Jesús Armando Haro Encinas y Ramón Martínez Coria, Patrimonio biocultural y
despojo territorial en el Río Mayo. Los
guarijíos de Sonora y el proyecto de presa Los
Pilares-Bicentenario. Colegio de Sonora y Universidad Nacional
Autónoma
de México (UNAM), Hermosillo, 2019, 334 pp.
ISBN Colegio de Sonora: 978-607-8576-56-2
ISBN UNAM: 978-607-30-3052-6
El libro sobre el patrimonio biocultural que nos presentan
Jesús Armando Haro Encinas
y Ramón Martínez Coria tiene como principal objetivo mostrar
la riqueza de un “bosque secreto” habitado por los guarijíos, también conocidos como makurawe. Pero no solo se trata
de una exposición de la flora y la
fauna de la selva baja caducifolia ubicada en la cuenca del río Mayo, también
es un relato de lo que los autores denominan
“la resistencia al despojo” que estos mismos indígenas de Sonora emprendieron ante la
imposición de un megaproyecto hídrico: la construcción
de la presa Los Pilares-Bicentenario. De ahí que el objetivo
de dicha publicación sea demostrar
el impacto negativo
tanto en
términos ecológicos
como culturales de
este megaproyecto que obliga
a los indígenas a desplazarse de “su territorio” y, por lo
tanto, atentar contra su existencia como “pueblo originario”; el
conocimiento que desde tiempos inmemorables se ha
ido transmitiendo de generación a generación estaría amenazado con dicho megaproyecto.
La
cuenca
del
río
Mayo ya no podrá ser utilizada como lo venían haciendo los indígenas y sus tierras quedarán inundadas
por la concentración del agua de la presa. Es decir, es el anuncio de su exterminio como pueblo originario: un etnocidio. De acuerdo a los autores,
se trata de una situación generalizada
en todo el territorio mexicano. El desplazamiento y el despojo
a las “comunidades tradicionales, se han convertido en el orden de las cosas, lo que ha dado lugar a una nueva encrucijada
histórica de riesgo a su exterminio” (p.
25).
Este libro, prologado por Scott Robinson, está conformado
por siete apartados o capítulos
donde
se
intercalan
mapas, gráficas
informativas del contenido asociado a la riqueza
biocultural,
e
ilustraciones
de
los
mismos indígenas derivados
de talleres y concursos que los mismos autores emprendieron, referentes
a la fauna y la flora
de la
selva baja caducifolia donde habitan los guarijíos. Se trata de un texto didáctico y muy atractivo visualmente por su
confección y cuidado editorial con más de trescientas páginas ilustradas con
fotos a color sobre el entorno de la
cuenca del río Mayo.
A reserva
de la importante denuncia de un proyecto impuesto
para el llamado “desarrollo” del Estado y su defensa para evitar
este exterminio anunciado, me centraré en la argumentación teórica que se presenta a lo largo
del libro para dialogar en torno a las predicciones catastróficas que denuncian
los autores con desesperanza y crudeza.
Indudablemente es necesario discutir sobre el concepto de “patrimonio biocultural” y la categoría de “pueblos originarios”. Dichos
conceptos son centrales en toda la exposición
del
proyecto hídrico y hacen referencia a
“potestades y conocimientos detallados y profundos, relativos a territorios
y ecosistemas, así como a
estrategias colectivas de sobrevivencia, adaptación y
resistencia, con sistemas propios de clasificación de especies” (p. 19).
Estos conceptos adquieren una relevancia significativa a lo largo del tercer capítulo: “Amacizar la tierra a orillas de un río: las huellas del presente”. Se trata de un capítulo que remite a la historia del “pueblo originario” para demostrar la ocupación temprana de los guarijíos en el territorio en disputa. Retoman los acontecimientos más significativos de la historia del estado de Sonora, fundamentalmente los concernientes a la colonización europea y la entrada de los misioneros jesuitas y franciscanos a la sierra Madre Occidental. Un recorrido histórico donde de manera cronológica se van exponiendo cambios en las políticas del Estado en torno a los grupos indígenas del noroeste y las incursiones del capital para la explotación minera en la región de la cuenca del río Mayo. A lo largo de este recuento, también se identifican cada una de las investigaciones etnobotánicas y etnográficas en torno a los guarijíos. Destacan por ejemplo, el trabajo pionero de Howard S. Gentry en la primera mitad del siglo XX, así como las circunstancias que permitieron Edmund Faubert incursionar en la década de los setenta del siglo pasado en la zona guarijía.
La importancia de remitirse a la historia permite justificar la existencia de un
despojo. Un despojo de un territorio que los guarijíos
han ocupado a lo largo
de varios siglos sin que ello implique
que no hayan existido
conflictos y guerras
previo a la llegada de los españoles. De hecho, y de acuerdo con las fuentes coloniales que ofrecen los mismos autores, antes de la llegada de los jesuitas
que buscan reducir a los indígena a
las misiones, los grupos
nativos de la región no se
quedaban en un solo lugar como lo
hacen ahora; lo que prevalecía era la
“extrema” movilidad constante dependiendo de las actividades agrícolas y de
las estaciones del año. Pero sobre todo, era resultado de la condición de una guerra permanente
entre los distintos grupos que habitaban toda esta región. Se trata, en efecto, de un aspecto que no es considerado en
su justa dimensión a la hora de hablar de la dinámica social antes de la conformación de los pueblos guarijíos en la cuenca
del río Mayo durante
el siglo XVII.
Esta confrontación y división entre los grupos nativos
(mayos, yaquis, ópatas, jovas,
pimas altos y bajos, rarámuri, tepehuanos, seris,
eudeves, pápagos, entre otros) se prolongó con la
presencia de los jesuitas que necesitaron de indios auxiliares o flecheros para someter y reducir a los indios
insumisos y rebeldes (Güereca, 2016).
Pero la historia no es el único
recurso que existe para demostrar la presencia de un patrimonio biocultural. Haro Encinas y Martínez Coria
presentan a los guarijíos como los detonadores de un conocimiento “sagrado” de esta selva
baja caducifolia, única por su alta biodiversidad
y densidad vegetal. No se trata
de un simple conocimiento etnobotánico; para los makurawe se trata de la “Madre Tierra” (p. 21). El territorio está vivo en términos de la concepción nativa por el hecho
de
asumir
que
distintas
entidades
lo
habitan.
Este
argumento ha sido central para distinguir una lógica comercial y mercenaria, ligada a la lógica capitalista que impulsa los megaproyectos como la presa Los Pilares-Bicentenario, que destruyen el medio ambiente y generan
mayor pobreza entre la población más
vulnerable, y la lógica nativa
que es ecológica, rentable y viable para la conservación del ecosistema.
Es en el capítulo cuarto —“Makurawe:
los guarijíos sonorenses en tiempo real”— donde se ahonda en esta concepción sagrada del territorio. Se trata
de un capítulo enteramente monográfico donde se expone
un conjunto de datos
que van de las prácticas rituales
para la cosecha del maíz hasta
el tipo de tamales
que hacen los guaríjios. La presentación de los datos
culturales no parece tener
una organización o una lógica relacionada con el problema de la presa Los Pilares-Bicentenario, pues sin preámbulo se pasa de un tema
relacionado con la medicina tradicional y las formas de organización
política,
al tipo de artesanías que suelen vender los makurawe. En efecto, es tal la información
proporcionada que de momento no queda claro cuál es el objetivo
de la exposición de tantos y varios
temas en relación con la resistencia de un grupo que está pronto a desaparecer. Aun
así, hay una clara intención de
marcar una apropiación del territorio
derivada de esta concepción
sagrada que ha sido transmitida de generación en generación.
El estilo monográfico se
acentúa aún más en el siguiente apartado donde se
exponen con lujo de detalle las características de la flora y la fauna de la selva baja caducifolia. De hecho,
sí se empieza a hojear el libro desde este capítulo, el lector podría llevarse la impresión de estar ante un libro
de etnobotánica pues cada
planta, insecto y mamífero de esta exuberante y única selva de la cuenca del río Mayo está organizada e identificada con nombre científico, en español y en guarijío. Sin duda, la abundante información
recopilada, fruto de los mismos
talleres que los autores emprendieron con los mismos guarijíos, permite
sustentar, en la argumentación que se expresa
a lo largo del libro, la existencia de un patrimonio biocultural.
Es hasta el capítulo sexto —“Los empeños de un presa:
el proyecto Los Pilares-Bicentenario”— que los autores entran en
la discusión presentada al inicio del libro, asegurando que el proyecto de “Los Pilares-Bicentenario es una
imposición violenta y fraudulenta” que aprovecha la formación rocosa del sitio Los Pilares
para la construcción de la presa que “destruye uno de
los lugares más sagrados para el pueblo guarijío, afectado por el despojo territorial
y el desplazamiento forzado de parte de su población, así como de los modos productivos tradicionales” (p. 197). En efecto, el sitio los Pilares
es una formación rocosa que asemeja,
según la versión de los mismos
autores que recogen parte la mitología local, a “gigantes que comían niños y cazaban jabalíes, acompañados de perros” (p. 197). La exposición del proyecto que
se remonta a la década
de 1990 es exhaustiva y muy bien documentada, al menos desde el 2011 hasta el 2019. Identifica
con precisión los distintos momentos de negociaciones con autoridades
indígenas,
las
planeaciones, las infiltraciones
en las Asambleas comunitarias, la participación de distintas instancias gubernamentales tanto
federales como estatales, las intimidaciones
a los
opositores, las
consultas mal hechas,
las compras de terrenos
y la misma construcción de esta presa en el afluente
del río Mayo para beneficiar
directamente a los agroindustriales
asentados en los municipios de Navojoa,
Etchojoa y Huatabampo. Durante la narración de este proyecto, ahora en un tono marcadamente periodístico, se deja entrever la relevancia y la participación
de los
autores del libro
en este proceso. En
efecto, Jesús Armando Haro Encinas y Ramón Martínez Coria han sido actores centrales como
asesores de los guarijíos, organizando
talleres y concursos para generar
conciencia entre los mismos
indígenas de ser parte de un patrimonio biocultural y motivar su
participación para
la salvaguarda de esta
selva baja
caducifolia. Narran incluso que, durante esta participación
como asesores y activistas, recibieron amenazas y actos de intimidación
para obligarlos a desistir en su lucha contra la construcción de la presa.
Sin duda alguna, la exposición exhaustiva de la riqueza de la flora y la fauna de la selva baja caducifolia, así como todas y cada una de las prácticas, creencias y saberes de los guarijíos tiene como principal
objetivo evidenciar la tragedia que
supone, para los autores, su desaparición ante la imposición de la presa Los
Pilares-Bicentenario. Conviene, sin embargo, cuestionar la pertinencia
de los conceptos que desde
la academia se esgrimen para la defensa de despojos
de la tierra por parte de megaproyectos
como Los Pilares-Bicentenario. En
el último apartado los autores consideran que “el reconocimiento jurídico de los patrimonios territoriales y bioculturales de los pueblos
originarios es una opción viable como objetivo
estratégico, con el propósito de su
protección y preservación” (p.
279). Asistimos, en efecto, a una reivindicación de la cultura guarijía. Conservar
la diferencia cultural implica esencializar la cultura: hablar de los pueblos
originarios nos remite a ese pasado primigenio
donde cada práctica tenía una connotación sagrada;
conocimientos derivados de una simbiosis entre la naturaleza
y la cultura. Los guarijíos son presentados como una “tribu”, un “pueblo”, una
“comunidad”, es decir, una colectividad enfrentada al sistema voraz
del capitalismo tardío. Por esta razón, la existencia de las divisiones al interior de la misma “tribu”
son expuestas como estrategias políticas externas;
ellos —los makurawe— nunca
tenderían a la división.
Los problemas
más serios derivados de lo que ha sido hasta ahora la estrategia
de imposición autoritaria
del proyecto de presa
a las comunidades indígenas
dueñas de la tierra, en el caso del pueblo guarijío, ha sido dirigida
en contra de la unidad de las asambleas
comunitarias y su articulación como tribu, sembrando la discordia y el miedo como táctica para consumar el despojo territorial con
simulación de legalidad y
pretensión de legitimidad (p. 262).
Los conceptos de patrimonio biocultural y pueblos
originarios aparentan ser estrategias de una lucha ante la voracidad
del capital. Debemos preguntarnos
hasta qué punto estos conceptos no son más que una expresión de la misma
política cultural de este sistema
en contra de la diversidad humana. Por un lado, se
pretende resaltar las características únicas de los grupos indígenas y,
por otro lado, impulsar la igualdad democrática
entre todas las formas culturales. Se necesita, para ello, establecer las fronteras culturales de
cada grupo y, mediante una
búsqueda en el pasado presentarlas como expresiones homogéneas, originales y sagradas. La contraparte no es considerada de la misma
forma: los “Otros”,
en este caso, los yoris o
blancos, apenas
son nombrados en todo
este conflicto y periplo jurídico y, por supuesto, sin consideración alguna a sus demandas o características culturales. Representan
lo híbrido, lo opuesto
a lo que se intenta defender y, por lo tanto, forman parte del sistema. Como advierte Seyla Benhabib, cuando se equipara la cultura con la identidad se generan
graves
consecuencias político-normativas
respecto de la
forma en que
pensamos que deberían repararse las
injusticias entre los grupos y de cómo creemos que
deberían
promoverse
el
pluralismo
y
la
diversidad
humana
(Benhabib, 2006 [2002], p. 28).
Sin duda, la gran aportación
del libro radica en la exposición sistemática que hacen los autores del amplio
conocimiento de los guarijíos en torno
a la selva baja caducifolia. Se trata
de un referente indiscutible que será de gran
utilidad para futuras investigaciones. La predicción de que este conocimiento quedará bajo el agua de la presa genera zozobra y justifica plenamente
el activismo de los autores. Al respecto, hacen varias propuestas al final del libro sobre las acciones a seguir. Por ejemplo, los autores consideran que
la
potestad de los pueblos originarios sobre sus patrimonios territoriales y bioculturales debe
ser
reconocida
política
y
jurídicamente, para dar lugar
a estrategias de
su salvaguarda, con la
misma beligerancia que se
hace con la propiedad
privada:
patentes, marcas,
derechos de autor,
herencia,
etcétera
(p. 269).
Es una propuesta que en buena medida se justifica
por una historia de indudable
exterminio y despojo al que han sido
sometidos gran parte de los grupos indígenas
de México. Aun así parece un contrasentido considerar al patrimonio
biocultural como una patente y luchar
por su reconocimiento en instancias jurídicas establecidas por el mismo Estado. Los esfuerzos colectivos
para preservar el medio ambiente
y el respeto a las expresiones culturales de los grupos humanos
no deben de estar circunscritas a las identidades culturales
delimitadas por ideales de originalidad o pureza
que niegan la existencia de los
“Otros”, pero sobre todo, es
fundamental mantener una ruta crítica
en torno a las políticas culturales y
las categorías como patrimonio
biocultural que aluden precisamente a la existencia de una propiedad privada
ligada a una etnia.
Andrés Oseguera-Montiel Escuela
de Antropología e Historia del Norte
de México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH)
Bibliografía
Benhabib, S.
(2006
[2002]). Las reivindicaciones de la
cultura: igualdad y diversidad en la
era global (A. Vassallo,
Trans.).
Buenos Aires: Katz Editores.
Güereca Duran, R. E.
(2016). Milicias indígenas
en la Nueva España. Reflexiones del derecho indiano
sobre los derechos de guerra. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas.