravesar. Cuando Stanford realizó los fonorregistros, esto no era tan obvio y pocas veces era un campo de introspección, sin embargo, la reflexión sobre el sentido de las músicas y los vínculos sociales que se establecen a partir de su praxis fue central en la obra de Stanford (Stanford, 2017, p. 14). De igual forma, la influencia de Mauricio Swadesh fue determinante para considerar aspectos lingüísticos a través de la compilación de léxicos cotidianos –no sólo de lenguas indígenas- y de las categorías musicales locales.

De manera que las dimensiones de los lugares posibilitaron que Stanford trabajara  en  cientos  de  localidades  en  el  país  en  rminos  de  un  registro extensivo  más  que  intensivo.  Es  decir,  se  encontraba  en  el  tenor  de  una Quick  Ethnography,  para  referirse  a  que  no  hay  “un  mínimo  o  un  máximo absoluto acerca del tiempo que se ha de dedicar sino el adecuado para cubrir los objetivos” (Handwerker citado en Fernández de Rota y Monter, 2012, p.


295). Para Stanford era una tarea importante del trabajo de campo desplazarse de un sitio a las comunidades aledañas. Por ejemplo, en su relación sobre el trabajo de campo en Metlatónoc relata que después de una caminata de varias horas su joven guía se ofreció a cargar el equipo de grabación para que andaran más ligeros en la accidentada topografía del lugar. Pero el muchacho apresuró el paso y los dejó detrás. Una vez que llegaron al pueblo no dan con él y preocupados lo buscan casi durante un día sin éxito. Sin embargo, se dispusieron a registrar “datos” y a hablar con los lugareños para aprovechar el tiempo:

 

Salimos rumbo a Metlatónoc hacia las 10:00 a. m. del día 27 de octubre.

Nos guiaba un grupo de venes provenientes de una aldea a hora y media más delante de Metlatónoc. Tan sólo uno de ellos hablaba algo de español, de manera tal que era dificultoso entendernos con ellos. Para desgracia nuestra, como pronto pudimos constatar, eran muy ligeros para caminar. Entre ellos cargaban un garrafón de plástico de 17 litros repleto de aguardiente, pero no con esto ni por las subidas empinadas que nos quedaban por delante, se detuvieron. Afortunadamente,  nosotros  somos  algo  atléticos,  pero  de  ninguna  manera estamos acostumbrados a aquellos caminos, que mayormente son de piedras sueltas. Para llegar a nuestro destino tuvimos que subir desde los casi 2000 m/ nm de Coicoyán hasta, aproximadamente, los 3000 metros de un paso en la sierra, para luego volver a bajar hasta un poco más de los 2000 metros que es la elevación de Metlatónoc.

Nuestros guías tenían algo de prisa: desde la noche anterior andaban en el camino. La trayectoria a Metlatónoc es de unas ocho horas, y ellos se dirigían hasta su aldea, aún más adelante. Como de nuestro grupo, yo era el que iba más cargado, por la grabadora magnetofónica y su miscelánea, me auxiliaron llevándola. Caminando en plano, o de bajada, lográbamos mantenernos a la par, pero en las subidas, que, según nos parecía, eran muy pronunciadas, nos rezagábamos. Cada media hora ó 45 minutos nos esperaban para que los alcanzáramos, y entonces descansábamos un poco.

Atravesamos un paisaje majestuoso, entre altos riscos y nacimientos de agua cristalina. En tramos, el bosque era casi virgen, pero en gran parte los madereros habían hecho estragos desde hacía unos 25 años. Encontramos troncos de árboles tirados que los años no habían podido afectar. Creo que ni los alpinistas de Suiza pueden jactarse de vistas de mayor magnificencia. Había néctar de flores y frutitas silvestres que íbamos saboreando.

Nuestros guías nos decían que a ese paso llegaríamos a Metlatónoc hacia las cinco y media de la tarde; sin embargo, cerca de las cuatro, entre las cumbres de la serranía, las nubes empezaron a cerrarse, bajaron, y nos encontramos inmersos en una neblina que limitaba la visibilidad de la brecha. Tomamos mal una vuelta por una confusión de pisadas de un rebaño de borregos, y perdimos a nuestros guías.


 

 

[En Metlatónoc buscaron al guía para recoger el equipo]

El presidente municipal decía que nos habían robado la grabadora, y dudaba que Félix García fuera el nombre verdadero de quien nos sirvió de guía, a lo que respondíamos con incredulidad.

[…] A la mañana siguiente aparece Baldomero [uno de sus alumnos] con la grabadora y nos ponemos nosotros de fiesta. Ya estamos completos: habíamos tomado datos y hecho observaciones; y ahora, con ella, podríamos grabar los documentos sonoros que completarían nuestras notas. Al caer la tarde, después de otra visita al panteón, uniéndonos a la procesión de los lugareños, nos dedicamos  a  hacer  registros  en  las  casas.  Fue  una  noche  muy  productiva: Agotamos la cinta magnetofónica que habíamos traído de Coicoyán (Stanford,

2007, 2017, pp. 68-72).

 

 

Justamente, para Stanford el periodo a cubrir en campo era de alrededor de 15 días:

 

porque había notado que, siendo que los pueblos investigados no pasaran de más de unos 8500 habitantes, este tiempo me permitía recoger muestras de todos los géneros musicales presentes. Tomé, pues, desde un principio la decisión de tratar de abarcar los más de las regiones del país que me resultara posible, y así poder adquirir un panorama de la música mexicana “a vista de pájaro”, para así decirlo”. Así es que nunca he tenido la intención primordial de documentar las tradiciones sonoras  de  pueblo  alguno  en  gran  detalle,  hecho  que  afecta  el  carácter  del presente escrito. Defiendo esta decisión en cuanto que me ha permitido, de tal suerte, tomar nota de las tradiciones nacionales de gran parte de la República, y darme cuenta de procesos evolutivos y de interrelación que no hubiera notado de haberme dedicado a pasar algunos años en cada uno de relativamente pocos pueblos. He llevado a cabo salidas al campo durante cincuenta años, y en bien en exceso de 400 pueblos —no me ha parecido muy constructivo, ni muy útil, molestarme en contarlos con precisión, pero, a manera de ejemplo, he trabajado exactamente 75 comunidades del estado de Quintana Roo tan sólo.

Desde un principio me han preocupado cuestiones relativas al por qué y el para qué de la música […]. El haber trabajado gran parte de la República —en veinte estados, y entre 23 etnias— me ha permitido ver en detalle las interrelaciones entre pueblos, regiones y etnias, como no hubiera sido posible de otra manera (Stanford, 2007).

 

 

Así,  el  autor  definió  su  propio  estilo  de  investigar,  su  peculiar  forma de hacer etnomusicología, así como de plantear resultados en textos y fonogramas.  De  ahí  que  muchos  consideramos  que  fue  un  autor  poco propenso  a  escribir  en  debate  con  sus  colegas  contemporáneos.  Con  muy


pocos dialogó. Probablemente su labor solitaria se debió por igual a que en la antropología no se consideraba el estudio de las expresiones musicales sino tangencialmente, y cuando la etnomusicología en México cobró relevancia e inició un proceso de profesionalización disciplinar, las discusiones que había en ese entonces en torno a la semiótica del sonido y el performance no parecieron ser de interés del etnomusicólogo. Asimismo, mientras Stanford hacía sus recorridos en distintos lugares del país, sus contemporáneos antropólogos desarrollaban trabajo de campo en periodos mayores y en una sola comunidad o región definida por los problemas a estudiarse, por lo cual los resultados de investigación del etnomusicólogo eran abarcativos y presentaba resultados inmediatos  porque  se  trataba  de  las  grabaciones  y  notas  explicativas  a  las cuales daban consistencia las referencias históricas empleadas. Sin embargo, hubo lugares donde Stanford regresó a documentar músicas, participar en las celebraciones locales o bien tan solo volvió por la fascinación que sentía por ciertas regiones. En sus diarios relata que,

 

Había encontrado a un señor de esa familia en Pinotepa de Don Luis durante mi primera jornada de trabajo de campo en México (en 1956-1957), y por eso había estado planeando esta salida al campo desde muchos años atrás.

Como casi siempre sucede en mi trabajo de campo, fuimos muy bien recibidos, e

hicimos amistades que, en su oportunidad, habrían de florecer (Stanford, 2007).

 

 

Las vivencias de Stanford con sus interlocutores formaron parte de los propios resultados de su investigación; en ese sentido la escritura de sus “experiencias de campo” como él las refiere son particularmente importantes:

 

Otra  peculiaridad  es  la  inclusión  de  relatos  con  respecto  a  las  experiencias de campo, ya que los investigadores rara vez presentan tales datos en sus publicaciones,  que  generalmente  se  limitan  a  relatar  los  resultados  de  sus pesquisas únicamente. He pensado que estos relatos pueden resultar de interés a los lectores que podrían interesarse por los procesos mediante los cuales he llegado a las conclusiones que adelanto, o por los detalles de mi metodología de investigación con los informantes (Stanford, 2007).

 

 

A lo largo de su carrera, Stanford se aproximó a otras ciencias y humanidades, principalmente a la Geografía y la Historia. En el caso de la primera para referirse a aspectos de la distribución física de expresiones culturales, pero también para el diseño metodológico de sus proyectos. Al respecto, no fue fortuito que Stanford haya establecido en aquella ocasión a La


Montaña de Guerrero como posible lugar de estudio. Se basaba en un criterio de carácter demográfico y consultaba continuamente los censos de Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (INEGI), para determinar sitios posibles de investigación a partir del tamaño de las poblaciones como un considerando metodológico.

A partir de una experiencia de trabajo de campo con estudiantes de la ENAH en Coicoyán de las Flores, a donde había conducido a sus estudiantes y a otro grupo de 10 alumnos que un profesor le había encomendado llevar: “Me parece que éramos demasiados investigadores en un pueblo de semejante tamaño, y no repetiría tal agresión a un pueblo de provincia en el futuro” (Stanford, 2007, 2017).

Para Stanford las pequeñas poblaciones compartirían en su interior ciertos rasgos socioculturales que podrían arrojar músicas “tradicionales” en poco contacto  con  otras;  también  sería  posible  determinar  si  es  significativa  la cantidad de ensambles musicales locales con respecto al número de habitantes (Stanford, 2010). Sin embargo, nuestro autor nunca consideró la idea de autenticidad  apriorística  o  bien  como  una  conclusión.  Esto  es  importante porque lo que generalmente se considera cuando se piensa en pequeñas localidades es que nunca tuvieron influencias externas, y por el contrario, Stanford   se   interesó   en   determinar   regularidades,   ciertas   tenencias   en términos de la dynamis, de la transformación. Por ejemplo, nos dice que en el repertorio musical indígena se encuentran melodías “nacionales” que se tornan irreconocibles porque en el concepto indígena de forma musical se tiene una estructura binaria con cadencias abiertas y cerradas que va a predominar sobre la estructura de la canción mestiza asimilada:

 

[…] al ser tocada por una flauta de carrizo, los giros rápidos de la melodía original tienen que eliminarse, y con la eliminación de éstos, los elementos más reconocibles para nosotros han desaparecido y no la podemos ya identificar... en el caso de la conocida ‘diana’, música para festejar el acierto, privada de sus ágiles giros melódicos cuando un indígena la ejecuta en la flauta de carrizo. Difícilmente podríamos saber de qué melodía se trata. (Stanford, 1984, pp. 48-49).

 

 

 

Stanford revisitado II: la historia y sus fuentes

 

Thomas Stanford insistió en la comprensión de los grandes procesos históricos

para explicar los sistemas de comercio, las posibles rutas de ingreso de los


instrumentos musicales a las diferentes zonas donde investigó, la colonización de territorios y la migración de las poblaciones. Inclusive, en el desarrollo de sus investigaciones acerca de la música virreinal y del son mexicano el estudioso se percató de que la transición de los Hasburgos a los Borbones durante la Colonia impactó en las formas musicales que llegaron a la Nueva España y las que se gestaron con base en las expresiones de los indios. De manera que referir estos contextos temporales amplios fueron pertinentes para comprender- explicar ante qué sociedades se estaba cuando se estudiaban las características de las músicas. De ahí que constantemente dijera: “La música de una tierra invariablemente exhibe las huellas de su historia”. Al respecto, la preocupación de Stanford por la presentación de la evidencia cuando se brinda un dato, un resultado. Para él, era imperante argumentar un hallazgo y darle sentido en términos de series de datos amplias y los contextos histórico-culturales correspondientes. Cabe mencionar que Stanford rechazó los planteamientos sobre la autenticidad de las tradiciones musicales de México o los discursos de ancestralidad de las expresiones:

 

He podido discernir los límites de las regiones de arraigo de géneros musicales, y también identificar por lo menos catorce tipos de sones regionales vigentes en la República. Puedo detallar los rasgos característicos de cada uno de éstos […] Lo más que puedo pretender en lo que sigue, es describir lo que he encontrado, pero  a  este  respecto  debo  advertir  que  mis  observaciones  abordan  casi  50 años, y que, desde luego, las tradiciones de los mixtecos se han evolucionado considerablemente en el lapso de los años que abarcan mis investigaciones: hay que estar consciente, al comparar datos de una y otra época, que no podemos comparar los hechos como si fueran sincrónicos (Stanford, 2007).

 

Asimismo, hay que remitirse a sus fuentes históricas y etnográficas para comprender el tipo de observaciones que realiza Stanford, la reconstrucción de las sonoridades -incluso como intérprete- y la lírica del pasado, los conceptos y categorías en torno a las músicas actuales, las premisas y las condiciones para la escritura de sus pesquisas y resultados. En sus libros El villancico y el corrido mexicano (1974) y El son mexicano (1984) se encuentra una diversidad de fuentes históricas, coloniales en su mayoría, y la manera en que las pone a dialogar con sus propios datos de campo, entre los cuales incluye los registros sonoros, es decir que sus grabaciones podían constituir el fin de la investigación, pero también el inicio de la misma en su carácter de fuente.

En lo que concierne a sus planteamientos en torno del El villancico y el corrido mexicano, Stanford pretende establecer la relación entre ambos a través de una propuesta de transformación en el tiempo del romance español desde el siglo XVI hasta inicios del siglo XX. Más allá del análisis de la documentación en sí para establecer el devenir de estas formas musicales, Stanford evita hacer un recorrido cronológico en rminos evolucionistas, sino que enfatiza la dificultad de rastrear elementos y huellas de los cambios; de ahí que haga énfasis en la existencia  de  vacíos  históricos  a  lo  largo  de  los  siglos  XVIII  y  XIX.  Las fuentes trabajadas provienen de archivos coloniales, eclesiásticos y referencias bibliográficas que se remiten a explorar estas épocas y asumir al villancico y al corrido mexicano desde una perspectiva sociocultural. Sumado a esto, realiza una serie de disertaciones personales sobre las características literarias de los textos de estas músicas, y su relación con otras músicas presentes en México y España (Stanford, 1974; 1969).

Por su parte, la investigación de Stanford en torno al son mexicano constituye  una  bisagra  que  articula  sus  datos  de  campo  con  las  fuentes históricas. En el libro El son mexicano el autor plantea que existe un conjunto de músicas que podría definirse de esa manera, y plantea los elementos que desde su punto de vista caracterizarían al son en términos etimológicos, literarios, históricos y musicales. Para lograr esta empresa indagó entre fuentes históricas y bibliográficas en archivos coloniales, documentos de los siglos XIX y XX, y textos de la primera mitad del siglo XX, y consideró “algunas descripciones y apreciaciones personales sobre el son mexicano que obtuve en trabajo de campo  en  diferentes  regiones,  principalmente,  del  sur  de  México  entre  los años 1950 y 1980”. Sumado a ello el autor define algunas músicas que por sus características rítmicas identifica como sones, intentando con esto plantear la posible relación del son mexicano con músicas de otras regiones de México y países de Latinoamérica.

Ahora bien, es posible observar lo que ha implicado el registro in situ que realizó Stanford para investigar acerca de estas músicas, en primera instancia porque la grabación fue al mismo tiempo una herramienta y un fin de la investigación. Por ejemplo, transcribió algunas de las grabaciones en notación europea  contemporánea  para  encontrar  regularidades,  rasgos  pertinentes en  el  análisis  musical  y  determinar  elementos  que  caracterizarían  al  son mexicano y sus posibles orígenes, la existencia de un área musical maya, el rol de las expresiones músico-dancísticas en las ceremonias y rituales indígenas, el papel del lenguaje en el proceso de interpretación musical, entre otros. El


investigador recurrió a la paleografía de partituras coloniales y transcribió en notación  musical  moderna  varias  piezas  de  compositores  virreinales  para ser interpretadas en la actualidad. Al respecto confor un catálogo de los archivos musicales catedralicios de México y Puebla, y en este último lugar se montaron algunas de las piezas con ensambles musicales. Esto es, estamos ante el análisis de la base empírica en tanto fuente para la construcción conceptual (y análisis musical), por ejemplo, el proceso de “indianización” de melodías “nacionales” al cual me referí con anterioridad.

Como parte de este ejercicio de trabajo con grabaciones, “notas de campo” y fuentes históricas Stanford hizo una propuesta de regionalización musical de México —si le podemos denominar así— donde se destacan ciertos aspectos inmanentes a una producción musical particular y que tienen que ver con las regularidades de ciertos patrones culturales que el autor definió.

Para  este  punto,  es  fundamental,  considerar  de  nuevo  la  referencia  a la grabación sonora como material de análisis y como documento para su conservación y difusión. Cabe señalar que, así como cada músico interpreta una música diferente, cada especialista documenta algo diferente, y por tanto, es necesario abordar los fono-registros con un sentido crítico acerca de cómo cada estudioso interpreta y explica sus propios registros. Cabría preguntarse sobre la naturaleza de las músicas registradas y si, de cierto modo, son realidades autónomas  de  los  contextos  que  les  dan  forma.  Cualquier  grabación  tiene una connotación histórica y política; y por tanto, figuran una serie de factores subjetivos, por principio, lo que se ha elegido para grabar y cómo se ha grabado.

El registro sonoro opera bajo esta lógica, y privilegia la audición. Aquel violinista malhumorado que registramos en La Montaña de Guerrero, previo al asalto, argumentaba que no podía tocar sólo, es decir, sin sus escuchas y sin otros acompañantes. Tocar su violín para ser grabado no tenía ningún sentido para él, y aún más porque nos llevaríamos la grabación. Esto pone de manifiesto algunos aspectos de las maneras naturalizadas de investigar en las cuales pocas veces se consideraba a los actores sociales en cuestión y sus propias necesidades (Alonso, 2019).

Este hecho se vincula, por igual, con la insistencia de Stanford para registrar las músicas in situ y con ello dar cuenta de los contextos en que se solían tocar, pero también en ocasiones inducidas para la grabación; insistió en la importancia de ofrecer algo a los músicos en son de intercambio y reciprocidad. Para Stanford, los intérpretes muy probablemente pedirían bebidas alcohólicas o refrescos porque había encontrado que requerían cierto estado de conciencia


para “poder tocar bien”, para obtener “la máscara” como en el caso de los músicos de la Mixteca,

 

[En Santiago Tilapa, 2 de abril de 1986] Había convenido con los músicos que les daría sus refrescos mientras tocaran, y una gratificación (aún sin estipular) al terminar. Al disponer a iniciar la sesión, los músicos indicaron que tendrían que grabar en el pasillo frente a la Agencia Municipal. Con esto, los refrescos ya tendrían que ser para todos los presentes —¡quince en número!—.

[…] Expresé que seguía con ganas de grabar canciones en mixteco. Después de largo regateo, yo indicando que no podría pagar lo costaría emborrachar a todos los de la Agencia con cervezas, conveníamos en que yo les entregara $3000 pesos, y ellos se encargarían de conseguir aguardiente y músicos —todo, en fin—¡Con este dinero podrían comprar seis litros de aguardiente, mismo que vale 500 pesos el litro! ¡Más que suficiente para poderse asumir “la máscara” —como ellos refieren al estado necesario para poder cantar este repertorio en mixteco—!

En  pláticas  repetidas,  la  bebida  alcohólica  ha  sido  referida  como  una  tal “máscara”.  Dicen  que  “Una  vez  que  hayamos  puesto  nuestra  máscara,  ya podemos cantar de estas cosas”. Refieren que estos cantos tienen la misma temática del canto en español: La que el cantante está amando, la mujer que dejó  al  hombre  (o  viceversa),  las  ingratitudes  del  amor,  etcétera.  Dicen  que tanto el hombre como la mujer pueden cantarlas, y que se pueden acompañar de instrumentos musicales. Veremos (Stanford, 2007, 2017, p. 79).

 

 

 

Consideraciones finales

 

Las investigaciones de Thomas Stanford —escritos y grabaciones— han continuado editándose y consultándose como fuentes de relevancia, y si dejáramos de lado su trabajo acerca de las posibles formas y características de expresiones musicales prehispánicas, la música colonial y la investigación de  los  archivos  catedralicios,  podríamos  asegurar  que  el  registro  musical in situ —con todo lo que implicaba estar en los lugares en cuestión— fue el eje transversal de toda su obra y pensamiento. Cabe mencionar que las grabaciones en general ilustran las coyunturas, las dinámicas sociales y los imaginarios  de  los  pueblos  que  interpretaron  músicas,  y  que  gustaron  de ellas, pero también reflejan el interés e intencionalidad del investigador o investigadora que las grabó, o la voluntad para significar del propio autor (Sckel, 1997: 28); de ahí la importancia de los fonorregistros y las notas de campo  recolectadas  también  in  situ.  Podríamos  incluso  preguntarnos  cómo otros investigadores contemporáneos de Stanford documentaron músicas. A


Stanford no le interesaba el coleccionismo de fonorregistros, y es sabido que, en ocasiones, otros estudiosos grabaron de forma encubierta cuando debido a una creencia local o porque se trataba de un ritual se proscribía el registro. Existen circunstancias bajo las cuales no se deben tañer ciertos instrumentos musicales  u  objetos  sonoros  y  mucho  menos  grabarlos;  tan  sólo  hay  que recordar  el  coleccionismo  durante  la  expansión  colonial  europea  y  cómo muchos investigadores y museógrafos se hicieron de piezas etnográficas (Cfr. Price, 1993), práctica que podría pensarse que fue similar en algunos procesos de grabación.

Para quienes son etnomusicólogos, para los que somos antropólogos, etnólogos e historiadores, la obra de Stanford nos ha conducido a plantear nuevas interrogantes comenzando por preguntarnos por qué su figura provoca rechazo o fascinación. Por un lado, la exploración de las discrepancias o similitudes con el quehacer actual de la etnomusicología: cómo ha sido leído y por quiénes. El análisis de la terminología utilizada, por ejemplo, la noción de cultura y la propia definición de “música”, entre otras, explicarían mucho acerca de los enfoques de Stanford y posibilitarían tanto su comparación con los estudios recientes como una crítica más puntual y propositiva. Asimismo, la mayor parte de sus grabaciones han sido difundidas a través de los fonogramas editados por el INAH y a través de la radiodifusión y de plataformas digitales. Y cabe mencionar que en vida él donó su acervo a la Fonoteca Nacional, y el material es accesible.[3] Asimismo, algunos de sus libros también son conocidos aunque poco consultados en la actualidad y, como se ha indicado anteriormente, muy criticados por igual.

Finalmente, Stanford objeti su pensamiento en decenas de textos, de manera que su obra va más allá de él. Es decir, va más allá de sus registros sonoros, y de la propia intencionalidad (Gadamer, 1986, pp. 330 y 328) en términos de que la comprensión de un texto rebasa el contenido fijo de lo dicho y pasa a depender de condiciones comunicativas. Un texto sólo se construye como tal en el contexto de la interpretación (idem.) cuando es leído, cuando está inserto en una relación dialógica que conlleva, evidentemente, la confrontación de distintas perspectivas y opiniones.

 

Figura 1. Orquesta “Ecos del sur”, Pinotepa Nacional, Oaxaca. Fotografía: Thomas Stanford

 

 

 

 

 

Figura 2. Stanford y Evangelina Arana en la Escuela de Antropología, 1961, s/d

 

 

 

 

Figura 3. Huamelula, Oaxaca, México. Fotografía: Thomas Stanford

 

 

 

 

 

 

Figura 4. Huamelula, Oaxaca, México. Fotografía: Thomas Stanford

 

 

Bibliografía

 

Alonso Bolaños, Marina

(2019) La invención de la música indígena de México. Antropología e historia de las políticas culturales del siglo XX. Colección Científica, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 165 pp.

(2017)  Presentación.  En  Marina  Alonso  (Coord.)  Thomas  Stanford. Experiencias de campo de un etnomusicólogo. Rutas de Campo 1, 2a. época (4-7). Coordinación Nacional de Antropología, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

Gadamer, Hans-Georg

(1986) Verdad y método II. Ed. Sígueme, Salamanca, 429 pp. Fernández de Rota, & Monter, José Antonio

(2012) Una etnografía de los antropólogos en EEUU. Consecuencias de los debates posmodernos. Akal, Madrid, 382 pp.

Olivé, León

(2004)  Interculturalismo  y  justicia  social,  México  Nación  Multicultural,  Universidad

Nacional Autónoma de México, México, 231 pp.

Price, Sally

(1993) Arte primitivo en tierra civilizada, Siglo XXI Editores, México, 179 pp. Sckel, Luis Alonso

(1997) Apuntes de hermenéutica, Trotta, España, 169 pp.

Stanford, Thomas

(2017)  “El  trabajo  de  campo.  Un  ensayo  metodológico”  y  “Experiencias en el campo (1957-1990). Trece relatos de los trabajos de campo de un etnomusicólogo”. En Marina Alonso (Coord.), “Thomas Stanford. Experiencias de campo de un etnomusicólogo”. Rutas de Campo, 1(1), 2ª época (8-111). Coordinación Nacional de Antropología, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

(2010) La música de Puebla. En Masferrer, Elio, Jaime Mondragón y Georgina Veneces (Coords.), Los pueblos indígenas de Puebla. Atlas Etnográfico, (381-415), Gobierno del Estado de Puebla-Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

(2009) La música. Puntos de vista de un etnomusicólogo, Universidad Anáhuac del Sur, México, 299 pp.

(2007) Música mixteca de Oaxaca y Guerrero. Inédito, Instituto Nacional de

Antropología e Historia, 28 pp.

(1984) El son mexicano. Fondo de Cultura Económica, México, 64 pp.

(1974) El villancico y el corrido mexicano. Instituto Nacional de Antropología e

Historia, México, 74 pp.

(1969)  A  linguistic  analysis  of   music  and  dance  terms  from  three  sixteenth-century dictionaries of  Mexican Indian languages. The University of Texas at Austin-Institute of Latin American Studies, 76, Austin, Texas.



[1] Nació en Albuquerque, Nuevo México en 1929 y falleció en la Ciudad de México en diciembre de 2018. Stanford llegó a la Ciudad de México a mediados de la década de 1950 después de una estancia en Okinawa, Japón, y tras haber estudiado música en Berkeley y en The Juilliard School en Nueva York, así como composición en las universidades Southern California Los Angeles y North Carolina, e ingresó al área de ligüística de la ENAH (Alonso, 2017).

[2] Véase a Stanford,  Thomas (1984), El son mexicano, p. 64.

[3] Investigadores de esa institución han estudiado y catalogado sus grabaciones.