MODERNIDAD Y TRANSMODERNIDAD: RELIGIÓN EVANGÉLICA ENTRE ANDINOS Y MESOAMERICANOS EN LIMA, PERÚ, Y LA CIUDAD DE MÉXICO

Hedilberto Aguilar de la Cruz

Universidad Nacional Autónoma de México, México
correo electrónico:clarosilencio@gmail.com

Recibido el 07 de enero de 2020; aceptado el 12 de marzo de 2020

Resumen: En este ensayo se complejizan las formas de interpretación más reconocidas por la academia latinoamericana de la religión, basadas principalmente en un modelo weberiano de comprender el protestantismo. Sin negar las cualidades de este tipo de aportes, se señala que son categorías de análisis conceptual y epistemológico de orden eurocéntrico, pues en su origen buscan comprender los fenómenos religiosos de expresión europea que cuando son trasladados al ámbito latinoamericano, quedan incompletos, pues se mezclan con juicios de valor. Con base en hallazgos de campo, recogidos entre 2009 y 2017, en población indígena evangélica de las ciudades de Lima y México, se pone de relieve que la comprensión de la religión evangélica con esta población obedece a lógicas transmodernas, pues se entrecruzan sistemas de orientación del mundo entendidas como mágicas, religiosas y científicas. El resultado de esto es que los indígenas no sólo forman parte de la tradición frente a la modernidad urbana, sino que también son parte de una cierta modernidad a la que anhelan acceder en algunos de sus beneficios —prometidos o reales—, sin dejar de lado que un discurso de orden racionalista no se absolutiza en todos los órdenes de la vida social de estas poblaciones. Por ello se analizan conceptos clásicos como el binomio tradición-modernidad, contrastándolo con explicaciones de tipo decolonial, que comprenden los órdenes de dominación y resistencia, sumisión y liberación, que trascienden explicaciones típicas en donde lo evangélico es sólo un agente de subyugación y eliminación de lo indígena.

Palabras clave: modernidad, transmodernidad, protestantismo, indígenas evangélicos, religión popular.

 

 

 

Modernity and transmodernity: evangelical religion
implications between Andeans and Mesoamericans
in Lima and Mexico City

 

Abstract: In this paper, the most popular model to comprehend religious phenomena like Protestantism in Latin American academia is Weberian, which constitutes a starting point to question and complex this way to study the phenomenon. There is no doubt of this kind of contribution, but these conceptual and epistemological categories are eurocentric because in their origin are searching to understand religious phenomena of European expression. In the Latin American context, this model is not enough to understand field data, because value judgments are mixed with Weberian analysis. Based on the data field, obtained between 2009 and 2017, in the indigenous evangelical population in Mexico City and Lima, it also highlights the comprehension of evangelical religion as people following transmodern logics, because there are transversal systems guidance of the world understood as magical, religious and scientific. As a result, indigenous urban people not only is a part of the tradition faced to urban modernity but also are configured like modern people who want to acquire some of their benefits —promised or real ones— without ignoring a rationalist discourse of order that is not absolutized at all levels of social life. Thus, classical concepts like the duality tradition-modernity are analyzed and contrasted with de-colonial explanations, encompassing orders of subjugation and resistance, submission and liberation, transcending typical explanations where evangelical is only a way to dominate and eliminate the indigenous.

Key words: modernity, transmodernity, protestantism, evangelical indigenous, popular religion.

 

En este texto presento la relación entre sujetos indígenas urbanos que se adhieren a iglesias evangélicas en el contexto mesoamericano y andino de la Ciudad de México y Lima, Perú, para presentar un modelo de interpretación de grupos sociales inferiorizados e invisibilizados en el contexto de la modernidad, pero contrastándolo con el concepto de transmodernidad.

     La religión y lo étnico en lo indígena latinoamericano es un asunto largamente trabajado, particularmente en la tradición antropológica, así como la presencia de migrantes indígenas en distintas ciudades metropolitanas del continente.[1] No obstante, ha sido poco trabajado el cambio religioso al protestantismo evangélico, particularmente pentecostal[2] (Aguilar, 2011), visto desde una perspectiva que evite como referencia comparativa al programa de secularización o racionalización del protestantismo europeo, sino que lo observe como religión popular no ortodoxa. Ha prevalecido la perspectiva weberiana en los estudios del protestantismo que han impedido ver la riqueza y amplitud de miras de los sujetos de estudio. De allí que parto de la idea de la capacidad de agencia de los sujetos indígenas, no sólo como población victimizada o en resistencia, sino en transformación constante.

     En primer lugar ubico los términos de lo indígena y lo evangélico en el contexto de la modernidad (periférica) y la transmodernidad, como conceptos interrelacionados, pero que expresan una relación compleja de dominación/liberación/transformación. Posteriormente, muestro algunos elementos de expresión de lo transmoderno en los sujetos indígenas evangélicos citadinos, que transitan entre distintos mundos. Finalmente, elaboro una reflexión del mundo de los indígenas citadinos y sus perspectivas de vida desde lo transmoderno.

Modernidad y transmodernidad en lo indígena evangélico citadino

Los vínculos de la población indígena urbana con los procesos de modernidad en las ciudades han sido estudiados desde diversos puntos de vista. A modo de ejemplo, pongo dos casos clásicos. Redfield (1942), siguiendo a Tönnies y Weber en su distinción de comunidad y sociedad, hace la distinción clásica entre comunidades primitivas (folk) —sociedades ágrafas que transmiten su conocimiento oralmente, mantienen relaciones de parentesco endogámicas y la inexistencia práctica de la individualidad— y sociedades modernas, básicamente citadinas con relaciones impersonales, una clara división social del trabajo y una influencia de desacralización del mundo.

     Por su parte, Lewis (1963) explicó algunos de los cambios que acontecían en familias urbanas de la Ciudad de México que provenían del mundo rural e indígena y que ocasionan una subcultura, la de la pobreza. La pobreza sería el elemento que puede explicar semejanzas en diversas subculturas urbanas que nacen en el mundo. Para él, la migración de sociedades primitivas a las grandes ciudades genera: cambios económicos como la acumulación y exhibición de bienes materiales, apareciendo la propiedad privada; cambios sociales como la legitimación de la unidad sexual en el casamiento civil; cambios religiosos en donde se mezclan animismo, brujería y religión institucional entendida como catolicismo, protestantismo y espiritismo; dichos cambios nunca se concretan del todo y se reflejan claramente en el aspecto de las creencias en donde las “supersticiones” se mantienen.

     El binomio tradicional-moderno como mutuamente ha sido cuestionado por diversos autores,[3] quienes sostienen que uno sostiene al otro, por lo que la tradición también forma parte de la modernidad. Pero aún más allá, los estudios decoloniales sostienen que la modernidad como proyecto de dominación colonial, esquematizan lo tradicional como particular y lo moderno como universal (Castro-Gómez, 2000). La modernidad llega a la sociología y crea la “historia mundial” con el precedente filosófico de Kant y Hegel, con la Europa anglosajona como máxima expresión de progreso y civilización (Dussel, 2000; Robles, 2012). La tradición es lo que fue y la modernidad lo que debe ser; el nacionalismo, de acuerdo a Geertz (2003: 208) es una tensión que se alimenta del esencialismo (el estilo indígena de vida) y el epocalismo (el espíritu de la época). El “esencialismo” es la mirada selectiva del pasado (lo que Hobsbawm llama “tradición inventada”) para construir una tradición de lo que “somos” y por ello cosifica los elementos que retoma. El “epocalismo” básicamente es la imitación del modelo de nación de los países hegemónicos de Occidente. No obstante, más que tensión es complementariedad. La modernidad actualiza sus contenidos con elementos del pasado en donde se exalta una supuesta tradición que nos lleva hasta los griegos y su concepto de lo humano y la democracia. Esta es la Historia con mayúscula, mientras las historias locales son borradas. El estado-nación, por ejemplo, el mexicano y el peruano, han borrado de la historia oficial la diversidad sociocultural, exaltando lo azteca y lo incaico, desde una interpretación criolla, encubiertamente racista y estructural- mente violenta con el no criollo-mestizo[4] (Brading, 1988; Dager, 2009).

     La modernidad se caracteriza en su “tipo ideal” por el predominio de la razón, y el empirismo por encima de la tradición y de los sentidos, en una extensión secular del dualismo tomista-aristotélico expresada en el cartesianismo. El cogito es la búsqueda del conocimiento por medio del “método” universal, manifiesto en una técnica que no es un fin en sí mismo, “sino que es una fuente de poder, control y dominio de la naturaleza al servicio del ser humano, concebido como un ‘yo’ individual y centro del mundo” (Alsina, 2016). El “pienso, luego existo” está precedido por el “conquisto, luego soy”, en donde la conquista europea se transforma en dominación epistémica (Grosfoguel, 2008). La mejor expresión política de la modernidad es el lema de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad (Magallón, 2012), aspecto que hace notar Sartre en el prefacio de “Los condenados de la Tierra” claramente como una contradicción de términos, en donde el europeo encuentra su libertad anulando al no europeo (Fanon, 1965).

     La modernidad es puesta en marcha como proyecto político, económico y epistémico de los Estados-nación, el mercado y la ciencia. Pero los cimientos de la modernidad, más allá de la historia hegemónica nor-europea, se presentan con el imperio ibérico, lusitano y castellano, pues dan inicio a la primera globalización y creación de un sistema-mundo moderno,  un sistema jurídico universal y el inicio del humanismo (Montiel, 2013), que anula con violencia sacrificial al “Otro” americano, hecho que precedería al colonialismo y modernidad posteriores (Dussel, 1994).

     La modernidad en su égida universalista, representa la negación del cuerpo y el ensalzamiento del pensamiento abstracto, aspecto que es la base de la dominación eurocéntrica en todas sus fases (política, científica, económica, etc.). Es decir, es la sustitución de la cristiandad medieval por la fase del modelo secular del Estado-nación, el desarrollo y el progreso en el mundo. El liberalismo económico y el capitalismo serían la fase actual de expresión de dicha modernidad —de la cual tampoco se libran los distintos modelos marxistas que expresan el yo colectivo universal, más que individual.

     De esta historia de la modernidad deriva el proceso de secularización. Si lo religioso sale de la esfera de lo racional, le quedaría el espacio privado, hasta que gradualmente, con el avance de la ciencia, sería irrelevante. Tal fue la encomienda de los positivistas, liberales y marxistas. Para unos y para otros, parte del problema de países como los latinoamericanos, era la influencia religiosa en grandes sectores de la población. Pero a inicios del siglo xxi, incluso en la misma Europa hablan de un “reencantamiento del mundo” y una vuelta de lo religioso. Dicha vuelta a América Latina no ocurre, porque lo religioso se transformó, pero nunca se fue. Los segmentos de población más secularizados son aquellos más normados por los valores occidentales, generalmente en estratos medios ilustrados, pero no más que eso. La modernidad no destruyó la religión.[5]

     Smith y Vaidyanathan (2011), desde los estudios culturales, proponen la existencia de modernidades múltiples, puesto que la evidencia de los procesos de secularización y la influencia de la religión en las sociedades es diversa, de acuerdo a la multiplicidad de regiones, sociedades, culturas y naciones. El proyecto de modernidad habría que denominarlo como el proyecto cultural (más que civilizatorio) de unas cuantas naciones influidas por la Ilustración y el positivismo. La ideología del progreso y la presentación de la secularización como el ideal de una buena sociedad oscurecieron los estudios sociales que durante mucho tiempo fueron incapaces de ver este proyecto de poder, que en este trabajo denominamos de imposición colonial, como el paradigma para medir cómo las otras sociedades se ajustaban o no a este modelo.

     Aquí es donde apelo al sentido de transmodernidad que destaca Dussel (2001: 406) como explicación y proyecto de apertura dialógica multicultural, en el que el otro “no moderno” (más que tradicional) no es negado, sino que convive con lo moderno. Lo transmoderno es:

(…) un más allá de toda posibilidad interna de la sola Modernidad. Ese “más allá” (trans) indica el punto originante de arranque desde la Exterioridad de la Modernidad, desde lo que la Modernidad excluyó, ignoró, negó, ignoró como “in-significante”, “sin-sentido”, “bárbaro”, no-cultura, alteridad opaca por desconocida, pero al mismo tiempo evaluada como “salvaje”, incivilizada, subdesarrollada, inferior, mero “despotismo oriental”, “modo de producción asiático”. Diversos nombres puestos a lo no-humano, a lo irrecuperable, a lo sin-historia, a lo que se extinguirá ante el avance arrollador de la “civilización” occidental que se globaliza.

     Por lo tanto, lo religioso no aparece que aquí como el apéndice de la vida social o política de las poblaciones indígenas, sino como parte sustancial de su diversidad de relaciones con la otredad dominante. Estos mundos se han denominado, de modo general, como lo “popular”. Marzal (2002) ha observado este mundo de convivencia con lo moderno, como una forma de sobrevivencia y de explicación, en donde pueden alternar cosmovisiones indígenas (conocidas como costumbre), al lado de las religiosas institucionales y sin soslayar lo científico cuando se requiere. No hay una negación de lo moderno, sino una ampliación de horizontes que incluye lo moderno, pero éste no se vuelve el eje total de actuación.

     En este marco, lo moderno y lo tradicional no son exactamente opuestos (aunque pueden serlo), de hecho hay una convivencia en donde una justifica a la otra y viceversa, una se erige como oficial y la otra como subordinada. Tanto los grupos religiosos como los étnicos plantean sus postulados y demandas con formas que apelan a la modernidad, incluyendo las costumbres. A su vez, la modernidad como estadio apela al pluralismo, en donde diversos grupos “tradicionales” compiten por espacios, legitimidad, recursos, etc. Estos pueden comunicar una racionalidad de orden científico dirigido al Estado, a un mercado de bienes (y males), y a redes transnacionales que conjugan distintas luchas e impulsos de causas en común.

     Lo protestante latinoamericano de corte evangélico y predominantemente pentecostal,[6] no aparece aquí necesariamente como correlato impulsor del capitalismo, ni como elemento de coerción de la CIA, sino como una serie de corrientes con efectos diversificados en los sujetos indígenas citadinos. Tomamos como punto de partida un estudio no programático de los pueblos indígenas, a la manera de Navarrete (2015: 85):

[Este estudio] (…) apuesta de manera fundamental a reconocer, valorar e intentar comprender las distintas formas que ha tomado la agencia histórica de los pueblos indígenas y su capacidad de invención, renovación y redefinición cultural y étnica; así como la manera activa y creativa en que han sido capaces de apropiarse de los elementos culturales que les han sido impuestos por los poderes coloniales a través de las sucesivas teorías-programa de cambio cultural.  
Desde este punto de vista, determinar si un elemento cultural es de origen occidental o indígena no tiene ningún significado si no se comprende la manera en que ha funcionado y los sentidos identitarios que ha tenido en los contextos culturales e históricos siempre cambiantes en que ha operado. Esta visión del cambio cultural no pretende categorizar las realidades culturales con etiquetas como “indígena”, “híbrido” u “occidentalizado”, sino explorar las intricadas redes que han integrado y enfrentado a indígenas, europeos y africanos y comprender las dinámicas de imposición, intercambio y aprendizaje que los han unido; tampoco busca demarcar fronteras ni definir identidades, sino comprender la manera en que éstas han sido históricamente construidas.

     En este sentido, una religión que se impone como destructora del paganismo, es decir, de la cosmovisión previa de la mayoría de los pueblos étnicos del mundo, como lo es el protestantismo y que muchas ocasiones ha sido eficiente en desestructurar relaciones sociales particulares, imponiendo un estilo de vida de la cristiandad (Stoll, 1985), no es necesariamente comprendido de este modo por los sujetos que lo adoptan como un relato alienador, sino un modo complejo de relación con lo hegemónico, desde una insubordinación vital a la tradición particular que puede atarles aún más a la subordinación sociocultural.

La expresión de la transmodernidad en indígenas citadinos

La Reforma Protestante del siglo xvi fue, junto con la conquista de América por parte de los europeos, el giro histórico más importante de la historia europea moderna. Si ya con el Renacimiento se venía buscando la independencia intelectual y artística respecto a la Iglesia Católica, con la Reforma Protestante viene la autonomía religiosa del hombre, no sólo frente a Roma, sino ante cualquier tradición que se vuelve secundaria frente a La Biblia. A partir de aquí, en la historia occidental, la religión se va convirtiendo en una opción del sujeto que se encuentra frente a Dios y puede disentir, de acuerdo a su consciencia, con cualquier autoridad religiosa. En América, la primera conquista moderna por parte de España y luego la segunda por parte de los países poderosos de Occidente, para llegar a la actual fase de globalización donde el capital ya no tiene nacionalidad, han presentado un cambio subrepticio social, histórico y religioso del mundo mesoamericano y andino, que actualmente se manifiesta por medio de una pluralidad religiosa que se impone sobre un piso de entendimiento cultural común[7] y condiciones de exclusión constante (Flores Galindo, 1988: 62-63).

     Se impone la cruz por encima de los restos de los antiguos templos. El catolicismo fue un arma que los pueblos de América utilizaron para permanecer, a partir de la reconstitución de su mundo religioso, lo cual decepcionó los intentos de una nueva cristiandad, limpia e impoluta (Villoro, 1996). Ya Bernardino de Sahagún se escandalizó por el sincretismo religioso, pero en general, el clero optó por tener una religiosidad novohispana escindida (como la sociedad) entre la criolla y la indígena (con todas sus variantes y mezclas). Pero finalmente, no había opción, se tenía que ser católico, aunque como tantas otras cosas en la vida social, con “desviaciones” hacia lo que se denominó en el siglo xx como religión popular.

     Con el advenimiento del protestantismo a tierras de herencia ibérica, se ofreció la posibilidad de romper con el monopolio religioso,[8] que ha implicado, no pocas veces, también el rompimiento con el mundo cultural previo. Pero el significado profundo de esta transformación es que los indígenas, dentro de un Estado-nación y un mercado económico excluyente, tienen la oportunidad de cambiar o jugar con sus concepciones religiosas, retando —como el Lutero y Calvino del siglo xvi— a la llamada “tradición”, tanto la del catolicismo institucional como el de la costumbre. Esto pone el dedo en la llaga de los prejuicios: ¿son modernos los indígenas? ¿Desde cuándo han convivido con la modernidad y en qué condiciones? ¿Qué posibilidades de transformación social ocurren por el cambio a sociedades religiosas de origen anglosajón y de dominación colonial?

     Navarrete (2015, Ibíd.) da en la clave cuando nos dice que así como los indígenas utilizaron al catolicismo para su sobrevivencia cultural, en condiciones de dominación, también están usando las nuevas ofertas religiosas para acondicionar su mundo a los retos actuales: transformándose para permanecer. Claro que toda transformación, aunque sea de aparente maquillaje, implica que el actor adquiere cualidades de la representación que actúa y por lo tanto, adquiere una transformación. Aquí debo advertir que no estoy proponiendo a los indígenas como oportunistas y utilitaristas que juegan al rational choice, sino que se transforman por medio de vías que tienden puentes con su cosmovisión previa. Los habitantes indígenas —en este caso citadinos— están apostando distintas cartas a una diversidad de elementos socioculturales que implican la posibilidad de rebasar la exclusión y el racismo, o al menos, transformar su propia conciencia de subyugados a seres libres en un sentido simbólico y social.

     Joaquín Lazo[9] me ha dicho que ahora conoce gente de todo el mundo, ha tejido una red de relaciones, que “en dondequiera que esté, alguien me va recibir, en Estados Unidos, en Europa y en África” y se asume como protestante porque protesta “contra los abusos de la Iglesia Católica”. Esto significa que se asume como una persona interconectada, de acuerdo a los tiempos actuales, y que no es pasiva, pues protesta contra la dominación histórica colonial hispana.

     Norma Juárez[10] destaca a sus hermanos que se casaron y me muestra sus fotos con entusiasmo; una con un argentino y el otro con una estadounidense. La posibilidad de extender las relaciones de parentesco, no sólo pueden ser ya con un mestizo (difícilmente con un blanco o criollo), sino con un extranjero blanco. Esto representa una puerta al mundo, una posibilidad de ser con el otro, de ser internacional y de ser aceptado por quienes mandan a los que gobiernan a las élites blanqueadas de Perú. Pero también es un dispositivo de dominación, con el que se aceptan las jerarquías sociorraciales del mundo. Estar emparentado con blancos extranjeros es una cuestión de mucho mayor prestigio que las relaciones endogámicas con el propio grupo cultural de origen. En este sentido, una pertenencia a un grupo religioso de carácter universal ofrece ventajas por encima del grupo religioso de origen, basado en la localidad y la costumbre, más que en la universalidad del catolicismo que se particularizó en América Latina, en las comunidades indígenas, con los santos patronos desde la época colonial.

     Los hermanos quechuahablantes del Templo Maranatha de la Iglesia Evangélica Peruana,[11] ubicado en una de las calles céntricas de Lima y el segundo más antiguo de la ciudad, tienen dos décadas y media reuniéndose en ese sitio. Sin pretenderlo, los hermanos criollo-mestizos de clase media se auto desplazaron a iglesias con mayor prestigio social como la Alianza Cristiana y Misionera y otras organizaciones carismáticas de la teología de la prosperidad. El aumento de población andina debajo de sus estándares de clase social, color de piel y características culturales, fue visto como un peligro para su posición de clase/color/cultural. En dicho contexto, los quechuahablantes se han organizado como un subgrupo que a la vez que mantiene elementos culturales de origen, adquiere hábitos y maneras de ser acordes a las exigencias citadinas. Se organizan festivales de música andina y cultos en quechua, en medio de una sociedad fuertemente racista, caracterizándose por su generosidad en donde re-inventando una tradición, utilizan el excedente de producción para donarlo el 24 de junio, día del Inti-Raymi o fiesta del sol.[12] El don ya no se presenta para la fiesta patronal, pero sí se reorienta para necesidades de los miembros del grupo que pasan situaciones económicas difíciles. Lo colectivo se torna presente en una generación de andinos, pero también se vislumbra el individualismo de segundas o terceras generaciones de andinos que criados en la ciudad, tienen como horizontes de vida, otras perspectivas más basadas en la acumulación.

     La religión de los padres, en algún sentido, facilita la inserción de los hijos en la sociedad urbana limeña, pues la lectura de La Biblia y lo estricto de la enseñanza familiar, logran que las segundas o terceras generaciones adquieran empresas o títulos universitarios, que les permiten una vida mejor en el sentido individualizante de la modernidad. Pero a la vez, tenemos un resurgir lento, pero constante de lo andino en Lima. Después de parecer que Lima terminaría por eliminar rasgos socioculturales de los andinos, vienen surgiendo expresiones de reetnización moderna, a través de la música, la lectura, los festivales, organizaciones comunitarias, etc. La religión no desaparece en estas generaciones, pero sí se transforma.

     Guadalupe Martínez[13] afirma que las costumbres de su pueblo son supersticiones, mientras da validez a diversos postulados científicos y teológico-racionales. No obstante, al profundizar en aspectos como los influjos de lo sobrenatural (los espíritus y ánimas) se mantienen explicaciones que pueden conjugar magia-religión-ciencia, sin problema alguno. Contrario a lo que explica un teórico de la causalidad modernización-secularización como Gellner (en Várguez, 2000: 134), quien dice que el poder de la religión (y obvia lo mágico) decae frente a las explicaciones científicas, lo cual deriva en una pérdida de la fe (¿en qué y por qué otra fe es sustituida?). La racionalidad de los indígenas contemporáneos citadinos, aquí citados, no suele encontrar obstáculo en afirmar que una explicación científica, teológica o mágica, en unos casos puede sobreponerse a otra, ampliarse mutuamente y en algunos más excluirse.[14] El predominio de la racionalidad científica, como lo muestra el comportamiento religioso de la mayoría de los indígenas (y mestizos y mulatos), no es absoluta. Se le considera importante y valioso, pero no es un discurso totalizador para responder a la incertidumbre cotidiana. Incluso, una mujer mestiza evangélica[15] de clase media ilustrada de la Ciudad de México puede atribuir una enfermedad en el ojo a un hechizo, cuando el médico no da en el clavo y la oración no parece indicar una sanación.

     Es digno de atención que muchas de las mejores y más profundas conversaciones con mis interlocutores se han presentado una vez que he apagado la grabadora y el ambiente parece distenderse. De allí salen conversaciones sobre espíritus, sueños, milagros y otras realidades que no aparecen en la entrevista frente a la grabadora. En la grabadora aparece la versión, generalmente conservadora y muy evangélica de la conversión, la vida nueva, hasta cierto punto, la pretensión por la ortodoxia. Pero en el otro lado de la conversación, la racionalidad teológica de orden moderno se difumina, y aparece ese otro mundo soslayado por la gente de la academia, o como me miran a mí, el universitario potencialmente incrédulo de sus aseveraciones. Cipriana Quispe[16] me relataba sus sueños en un cerro muy alto que se elevaba hasta más allá de las nubes y veía los cielos nuevos donde está Dios, pero no podía verlo. En ese cerro había manantiales, árboles, el mundo andino de la sierra estaba contenido en él, a la vez que se manifestaba el mundo cristiano. “¿Qué será?” me preguntaban ella, su hijo y su nuera. No sé si esperaban respuesta o no, por lo que no respondí y me dijeron “hemos visto maravillas y cosas terribles también, pero eso queda para otra conversación”. Los cerros, para los andinos como para muchos otros pueblos, son sitios especiales para la manifestación de lo divino y los manantiales son la fuente de vida. El cristianismo es el vínculo, quizás intermedio, entre un mundo de lo “no visto” y lo palpable, la racionalidad andina y la occidental. En esta situación, incluso una grabadora aparece como el aparato tecnológico para la formalidad, para el “deber ser” del creyente evangélico, pero no para la costumbre y lo mágico, que radica en otro orden, en donde no hay una potencial vigilancia teológica.

     El cristianismo evangélico, por ejemplo, también es el mundo del aprendizaje de otra cosmovisión parcialmente compartida dentro del catolicismo que ellos conocen. Es el mundo de la lectura, pero no como medio absoluto de conocimiento, sino como vínculo con otra realidad intangible, de allí la necesidad de referir a un texto escrito desde el cual se elabora una oratoria del mundo circundante, construido desde la tradición oral. En general, el cristianismo de la mayor parte de los indígenas suele ser estricto en cuanto a los límites morales de la cotidianidad, con lo que se recrea un mundo destruido desde la Conquista y se prepara a la familia para enfrentar la precariedad multidimensional. No estoy diciendo que así lo perciben los creyentes, sino que su mundo quedó resquebrajado con sus secuelas de sumisión, alcoholismo, machismo exacerbado, etc.[17] Especialmente la ciudad que representa un reto frente a la fragmentación y la creación del individuo, en donde los hijos, con facilidad, pueden tornarse desafiantes. Los márgenes estrechos de acción que suelen proponer los padres evangélicos a sus hijos, resultan de la búsqueda de seguridad en un contexto de descomposición sociocultural. Si nos imaginamos el mítico mundo prehispánico, con el protestantismo evangélico, se estaría retornando a ese punto mítico apoyado por el Génesis y el Apocalipsis bíblicos[18]. Tomamos en consideración esta cita de León-Portilla (2017: 273) que nos recuerda aspectos que un evangélico puede considerar suyos:

    [El padre de familia] es descrito como un hombre de buen corazón (in qualli iyollo), previsión, sostén y protección de sus hijos… no sólo cría a sus hijos, atendiendo al aspecto meramente biológico; su misión principal está en enseñarlos y amonestarlos… el padre también “les pone delante un gran espejo” para que aprendan a conocerse y a hacerse dueños de sí mismos.

     El pastor Lázaro González[19] me explica que actualmente le presenta a sus hijos los aspectos positivos de su cultura, las fiestas y otros aspectos que revalorizan lo que alguna vez perdió en su conversión y que institucionalmente se niega en las iglesias evangélicas. Pero aún más, una constante en los padres de familia indígenas evangélicos es que estos se muestran muy severos en cuanto a con quien se relacionan sus hijos, limitando los contactos con los “tramposos” (o “dos caras”, no son de un solo rostro) como son los citadinos. Asimismo, los instan a estudiar duramente, a ponerse de ejemplo de lo que no quieren que sean, trabajando día y noche, sin vacaciones, anhelando un futuro estable para sus hijos que se pueden perder entre los tugurios, los vicios y las tentaciones que los alejan del Señor. Los padres, así, apelan a un poder superior a ellos mismos, a una fuente de autoridad que no permite impunidad en el ámbito familiar cristiano.[20]

     Al igual que Guamán Poma de Ayala en el siglo xvi apelaba al cristianismo de los reyes de España, para mostrar las contradicciones del sistema sociorreligioso de la época, con la finalidad de dominar el cuerpo y destruir el alma de los indios, los evangélicos de hoy suelen hacer su crítica al mundo, desde un discurso ultramundano. El anhelo de un cielo donde no hay llanto, ni dolor es más que un escapismo, es una crítica constante al sistema social vigente, pero desde el lado simbólico, pues el político parece estar perdido para los descastados. Los evangélicos sí participan en las elecciones y tanto votan por la izquierda, como por la derecha y el centro, pero no es parte central de su discurso, porque no es el eje de su vida. En su excelente estudio pionero sobre el pentecostalismo chileno, Lalive d’Epinay (1968) habla de la “huelga social del creyente”, tomando como referencia particular a Weber, con el que buscó contrastar su objeto de estudio. En mi percepción, expresa magistralmente el rechazo pentecostal por el “mundo” como el lugar de miseria y sufrimiento para las mayorías, un sitio de decepción permanente (Ibíd., 158), pero cuando menciona que el grupo niega la individualidad del creyente, se olvida que provenientes mayormente de culturas colectivas de origen campesino, los pentecostales se orientan más y encuentran un piso más firme en la formación colectiva. Este cuadro que parece opresivo para la conciencia moderna, no lo es para el indígena citadino, quien encuentra identidad y orientación en su pertenencia al grupo. La sumisión al patrón y al Estado, en una sociedad competitiva, le representan ventajas al grupo “pues en los empleos nos buscan a los cristianos porque saben que no nos quejamos, trabajamos duro y no causamos problemas”.[21] Lalive (Ibíd.) considera que la forma de acción pentecostal es característica de las sectas, siguiendo a Troeltsch, traslapa el individualismo europeo al campo latinoamericano de lo popular. El citado autor no encuentra el protestantismo clásico europeo que tiende al “progreso”, a la democracia y al bienestar económico, por eso le parece extraña esta cultura de la “hacienda”. Pero el ser colectivo no implica disidencia individual. El pastor tiene poder, pero no es absoluto sobre las conciencias —aunque la más de las veces eso quisiera—, de modo general.

     Bastian (1997) sigue a Lalive d’Epinay en la puesta a prueba de la tesis weberiana. Con ello, realiza aseveraciones muy interesantes que ponen al pentecostalismo como un “catolicismo de sustitución” y una racionalidad lejana al ideal protestante de la reforma del siglo xvi. Pero inmediatamente pasa a los juicios de valor “en la medida en que la figura del Cristo que rescatan es la del sacademonios y del milagrero” (Ibid., 193). De este modo, juzga a estos protestantismos por su poca democracia (cacicazgo) y su magia chamánica, que no encaja en los moldes sociológicos y teológicos del autor. Las prácticas económicas que suscitan son “trueques” y no una racionalidad económica basada en una ética específica. De allí en adelante, Bastian parece decepcionado del protestantismo que querría encontrar (liberal, progresista, moderno) pues no permiten “un modelo puritano de individualización y de racionalización económica” (Ibid., 202). Es decir, del análisis sociológico basado en premisas puramente eurocéntricas, al juicio de valor enmarcado en los valores del autor, como en estos casos, sólo hay un paso y los latinoamericanos hemos seguido este modelo de interpretaciones en muchas ocasiones, para lo que cabe recordar:

    El colonizado que reproduce los términos del colonizador, a pesar de replantearlos en clave local, en el simple hecho de limitar sus formas de enunciación a los conceptos y discursos impuestos en el sistema-mundo para poder ser reconocido como sujeto de enunciación, reproduce ciertos mecanismos que actúan como herramientas de codificación compleja de las diversas epistemologías y tradiciones del mundo en las jerarquías y estructuras de poder en el sistema-mundo moderno/colonial, emplazando sistemáticamente a la epistemología y tradición occidentales en la cumbre de estas jerarquías (Adlbi, 2016: 78).

     Es decir, con todo lo interesante que son las tesis weberianas, seguidas por Lalive y Bastian, nos colocan en el mundo del subdesarrollo, pues ambos autores de origen protestante europeo, no sólo analizan, sino que califican el tipo de protestantismo local y lo descalifican como ente legítimo al que sólo aciertan a calificar de sectario, pero sin querer colocarse en la comprensión (verstehen) de la acción social de Weber (1964) o de otro modo, sólo pueden comprender el mundo desde su óptica eurocéntrica con sus valores provincialmente puestos en el centro. El planteamiento abstracto universal de la sociología weberiana está diseñado para la comprensión de su sociedad, no de las sociedades fuera de su marco de comprensión. Para Weber (Ibíd.) la sociedad es moderna pues está orientada racionalmente, en tanto, la comunidad “se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes de constituir un todo (Ibíd. 33). De allí que la comprensión a lo racional (cualidad masculina de la sociedad patriarcal) sea más posible, que hacia lo afectivo (cualidad femenina de la sociedad patriarcal). La comunidad, la tradición es subalternizado pues no carece de racionalidad con arreglo a fines, lo que es tanto como decir, que puede ser irracional (instintiva, salvaje). La virtud de la tesis weberiana es que la comunidad no desaparece en lo moderno, pero sí se privatiza y lo público se vuelve lo racional por excelencia.

Indígenas evangélicos citadinos y la concepción
de una era transmoderna

Los grupos sociales en condiciones desventajosas como los aquí mencionados, no comparten el mestizaje-criollismo, guadalupanismo-marianismo, moderno integral de los grupos dominantes, por lo que desde la minoría adquieren una percepción del mundo y posición ante el mundo que refleja una lucha que ellos llaman “espiritual”. El enemigo ya no es el de enfrente, el que manifiesta el racismo y la discriminación, sino el diablo que quiere desmoralizar al creyente para lo que deben buscar fuerza en su “familia de la fe”.

     Las iglesias evangélicas, al igual que otras instituciones sociales, deben clasificarse por la clase social y el grupo(s) étnico(s) de los asistentes. La mayor parte de los indígenas asisten a pequeñas iglesias en las periferias o en las partes céntricas anómicas de las ciudades. Son pocos los que escapan a esta caracterización y está relacionado con factores como la escolaridad y profesión, así como generación migrante. En cuanto a las segundas y terceras generaciones de andinos en Lima se observa un deseo de ascender socialmente y desligarse étnicamente, por medio de la adscripción religiosa evangélica de clase media y no en las iglesias con amplios contingentes étnicos de las periferias (Ihrke-Buchroth, 2014). Los mixtecos en las periferias de la Ciudad de México no desean identificarse como indígenas, sino como citadinos modernos y primordialmente por su religión evangélica (Romer, 2009).

     En los dos casos estamos hablando de una dominación mestizofílica en la Ciudad de México y criollo-mestiza en Lima. Es la construcción del Estado-nación y la nacionalidad de la que hablamos al inicio y que manifiesta una genealogía racista que surge hace cinco siglos, pero que se transforma y se sofistica con el desarrollo de los universalismos igualitarios homogenizadores. La dominación es por color de piel, clase social y género (Gall, 2014; Nugent, 2012), a la que en este caso, se puede añadir por disidencia religiosa en algunos casos.[22]

     De allí partimos que las creencias y prácticas religiosas de los indígenas evangélicos citadinos de Lima y la Ciudad de México, se encuentran en una situación desventajosa. Pero Navarrete (2015) explica, a partir del concepto de “control cultural” desarrollado por Bonfil Batalla, que los grupos dominados, pueden hasta cierto grado, mantener la capacidad de definir su transformación, en el caso religioso, por medio del catolicismo que subordinó las cosmogonías nativas, pero no las eliminó. En este sentido, la transformación religiosa es uno de los elementos que acompañan las transformaciones sociales, políticas y culturales de adaptación de los indígenas, en donde la religión ya no es un elemento de cohesión de la vida comunitaria. En la aparición de este pluralismo y de los indicadores de alejamiento del catolicismo, en donde los indígenas en México y Perú parecen estar más dispuestos que los mestizos y mucho más que las élites, a transformar su propio panorama religioso.[23]

     A este fenómeno Parker (1993) lo denomina “religión popular”, aspecto que no es observado en su lógica interna por la mayor parte de la sociología religiosa que obedece a las explicaciones que tienen como referente el paradigma modernización-secularización o programas pastorales. Por ello, refiere la necesidad de buscar la comprensión del fenómeno desde sus lógicas internas y él considera que es la cultura popular y de allí la religión popular, una de las claves que ayudan a entender este fenómeno que, a su vez, tiene subculturas, es plural y con posibilidades amplias de ramificaciones. El autor destaca que se trata de una “producción cultural dominada, pero de ninguna manera anulada, ni totalmente sometida en su capacidad de resistencia e innovación… en la capacidad creativa del pueblo en materia religiosa” (Ibíd., 58).

     De estos planteamientos destaco la tensión permanente de la religión de los indígenas citadinos, quienes añaden y quitan de su marco de referencia elementos que en algún momento puedan impedir su sobrevivencia social, cultural y material. Es el caso de Isaac Cajero, joven mixteco que obedecía a la obligación de un pentecostalismo moralmente estricto en su comunidad de origen, pues su padre es pastor. En la Ciudad de México, a dos años de llegar a ella, no se deja de considerar cristiano, pero afirma sus raíces, especialmente frente al racismo y también como construcción de su identidad:

Yo fui a ver las fiestas de la Iglesia Católica, también quería bailar las canciones de nuestro pueblo, pero no me lo permitían mis papás porque dicen que eso está mal y mis amigos católicos me cuestionaban qué hacía yo allí, si yo era hermano. Yo estoy orgulloso de lo que soy como mixteco. Que se emborrachan o que hacen esto y lo otro, yo no sé, yo no voy por eso, sino por lo bonito que nos representa… En el trabajo sí ha habido, especialmente uno, que me dijo “indio”, “oaxaco” y otras cosas más, y yo le dije que porqué hablaba así, si yo le había faltado al respeto y le dije “sí soy indio y estoy orgulloso de mis raíces, ¿cuáles son las tuyas?”. Yo no       niego a mi familia, ni mi pueblo y si no hablo bien español, tú no hablas siquiera       otro idioma.

     Isaac se afirma como evangélico, pero el pentecostalismo de su comunidad le resultó opresivo, tanto como el catolicismo de los excesos. Los bailes y fiestas, como representaciones míticas del origen de su comunidad, le parecen algo que le dota de identidad, pero más allá del catolicismo, pues no concibe a los santos y a María como algo digno de atención. En estas tensiones, la Ciudad de México, a donde vino para estudiar danza folclórica, es un lugar de oportunidad para ajustar su creencia evangélica en donde quepan varios relatos transversales: míticos, religiosos y modernos.

     Parker (Ibíd., 46) nos sitúa aquí en la necesidad de una epistemología acorde al estudio de esta realidad religiosa que él denomina hemiderna porque no es “ni enteramente moderno, ni pre-moderno, ni mucho menos post-moderno” (Ibíd., 355). Como él demuestra, la modernización, industrialización y urbanización de las naciones latinoamericanas, no eliminaron lo religioso o lo privatizaron, sino que la religión popular es la respuesta de una heterogeneidad de actores sociales a lo “oficial”, lo ortodoxo o todo aquel contenido emanado desde el poder, que sí es considerado, pero reelaborado por los actores sociales que de alguna manera quedan fuera de las pretensiones homogeneizadoras del Estado y el mercado, coludidos con sus propios agentes religiosos. En el caso evangélico aquí estudiado, no se trata del protestantismo de la Reforma —aunque evidentemente tiene su presencia—, ni del evangelicalismo estadounidense —a pesar de todo el peso que ejerce—, sino de una práctica religiosa evangélica transmoderna (o hemiderna, al decir de Parker).

     Se presenta en contacto (y no huida) de lo moderno, retomando tradiciones que orientan su acción a la vida y construyendo horizontes utópicos, que están en tensión permanente de liberación-sumisión, colonial-descolonial, dominados-dominantes. Se trata de una realidad moderna en el sentido de su actualización permanente, pero no en el de una racionalidad cartesiana aplastante. Se apela a la ciencia cuando es oportunidad, pero se le veta cuando representa muerte. Es tradicional porque los elementos de origen mesoamericano y andino coloniales están en el fondo de las prácticas evangélicas, orientadas principalmente por lo pentecostal, pero no es una creencia que esencializa el pasado y en muchos casos, lo niega, derivando en una asimilación al mestizaje, pero de tipo indiano y no criollista. El pensamiento mágico permanece, por lo que el sentido teológico racionalista opera hasta un límite en donde los actores responden a su realidad y refuncionalizando el cristianismo para oponer las fuerzas del bien a las del mal.

     De allí la decepción de los sociólogos de la secularización; así como de los pioneros y estudiosos del protestantismo desde la óptica weberiana, Bastian y d’Epinay, por el protestantismo latinoamericano. Si con nosotros estuviera, Benito Juárez también se decepcionaría, pues entusiasmado abrió las puertas a los misioneros protestantes para que enseñaran a leer a los indios en lugar de “perder el tiempo encendiendo velas a los santos” (Damboriena, 1962: 18).  Decepcionados como los misioneros presbiterianos con los hermanos quechuas en Lima que matan un chancho para hacer fiesta después del culto y repartirlo entre sus paisanos.[24] También decepcionados como los misioneros del Instituto Lingüístico de Verano[25] que veían como su trabajo de traducción y misión se quedaba en manos de pentecostales o protestantes históricos pentecostalizados.

     La dupla modernidad/tradición es una representación jerárquica de valores en la cual los evangélicos indígenas citadinos de Lima y la Ciudad de México, son asignados por quien ejerce el poder epistemológico, prácticamente del lado de la tradición, debido a su condición de oralidad. El proyecto progresista de la sociología de la religión es también una teoría-programa de lo que debería ser el protestantismo como panorama político-social, de un modelo de progreso y desarrollo, y no es. Es el paradigma racista de la colonialidad que Adlbi (Ibíd., 94) denomina “colonialidad epistemológico-conceptual y espacio-temporal, junto con las colonialidades del poder, del saber y del ser” que anula las perspectivas del ser que es el otro de Occidente.

     Pero la realidad del sujeto transmoderno (esto es, colonizado, ignorado, despreciado, negado) es que se trata de “una identidad en proceso” (Dussel, 2005), de una exterioridad para Occidente y en contacto de 500 años con la Modernidad (contingente en la Reforma Protestante y la Conquista de América). Este sujeto toma los aspectos positivos de la modernidad y el protestantismo, pero los alterna con otros saberes mágico-religiosos-científicos, por lo que dialoga, es abierto, y puede llegar a ser plenamente intecultural. En ocasiones presenta rostros calificados de fundamentalistas, pero hay que leer la cerrazón desde grupos sin poder político, social y religioso, no como un fascismo de mayorías nacionalistas. Los aspectos negativos, en términos sociales, que llegan a presentar estos grupos son la búsqueda de una afirmación que les fue negada. Si es necesario, se mestizarán o reetnizarán; habrá más conversiones a este protestantismo evangélico que en las condiciones de la ciudad, les permite una elasticidad de saberes, que lentamente van brotando y un día, quizás, por los indicios que vislumbramos en nuestros hallazgos, serán teología indígena evangélica quechua o aymara, nahua o zapoteca en un diálogo de fondo desde el pluri-verso transmoderno.

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Entrevistas y conversaciones

Cipriana Quispe, quechua, femenino, Lima, 24 de octubre de 2015.

Eugenio Aquino, mixteco, masculino, 11 de febrero de 2016.

Francisco Hualparimacci, quechua, masculino, Lima, 3 de junio de 2015.

Gerson Flores, zapoteco, masculino, Ciudad de México, 22 de febrero de 2017.

Guadalupe Martínez, nahua, masculino, Ciudad de México, 11 de julio de 2017.

Herminia Huaccaicachacc, quechua, femenino, Lima, 15 de noviembre de 2015.

Isaac Cajero, mixteco, masculino, Ciudad de México, 13 de febrero de 2017.

Joaquín Lazo, mixteco, masculino, Ciudad de México, 13 de febrero de 2011.

Juan Huancolucco, quechua, masculino, Lima, 18 de septiembre de 2015.

Lázaro González, zapoteco, masculino, Ciudad de México, 7 de abril de 2017.

Miluska Palomino, quechua-mestiza, femenino, Lima, 2 de mayo de 2015.

Norma Juárez Loayza, quechua, femenino, Lima, 24 de octubre de 2015.

Roberto Quispe, quechua, masculino, Lima, 23 de marzo de 2015.



[1] En el caso peruano, se ha trabajado la transformación del indígena campesino andino en cholo, o lo que se denominó “proceso de cholificación” (Bourricaud, 1970; Quijano, 1980), como la conformación de un nuevo grupo étnico que no es indígena, ni mestizo, pero tendía al mestizaje sociocultural. En fechas más recientes, De la Cadena (2004) ha demostrado como en algunas ocasiones el cholo-mestizo, es una manera de preservar las cualidades étnicas del grupo social, intercambiando aspectos que impiden el ascenso social. Oehmichen (2005) realiza un recorrido para el caso mexicano en donde muestra cómo de los estudios de clase social y marginados al estudio de grupos étnicos particulares, dando cuenta de los cambios metodológicos y del contexto de los indígenas urbanos.

[2] Los pentecostales aquí considerados son de tipo tradicional, es decir, obedecen a lógicas comunitarias con valores afines a la austeridad y al ascetismo, al contrario de las nuevas iglesias pentecostales o neopentecostales cuya lógica obedece más a las reglas del mercado, pero es donde poco se acercan las primeras generaciones de migrantes indígenas, tanto en la Ciudad de México como en Lima.

[3] Tal como Hobsbawn (2003) menciona, de la modernidad surgen sus propias “tradiciones inventadas”. Pero el autor distingue entre “tradición” y “costumbre”, que para fines analíticos, la primera pertenece a sociedades modernas y la segunda a sociedades tradicionales. Éstas se manifiestan principalmente en los nacionalismos y por extensión, en la pretendida homogenización de los proyectos nacionales. Esta noción de modernidad subordina a todos los rincones del mundo que se periferizan, a partir del dominio de la racionalidad occidental y las naciones periféricas aceptan esta noción “subdesarrollada” del mundo, que tiene en las naciones dominantes, su eje de acción. Las naciones subdesarrolladas mantienen relaciones sociales fundamentadas principalmente en la tradición, en tanto las metrópolis predomina lo moderno. El binomio modernidad representa cambio continuo y tradición permanencia en el pasado (Pozas, 2006).

[4] Aquí no hablamos del mestizo en abstracto, sino del mestizo blanqueado al tipo del negro de Fanon (1973: 189): “El negro quiere ser como el blanco. Para el negro sólo hay un destino. Y es un destino blanco. El negro, hace de esto mucho tiempo, admitió la superioridad indiscutible del blanco, y todos sus esfuerzos tienden a realizar una existencia blanca”. En el caso mestizo, comenzamos con el color de piel, pero es también un asunto étnico, tanto como epistemológico. Como alguien ha dicho, si ser indio pudiera imbuir un prestigio generalizado, nadie querría dejar de ser indio; pero no lo es. El mestizo blanqueado es el indio desindianizado de Bonfil Batalla (1990) que debe abandonar sus precedentes étnicos particulares para participar de la modernidad a medias de México, alcanzar una posición de clase decente y si fuera posible, dirigir con la clase dirigente el proyecto civilizatorio occidentalocéntrico.

[5] En este artículo no voy a detenerme mucho en el concepto de religión que sugiere un fenómeno surgido, en su forma actual, a partir de Constantino y teniendo como referencia al cristianismo institucional. Pero cabe recordar la línea evolutiva trazada por Weber (2004), entre otros, que parte de la magia a la religión y de ésta a la ciencia, en donde el protestantismo sería la religión y forma de conocimiento más acorde a las estructuras de la modernidad y el liberalismo económico.

[6] Cuando entré a la Facultad de Sociología en 1997, en la Universidad Veracruzana, tuve otros tres compañeros protestantes, a quienes el profesor nos preguntó qué es lo que caracterizaba a nuestro grupo social. Todos no supimos qué responder, pues no sabíamos si existía algo en particular que nos integrara. El profesor, siguiendo a Weber, dijo que la “ética del trabajo”, la laboriosidad. Sí habíamos escuchado que así como algunos evangélicos los rechazaban del trabajo por su religión, también había otros que los querían porque “no ocasionan problemas y trabajan duro sin quejarse”. No creo que haya sido esto a lo que se refería el profesor, pues el protestantismo que él había leído estaba muy lejos de la “ética del trabajo” de sumisión y en condiciones de minoría que nosotros conocíamos.

[7] Que incluyen a mestizos mesoamericanos y cholos andinos. Las fronteras entre indígena y mestizo, en ocasiones, pueden ser bastante fluidas y borrosas, por lo que pueden no ser mutuamente excluyentes.

[8] Uno de los primeros efectos del liberalismo en México.

[9] Mixteco y miembro de la Luz del Mundo, que algunos no consideran pentecostal, aunque sus orígenes y lógicas de acción obedecen a una pentecostalidad (Campos, 1997) y puede tener contraste en otros casos.

[10] Quechua de la Iglesia Presbiteriana San Luis.

[11] De origen bautista y presbiteriana, con varios rasgos rituales de pentecostalización y morales del pietismo evangélico.

[12] Festividad del día de San Juan, secularizada primero por Leguía (1930) como día del indio y renombrada como día del campesino por el gobierno de Velasco Alvarado (1969). En realidad, ya no tienen un excedente de producción, pues sólo en pocos casos mantienen un trabajo agrícola temporal, pero disponen una cantidad generosa de sus ingresos para comprar algo, sea perecedero o no, para donarlo (información proporcionada por Francisco Hualparimacci, Juan Huancolucco, Herminia Huaccaicachacc y Roberto Quispe).

[13] Nahua de la Iglesia Presbiteriana.

[14] En el caso mesoamericano, Navarrete (2015: 42) lo atribuye al dualismo complementario como lógica de articulación de elementos religiosos exógenos al propio y cuya lógica, dice, jugó un papel importante en la Conquista, al absorber contenidos del dominador, pero sin eliminar los previos, más bien ampliándolos.

[15] Notas de campo, 7 de junio de 2017. Se trata de una profesora egresada del Tecnológico de Monterrey, México.

[16] Quechua de la Iglesia Presbiteriana de San Luis.

[17] Al respecto del machismo entre mestizos e indígenas colombianos urbanos y rurales en su tránsito a la religión evangélica y como se matiza hasta cierto punto, se encuentra el texto de Brusco (1995). En este brinda un análisis que presenta la conversión como un elemento ideológico más potente para contrarrestar numerosos efectos del machismo que los movimientos políticos y feministas, sin eliminarlo del todo.

[18] Sería el caso de Eugenio Aquino (mixteco) o Francisco Hualparimacci (quechua), pero no los únicos. En general, predomina la idea de que hubo una vez un mundo mejor, antes de los españoles.

[19] Zapoteco de los Valles Centrales.

[20] Gerson Flores, zapoteco, por ejemplo, explica que para su mamá los paisanos del Istmo de Tehuantepec son de confianza, mientras que de los otros, no te puedes fiar.

[21] Relato común escuchado en diversas iglesias evangélicas, tanto en el ámbito urbano como en el rural.

[22] De acuerdo a Conapred (2012), en la Ciudad de México, el 18.6%  se ha sentido vulnerado en sus derechos por su creencia religiosa, especialmente en aquellos con baja escolaridad y bajo nivel socioeconómico.

[23] De acuerdo a los datos censales de ambos países (elaboración propia en tesis de doctorado en Estudios Latinoamericanos por la unam, actualmente en borrador).

[24] Información de Miluska Palomino.

[25] Racionalistas occidentales que tuvieron que operar al nivel de las “supersticiones” a decir de Stoll y solicitar el auxilio de pentecostales moderados y carismáticos, especialmente en Perú (1985). Como ejemplo, en una comunidad nahua de México, Vázquez (2010) reseña como el trabajo del ILV quedó en manos pentecostales, desde donde las iglesias se han dividido en múltiples orientaciones que trascienden lo evangélico.