La domesticación del jaguar.
Aproximación al cambio ontológico desde la
danza de tecuan
Juan José Atilano Flores
Doctor en Antropología Social. Profesor de asignatura de la Escuela
Nacional de
Antropología e Historia (ENAH), Ciudad de México;
correo
electrónico: atilanojjf@yahoo.com.mx
Recibido el 11 de junio de 2020; aceptado el
31 de enero de 2021
Resumen: Basado en datos etnográficos de los mixtecos de la Montaña
y los mestizos rancheros de la Tierra Caliente de Guerrero,
sobre la danza de tecuan,
en el
presente artículo se propone una reinterpretación del significado
de la danza. Sin desconocer los aportes de los trabajos realizados por Horcasitas y Elfego Adán, entre otros, propongo que el significado de la danza de tecuan puede
inscribirse en la dualidad salvaje/domesticado, dicotomía que en nuestra opinión constituye un principio
de clasificación de los elementos
musicales de la
danza y las fiestas de petición de
lluvias.
Palabras
clave:
mixtecos,
rancheros, domesticado, salvaje.
The domestication of the jaguar Approach to ontological change
from the dance of tecuan
Abstract: Based on ethnographic data of the Mixtecos de la Montaña and the ranchers
of Tierra Caliente de Guerrero, on the dance of tecuan, this article proposes a reinterpretation
of the meaning of dance.
Without ignoring the contributions of the works carried out by Horcasitas and Elfego Adán, among others, I propose
that the meaning
of the tecuan dance can be inscribed
in
the wild/domesticated duality, a dichotomy that in our opinion constitutes a principle of classification of the musical elements
of the dance and the parties of request
of rains.
Key words: mixtecs, ranchers, domesticated, wild.
En memoria de
Javier
Gutiérrez Sánchez. Buen viaje al “mundo otro” querido
amigo y colega.
¿Acaso nos dirás cómo se habita
allá?
Planteamiento
La figura del
jaguar en Mesoamérica reviste una importancia fundamental. Ella se encuentra asociada
a la creación del cosmos, a las concepciones de cuerpo,
al poder político y militar y, desde luego, a las antiguas expresiones estéticas en la
cerámica, la lapidaria, la escultura, la música y la danza. El presente artículo propone una lectura de la transformación en las relaciones del hombre con el
felino, a partir del proceso de evangelización colonial. Basado en información documental y etnográfica planteo que el jaguar transitó por un proceso
de domesticación o pacificación, con la introducción de las ideas teológicas
cristianas coloniales. A manera de hipótesis
sostenemos
que
la
antigua
asociación del jaguar con el poder de los tlatoani, la guerra y Tezcatlipoca,
así como la riqueza depositada en el
corazón del monte, con la evangelización
se reconfiguró sobre la base de una teología cristiana
que ordena el mundo sobre
los principios de lo domesticado y lo salvaje.
Esta dicotomía opera como un nuevo ordenador de las cosas
del mundo y transforma el
lugar del jaguar en las cosmovisiones contemporáneas de los rancheros mestizos
de Ajuchitlán en la región de Tierra Caliente, así como
también entre los mixtecos de Cahuatache, en la Montaña de Guerrero,
México. Las evidencias etnográficas y
coloniales sobre la relación del jaguar con el
ganado y los santos católicos, en especial, con San Marcos, me llevan a sostener
que el felino transitó de un estatus de casi dios a otro de ayudante
de los santos. De la misma manera, planteo que la pacificación del jaguar trae aparejado
una separación en las músicas
rituales en la petición de lluvias que realizan los mixtecos, de tal suerte que, los sones de pito y tambor
de la danza de tecuan
corresponderían al ámbito del monte, mientras que la música de alientos correspondería al espacio de las capillas en
los barrios en Cahuatache.
Para documentar esta idea utilizo como unidad de análisis la danza de tecuan,
misma que analizo desde la perspectiva teórica de las ontologías animista, analogista y naturalista
propuestas por Philippe Descola,
en su obra Más allá de naturaleza y cultura
([2005] 2012). Las formas de identificación entre humanos y no-humanos
que definen la distribución de las cualidades
del ser en estas ontologías, en asociación de las formas de relación como la protección,
el intercambio y la depredación, en el caso mixteco, me llevan a proponer que la danza
de tecuan practicada por este pueblo indígena, es una evidencia del proceso de transformación
ontológica.
Con base en la crítica que realiza Bruno Latour,
a la imposición de la dicotomía cultura / naturaleza en su libro Nunca fuimos modernos: ensayo de antropología simétrica
([1991] 2007), y en la que presenta
como alternativa epistemológica la separación
humanos/no-humanos, así
como la ontología como principios universales
a toda sociedad, Descola desarrolla
cuatro modelos que se distribuyen en el orbe: el totemismo que se distingue por la semejanza de las interioridades y las fisicalidades entre humanos y no-humanos; el animismo, cuyo
rasgo distintivo es la identidad en
la interioridad y la alteridad en la fisicalidad de los existentes; el analogismo donde
priva la diferencia en todos los existentes y finalmente el naturalismo en el que se presenta
la continuidad en
la fisicalidad
y la
diferencia en la interioridad entre humanos y no-humanos
(Descola, [2005] 2012, p. 190).
Desde la perspectiva de Descola estas ontologías pueden
transformarse o mostrar una plasticidad
de acuerdo con las maneras de
relación que dominan la interacción entre los existentes, así en el animismo la relación dominante
sería la de intercambio y depredación, mientras que en el analogismo el don y
la protección serían las maneras de relación por excelencia
(Descola, [2005] 2012, pp. 446, 447).
Asumimos en nuestro análisis
que el proceso de pacificación del jaguar y su transición a un ayudante de los santos, constituye un elemento que ilustra
este proceso de cambio ontológico. Para argumentar
mi planteamiento, en primer lugar expongo las
ideas más relevantes sobre
el estatus del
jaguar en las sociedades antiguas,
su relación con las deidades prehispánicas como Tezcatlipoca, su asociación con la guerra y el poder político de los señores mixtecos y tlatoani, algunos
aspectos vinculados con la concepción de cuerpo, como las manifestaciones de nahualismo, donde el felino constituye un alter ego de magos
y gobernantes.
En el segundo
apartado se desarrolla un estado
de la cuestión sobre los estudios de la danza de tecuan y otras asociadas a la ganadería, ello me permiten
realizar una síntesis de las líneas de análisis y los problemas de los que se
han ocupado los especialistas en el tema. En tercer lugar, planteo
una propuesta para el análisis de la danza y su música desde de la dicotomía
domesticado/ salvaje.
En el cuarto apartado,
explico las evidencias mitológicas sobre la danza que me permite argumentar
el proceso de domesticación del jaguar y, finalmente
me ocupo de analizar cómo es que esta dicotomía de lo salvaje y lo domesticado, derivada del
proceso de evangelización funciona
como un principio de
clasificación de las músicas que se ejecutan
tanto en la danza como en las capillas mixtecas en los rituales de
petición de lluvias.
El jaguar: la guerra y el poder
Los estudios
etnohistóricos sobre el jaguar permiten afirmar que este animal fue una figura central en el manejo del poder político
y
militar
entre
los
antiguos nahuas y
mixtecos. Esta relación también
se documenta en las
crónicas coloniales por Sahagún, quien señalaba que el felino era considerado un príncipe de los animales, “tenía una mirada aguda que le permitía ver
en la oscuridad y que podía hipnotizar
a sus potenciales víctimas (Castillo
y Berrocal, 2013, pp. 26-27).
Eduard Seler ([1909-1910] 2008), señaló durante la primera
década
del
siglo XX que para los mexicanos el jaguar era un animal fuerte y valiente, el compañero del águila: Quauhtli-ocelot o “águila jaguar”.
Este nombre se aplicaba
a los guerreros valientes.
Pero también el jaguar era el representante de la oscuridad y de la tierra, el animal
que durante un eclipse solar devoró al Sol. Así
el felino es el décimo cuarto de los
20 signos de los días y su imagen
es Tlacoteotl,
la diosa de la luna (Seler,
[1909-1010, 2004] 2008, p. 33).
La asociación del jaguar con los signos
calendáricos lo relaciona también con el dios de las cuevas
Tepeyollotli, representante del oeste, del sol poniente, cuyo signo es el
felino. Tezcatlipoca, el dios de la guerra
mexica, el nocturno hechicero
se personifica también
en jaguar, por ello, el décimo cuarto día es
ocelotl, “jaguar”,
signo tepeyolloquani, “hechicero” (Seler,
[1909-1010, 2004] 2008, p.
34) (Figura 1 y Figura 2).
Figura 1. Tepeyollotli, dios mexica de las cuevas,
Seler ([1909-1910, 2004] 2008, p. 33)
Figura
2. Tezcatlipoca
herido por una lanza de Venus (Seler, [1909-1910, 2004] 2008, p. 34)
La creencia en
el nahual jaguar
que compartieron desde el
Preclásico distintos
pueblos mesoamericanos,
entre ellos los
toltecas, mexicas
y mixtecos, otorga al jaguar un poder asemejado al de un dios, es un signo de poder. Entre los mexicas
se consideraba que en la creación del mundo, durante
el primer Sol, Tezcatlipoca tomó un gigantesco tigre y lo colocó en el firmamento, así fue creada
la vida en el universo. En esta época la tierra era habitada por gigantes,
los quinametzin que murieron porque enormes
jaguares saltaron sobre el sol y lo devoraron. Esta primera época
fue denominada Sol de
tigre. Por esta razón
el jaguar es considerado el nahual de Tezcatlipoca, dios de la noche, la muerte y la guerra (Castillo y Berrocal, 2013, pp. 24-25).
El alter ego de jaguar
era también propio a los tlatoani, los señores
caciques mixtecos y a los guerreros mexica. Algunos hombres importantes como el gobernante de Coyoacán Tztzumatzin fue
señalado en las crónicas
coloniales como un tlatoani
nahual de jaguar
(López, 2004, p. 23) y en el caso mixteco
se puede señalar al señor 8 Venado Garra de Jaguar, quien aparece en el Códice Nuttall ataviado con un traje
de jaguar, o quizá
personificado en su alter ego
felino, durante su entronización,
junto
al
Señor
3
Zopilote, zapoteco de Zaachila (Figura 3).
Figura 3. Reunión del Señor 3 zopilote zapoteco de Zaachila con 8 Venado Garra
de jaguar mixteco de Tilantongo. Códice Nuttall,
láminas 61, 54 y 53. La guerra en
Mesoamérica. Revista Arqueología
Mexicana, XIV(84), 51. Fotografía de Marco Antonio Pacheco/Raíces
Guilhem Olivier en su artículo “‘Corazón de la montaña’ y ‘señor del eco’. El
dios jaguar de los antiguos
mexicanos” (1998), basado
en Sahagún, refiere que la creencia en la capacidad de transformarse en jaguar
era una atribución de los brujos llamados nonotzaleque pixeque y teiopachanima, pero también de los gobernantes.
En el caso de los primeros llevaban consigo la piel
del jaguar. Estos especialistas tenían la capacidad
de controlar la lluvia y el granizo y tenían dotes para
adquirir la riqueza y el conocimiento; una práctica común era que estos hombres
se reunieran por la noche en las cuevas y después de haberse vestido con la piel del felino se transformaran en jaguar para realizar actos de
rapiña. Estas prácticas de los antiguos magos o brujos generaron
sentimientos de miedo en la población,
pero también el reconocimiento de su capacidad para controlar la lluvia
y los fenómenos meteorológicos (Olivier, 1998, p.
121).
Si los especialistas rituales poseían un nahual de jaguar, los tlatoani eran preparados
para afrontar las dificultades
políticas, Olivier refiere
la práctica de consumir un caldo de carne de jaguar para adquirir las cualidades de valentía del felino y obtener honores. El felino era atribuido como nahualli de los
nacidos bajo el signo de ocelotl y a los niños nobles
nacidos bajo el signo de ce quiáuitl, “1 lluvia” (Olivier, 1998, p. 126).
El jaguar dios del origen del universo, señor de la oscuridad, dueño de los animales
del monte, alter ego de Tezcatlipoca,
así como de tlatoanis y de guerreros, sería
también el corazón del cerro,
controlador de los fenómenos meteorológicos. Su asociación con la tierra y
la lluvia se desprende
de la analogía que se construye entre su rugido, el rayo y el eco o voz de la tierra
producida en los eventos telúricos. Guilhem advierte las múltiples
relaciones del jaguar con el panteón de los antiguos mexicanos; en
primera instancia su asociación con el inframundo, el lugar de los mantenimientos, la lluvia y Tláloc se origina en el sacrificio de un jaguar
rojo efectuado por los totolimpanecas
que provocó un trueno anunciador de la lluvia, así como en los
poderes de los olmecas, poseedores
del nahual de la fiera que
viajaba al interior de las nubes (Chilapahin,
en Olivier, 1998, p. 106).
Asimismo, la relación entre Tláloc y el felino, para la época Posclásica, se encuentra documentada en el Códice Selden, que muestra un personaje vestido con una piel de jaguar frente a una cueva en la que se encuentra una máscara de Tláloc (Olivier, 1998, p.
112).
El vínculo del jaguar con la tierra y la lluvia deriva así, en una atribución
de fertilidad y sexualidad que se decanta
en las figura de Tlazoltéotl, diosa
de la tierra y del placer sexual,
deidad patrona del signo del día ocelotl y en Tezcatlipoca a quien se le atribuía el polvo de la basura o el pecado sexual (Olivier,
1998, p. 215).
Los datos etnohistóricos hasta aquí expuestos
resultan suficientes para afirmar que en la antigua
cosmovisión mesoamericana el jaguar constituía un símbolo de poder, un animal que podía controlar los destinos del hombre, no sólo por su capacidad de manejar la
lluvia y el corazón de la tierra, sino también por el vínculo que el jaguar mantiene con la especie humana a partir de ser el
alter ego de militares, gobernantes y especialistas rituales. Más aún, la atribución de cualidades
del ser del
jaguar, por parte
de los olmecas, mexicanos
y mixtecos, expresa en sus
maneras de relación un intercambio de cualidades y de perspectivas, entre humanos y el jaguar, así parece demostrarlo ciertas prácticas como el nahualismo y el
consumo de caldo de carne del felino.
Pero más allá de este
planteamiento, el hecho relevante es que la relación entre humanos y jaguar demuestra
un orden de las cosas del mundo en la que los humanos y la naturaleza muestran una continuidad, comparte un
mismo devenir, pues no hay una separación ontológica entre el colectivo humano
y el no-humano. En este estado de
cosas el contacto con el pensamiento renacentista colonial español, de filiación
cristiana impondría a los pueblos conquistados un nuevo
principio ontológico, expresado en el
génesis, que invierte la ecuación de las relaciones horizontales entre hombres
y naturaleza; el designio divido que establece el derecho del hombre para que se sirva de animales, plantas y frutos, genera un elemento
vertical en las relaciones. Al mismo tiempo la imposición del
cristianismo va aparejada
a una demonización de todas
las prácticas nativas,
la visión de recuperar a los nativos del control ejercido por el diablo
se decanta en la persecución de las figuras
que en el pasado detentaron el poder.
Muy pronto tlatoanis, sacerdotes y militares se identificarían
como los emisarios del diablo y sus
creencias en torno al nahualismo y a
la ritualidad agrícola, serán vistas
como manifestaciones de brujería. La
conversión
religiosa supone entonces, una lucha entre el mundo racional
cristiano asociado al Dios
y el
bien, en oposición
al mundo pagano nativo controlado por el demonio
y sus emisarios. Esta
dicotomía es análoga a lo domesticado y lo salvaje, pues con la introducción de nuevas actividades
productivas como la ganadería
extensiva se extenderían los conceptos de domesticación (pacificación) y sin duda, el de propiedad.
De acuerdo
con este orden de ideas me parece que la danza de tecuanes y aquellas asociadas a la ganadería constituyen unidades de análisis en las que podemos
desentrañar las características de este proceso de transformación ontológica, cuya proyección
llega hasta nuestros
días. El mundo del jaguar habría de transformarse, transitaría de su estatus
de dueño y señor del monte
al de un ayudante de los santos
católicos. Al respecto de esta idea
López Austin ha señalado
que los santos hoy cumplen una función protectora de
los pueblos, análoga a la que en
el pasado cumplían los jaguares guardianes de los pueblos y las milpas (López Austin en Olivier, 1998, p. 423).
En el siguiente
apartado veremos cómo
los análisis sobre
la danza de tecuan siguen los vértices de los antiguos
significados atribuidos al jaguar,
aquellos que se asocian al corazón del cerro, y la fertilidad; otros visualizan en la danza antiguas
reminiscencias del nahualismo prehispánico y una expresión
de resistencia étnica. La revisión
del estado de la cuestión
me lleva a proponer un análisis de la danza desde la
perspectiva de lo domesticado y lo salvaje, apoyando
mi interpretación en evidencias
míticas proporcionadas por los mixtecos.
La danza de tecuan
y la escenificación de lo salvaje y
lo domesticado
El estudio sobre la danza del tecuanes en Guerrero reviste una larga tradición intelectual, desarrollada
principalmente por antropólogos y etnomusicólogos. Los trabajos pioneros
sobre el tema
se remontan a
la primera década
del siglo XX, entre ellos podemos referir los realizados por Elfego Adán
(1910), Spratling (1932),
Guerrero (1945), Hendrichs (1945), Vázquez de Santa Ana (1940-1953) y Horcasitas (1980),
que centraron su atención
en rescatar las relaciones y diálogos de la danza de tecuanes del tipo Cuatetelco, además de dilucidar su origen olmeca.
En este aspecto, las descripciones de Herrera (2002)
y Díaz Vásquez (2003), sobre las variantes
dancísticas de tlacololeros y tigres o las
de Villela (2005) y Ortiz (2006), se
centran en analizar sus aspectos
simbólicos o teatrales, vinculados a rituales
propiciatorios, en especial,
los relacionados con la
petición de lluvias y la fertilidad.
En todos ellos
el denominador común
es asumir que
la presencia del tecuan —del
náhuatl: “que come gente”— análogo a ocelote o
jaguar, muestra
una continuidad histórica desde las antiguas
fiestas prehispánicas dedicadas a la deidad del plano terrestre,
Xipe Tótec, “señor
de los desollados” entre los mexicas y los actuales rituales agrícolas practicados por nahuas, mixtecos y tlapanecos, durante
los meses de abril y mayo dedicados a San Marcos y a la Santa Cruz, para solicitarles un buen temporal de lluvias. Autores
como Horcasitas sostienen que el origen de las danzas de tecuan tiene una raíz prehispánica, pues no existen evidencias
documentales que la vinculen al teatro evangelizador
de los misioneros del siglo XVI, ni existe
en ella referencias al Dios
cristiano ni a la Virgen y los Santos, salvo
el acto de persignarse de los danzantes al terminar su participación en la representación de la cacería
del tigre (Horcasitas, 1980, pp. 251-252).
En este aspecto,
Díaz Vásquez y Villela han sostenido que las distintas variantes de danza
en las que
tiene presencia el felino,
a saber tecuanes, tlacololeros, lobitos y pelea de tigres, constituyen campos semánticos de significación relacionados con la propiciación de la lluvia.
Así Díaz refiere
que el atronar en el aire del chicote de los tlacololeros significa la imitación de los truenos
y relámpagos que auguran buenas cosechas mientras que para el caso del derramamiento de sangre en la pelea de tigres
o porrazo, sin ser una danza, representa ofrendar a los vientos que atraen a las nubes y el agua para fertilizar
la tierra y a la mujer con buenas semillas (Díaz, en Ortiz, 2006, p. 96). En tanto que Villela, con base en los datos arqueológicos y etnohistóricos, señala
que el jaguar o tigre constituye
un símbolo de fertilidad en los rituales agrícolas, pues
se encuentra vinculado a la oscuridad, las cuevas y
el tepeyotl o corazón
del cerro, fuente de agua y vida (Villela, 2005, pp. 11, 17, 21).
Si bien los estudios clasificatorios y simbolistas sobre la danza de tecuan aportan
una importante cantidad de información al respecto de los argumentos de la danza, sus diálogos, su exégesis agrícola
asociada a la lluvia y al maíz. En
las siguientes líneas me refiero a
la danza desde una perspectiva poco
trabajada, es decir, al estudio
de la danza como evidencia de una transformación ontológica propiciada por el proceso
de evangelización colonial.
El análisis de dicha transformación implica explorar las evidencias
en torno a rasgos como el
nahualismo y su relación con el poder decantados de manera sutil en la danza de tecuanes.
En este sentido, se puede demostrar que la danza de
tecuan puede ser analizada desde la dicotomía
de lo domesticado y lo salvaje
introducido por la teología cristiana
en la época colonial, y que
funciona como un principio
de clasificación de las músicas que acompañan esta danza, en especial, los sones de pito y tambor, en oposición a los repertorios de
música de alientos que acompañan a los santos católicos.
Los vestigios del nahualismo y el poder en
el tecuan
Una
contribución al estudio de la danza de tecuan ha sido la
de Óscar Cortés Palma
(2015), quien realiza
un análisis más
amplio sobre la
presencia del jaguar en las danzas practicadas en los pueblos
de Morelos, Estado de México
y Guerrero. Su comparativa de las distintas variantes de tecuan, tlacoloeros y vaqueros
lo lleva a señalar
que el origen de la danza es colonial, pues su argumento se encuentra asociado
a
la
ganadería y las haciendas. Desde esta perspectiva señala que la danza de tecuan es una reinvención de aquella denominada tlacololeros,
su argumento es que los personajes son prácticamente
idénticos en una y otra danza, además de que comparten diálogos similares:
Tecuanes:
Vamos, vamos compañeros ya es hora de trabajar por
esos montes y cerros. Busquemos ese animal, porque todo el vecindario ya se ha venido a quejar
de todas sus fechorías de esta fiera de
satán. Este es el tigre afamado
que bajó de las
trincheras. Gran susto les vino a dar a todas las lavanderas (Cortés,
2015, p. 80).
Tlacololeros:
Vamos, vamos compañeros que es hora de trabajar por esos montes y cerros a buscar ese animal. Granjeros
y fabricantes me han venido a suplicar que les ha roto los cueros, les ha tirado el “mezca” (sic) y no nos deja trabajar. Ese es el tigre afamado Maizo, que bajó de aquel cerrito, gran
susto le fue apegar al señor del
tamborcito. (Cortés,
2015, p. 81).
La idea de una filiación o derivación de la danza de tlacololeros a la de
tecuanes me parece trascendente, ya que no sólo comparte
al tigre como figura central, además
la música de pito y tambor son compartidas
por estas danzas, pero quizá
más significativo es el hecho de que las dos danzas
comparten un mismo campo semántico, el de la relación conflictiva entre
el animal depredador, señor del monte y los hombres, quienes
requieren controlar su territorio
para sembrar o dejar a sus ganados
pastando en él. En este sentido es que los diálogos comparados, líneas
arriba muestran dos aspectos: el primero es que la semejanza en la estructura literaria
es evidencia de la filiación
renacentista de la estructura
de los diálogos teatrales, probablemente elaborados con un sentido
evangelizador
y en segundo lugar, es evidente en ellos la oposición entre
el animal salvaje y la necesidad de
los hombres de domesticarlo o exterminarlo
para poder trabajar en el monte.
Cortés observa
en la danza de Tecuan de Cuatetelco, Morelos, un referente de la resistencia étnica que se decanta en la antigua
figura del nahual jaguar que
defiende el monte de los afanes expansionistas del hacendado. Para documentar
lo anterior cita el testimonio de un danzante quien narra lo siguiente:
En la época de las haciendas vivía muy feliz y tranquilo
en su tierra [el jaguar]
hasta que empezaron a escasear
las presas de las cuales se alimentaba, así que tuvo que buscar comida más allá del monte. Cerca de ahí había un rancho que pertenecía al hacendado más rico
de
la
región
llamado
Salvadorotzin. Este hacendado también vivía
muy cómodo con sus extensas
propiedades, pero ambicionaba más, por eso continuaba introduciéndose en el monte y a pesar de que había muchos animales
carnívoros como yaguarundíes, pumas, coyotes, lobos
y jaguares, siempre lograba ahuyentarlos o cazarlos hasta que
llegó […] uno de sus capataces, llamado
Mayeso,
quien le comentó:
Salvadorotzin, hay un animal que se está comiendo el ganado,
a los caballos y a los chivos
[…] lo llaman tecuani y dicen que es una bestia feroz
(Cortés, 2015, p. 103).
La
defensa del jaguar, es la síntesis, según la interpretación del autor,
de una memoria de resistencia ante el proceso evangelización y conversión
religiosa como la expresión
del proceso de dominación y conquista. Se encuentra en la figura
del tecuani la reminiscencia de los guerreros jaguar mexicas. En este sentido, el despojo
del monte al jaguar, por parte
del hacendado ambicioso es análoga al despojo
de las tierras de los pueblos. (Cortés, 2015, pp. 107, 110).
La figura del jaguar en la danza parece encarnar la del viejo Tezcatlipoca,
hechicero, cuyo alter ego fue el jaguar. Este nahualli es un defensor del pueblo, por ello en los testimonios recopilados por Cortés, los danzantes
refieren que, ante los abusos
del hacendado, los vecinos del pueblo consultaron a un brujo que vivía
en el monte:
Se decía que este brujo
tenía mucho conocimiento ya que sus antepasados, antes que llegaran los españoles, había sido sacerdote azteca muy poderoso, por eso era experto en el arte de curar
con hierbas. Además era un tecuani-nahualli, es decir,
tenía
poderes
para
transformarse en jaguar.
Este
brujo aceptó
ayudar a los pobladores en su lucha
contra el hacendado. Así que al caer
la noche se transformó
en un feroz
jaguar y devoró algunos
becerros. […] después
de conocer su identidad, los trabajadores de la hacienda
emprendieron la búsqueda del nahual, auxiliados de un
destacamento de soldados españoles,
con sus perros de ataque salieron en
su búsqueda, pero el hombre alcanzó a transformare
en un temible jaguar – nahual […] el felino fue alcanzado por una bala en su
lomo […] y cayó en un barranco en donde finalmente murió
(Cortés, 2015, p. 110).
Otro personaje que parece asociarse al nahual y al curandero es el risueño o “Señora Gervasia”, un ermitaño o loco que habita
en el monte, cuyo papel en
la danza parecería el de un bufón, sin embargo, su conducta burlona sobre los
acontecimientos en la cacería
del tigre se pueden interpretar como una manifestación del poder que se deposita en el monte. Así parece ratificarlo el testimonio de Florentino Solera quien acepta la posibilidad de que el tecuani es el nahual del risueño porque ambos se parecen, son libres y salvajes (Cortés,
2015, p. 128).
El tecuani, el
diablo y el ganado
En Acatlán
de Osorio, Cortés
encuentra una versión de tecuan en la que
forma
parte de los personajes: el diablo y el toro. En el caso del primero
se trata de un personaje que causa perturbación en las montañas mientras que el segundo se vincula
a la actividad agrícola, pues aparece pastando
en los campos y es molestado por el tigre
y el diablo. Sostiene el autor que
el diablo en el argumento de la danza es la representación del mal o de los pecados que tiene
la gente (Cortés, 2015, p. 132). Esta variante puede ser un indicativo del proceso de transformación escénica en la que el tecuani es homólogo al demonio o diablo
que controla el monte, por lo
tanto, en esta variante ya se mostraría un proceso de reinterpretación cristiano regido por el bien y
el mal.
En este proceso será fundamental la actividad ganadera,
pues ella constituye el referente central en la idea de domesticación,
parámetro opuesto al de la actividad
depredadora del jaguar. Esta correlación
entre lo domesticado y lo salvaje, de mal y bien se sinterizan
en las figuras del ganado y la agricultura
en oposición al monte
y sus animales que lo habitan y dominan como el jaguar.
La mayor parte de la información
que reuní sobre los diálogos de las
danzas comparten el argumento de la relación
conflictiva entre el ganado y el tigre,
pero también comparten la idea de
dominación o pacificación del felino.
En la década de 1940 en la rivera del Balsas de
Guerrero, Hendrichs, documenta la danza del tigre
y el venado o de los cuatro viejos,
en la Tierra Caliente. Observamos que la aparición del toro se encuentra asociada
a la figura del venado, más aún la idea de dominación del jaguar
es análoga a la de domar un toro,
pues esta analogía se sintetiza en las expresiones de “colear” o “torear”,
frecuentemente usadas en los diálogos de las danzas
de tecuan y vaqueros.
Como lo muestra el siguiente diálogo registrado por Hendrichs:
Te llamo para que coles (sic) tigre está dañando hacienda. Agárrenlo.
¿Qué
daño está haciendo el tigre?
Está
comiendo
ganado,
está
comiendo
chivos,
está
comiendo
borregos, está
comiendo
marranos.
¿Cuánto
va a pagar?
Te pagaré dos
docenas de pesos. Van a agarrarlo.
Van a traerlo. Muerto o vivo
vendrá (Hendrichs,
1945, p. 125).
Téllez Girón ([1938]
2010) proporciona también
un ejemplo de la danza de
toreadores recopilada en San Juan, Xiutetelco, Puebla en la que “los toreros simulan un jaripeo […] en la
danza aparece un hombre que se disfraza de tigre
que ataca a los caporales
y al toro y que al fin es muerto de un tiro de carabina (Téllez Girón, 1938, en Gottfried y Téllez Girón, 2010, p. 98). En los diálogos registrados aparece la figura de
los santos católicos
como un elemento que refuerza
la idea de transformación.
Diálogo de los
toreadores: Alabemos a María. Alabemos mi gran
Jesús Vamos mis caporalitos
Vamos con aquel
torito que está en la medianía del corral; vamos lo queremos torear en la medianía
de la plaza (Téllez Girón, 1938, en Gottfried y Téllez Girón,
2010,
p. 140).
La
presencia del ganado y los santos en
el contexto de la danza de tecuan establecen una relación
jerárquica con el jaguar. La oposición del tecuan, antiguo señor del monte con el ganado, sitúa al felino como una figura
maligna que debe ser exterminada, cuando menos en lo que se refiere al argumento de la
danza. En este contexto el felino se aleja de los significados que lo vinculaban a la guerra, al poder político
o bien a su asociación con la diosa de la tierra y
con Tláloc.
En sociedades como los rancheros de Tierra Caliente,
donde la ganadería formó parte de la formación
de
los
pueblos, a través de las cofradías, la proxemia jaguar / lluvia
parece desvanecerse y en su lugar
aparece
la
del
felino depredador de ganado.
En otros casos como el de los mixtecos de Cahuatache, en la Montaña
de Guerrero la danza mantiene este antiguo sentido propiciatorio,
pues el jaguar conserva su vínculo con las casas de la lluvia,
sin embargo, a partir del mito de
origen de la danza el tigre se subordina a los santos, en una suerte de pacificación o
domesticación.
De acuerdo con la información etnográfica
que conozco sobre la danza de
tecuan en estos dos casos sostenemos que el argumento
de la cacería del tigre tiene como
contexto la actividad predatoria del animal sobre la cría de ganado y el cultivo de plantas como el maíz. En este sentido, los repertorios y dotaciones instrumentales con los que se ofrenda a los santos —generalmente música de viento o de cuerda—,
se ubicarían en el orden de lo domesticado y racional,
mientras que los sones de flauta y tambor de la danza
de tecuanes se colocan en el extremo opuesto, ámbito
de lo salvaje por estar relacionados al antiguo dueño del monte. Dicho principio clasificador es resultado de la imposición de un orden ontológico
cristiano derivado del proceso de evangelización agustina en estas dos
regiones, el cual tenía como premisa
teológica la recuperación de hombres,
plantas y animales para el reino de Dios.
La depredación de lo domesticado
Un análisis
detenido del argumento de las danzas
de tecuanes de Ajuchitlán y Cahuatache pone de manifiesto la centralidad de la acción depredadora del tigre, sobre el trabajo
productivo del hombre. Si bien
a la llegada de los españoles, nahuas y mixtecos eran pueblos sedentarios
que habían domesticado la planta del
maíz, su relación con el entorno
ambiental se basaba en principios animistas que
establecían la continuidad de ser entre
humanos plantas y animales. Este orden de lo existente habría
de modificarse con la noción
de propiedad que introducen los peninsulares, particularmente
a partir de la
actividad ganadera. Como lo ha señalado Rosa
Brambila: “Las tradiciones occidentales se basaban
en la creencia de que los recursos
naturales son ilimitados y puestos
a su
servicio; mientras que las
poblaciones originarias
consideraban como parte de una sola
historia al hombre y a la naturaleza”, la implantación de la ganadería
y el pastoreo fundaron una nueva percepción de la naturaleza, basada en la idea de
sujeto propietario (2006, pp. 61, 62,
65).
El jaguar o tigre, antiguo
dueño de los animales del monte, situado en la
cima de la cadena alimenticia, incluso por encima
de los humanos, habría de colocarse ya no como un Dios, sino como un predador maligno, subordinado a la figura de los santos patrones, nuevos dueños del agua, el maíz y el ganado, por ello, es necesario cazar al tigre-tecuan, devorador de hombres y ganado.
Los casos de la danza de tecuan en Ajuchitlán y Cahuatache se distinguen
por tener como argumento central la caza del tigre que
depreda el ganado del
hacendado o que se mete al huerto (milpa)
del labriego y destruye sus frutos.
La versión de esta danza que recopilé
en 2011, en la cabecera de Ajuchitlán se caracteriza por la cacería del tigre
que mata a un venado y el ganado del
rancho propiedad de Salvador y su hermano Maizon; ellos contratan
los servicios de un flechero
que intenta matar al tigre, en tanto fracasa, mandan llamar a Juan Tirador, quien posee armas y parque, además de perros rastreadores con los
que logran cercar en un árbol al felino y darle
muerte.[1] Forma parte de los personajes de esta danza un médico que cura al flechero atacado por el tigre y
un chocolatero que reparte esta bebida a los cazadores. En el caso mixteco de Cahuatache aparece el dueño del huerto, compadre
del cazador con su nieto; el compadre les pide que con sus rifles y la perra, sigan el rastro de los tigres
(macho y hembra) que se
metieron al huerto y destruyeron
sus frutos. En la representación participan un grupo de 14 danzantes
ataviados con sombreros
de palma de ala ancha adornados con listones y flores
de papel que constituyen los frutos del huerto.
La danza culmina con una persecución del abuelo a los
tigres hasta que son atrapados y muertos
a tiros[2] (Figura 4).
Figura
4. Frijolero. Danza de tecuan,
Cahuatache, 2013. Fotografía: Juan José
Atilano
Tanto en
el primer caso
de raíz nahua
como en el
segundo de los mixtecos, los datos etnográficos permiten afirmar, que si bien la danza es un
acto ritual asociado a la petición de lluvias, pues danzan
tecuan el 3 de mayo
en Ajuchitlán
y el 21, 22, 23, 24 y 25 de abril en Cahuatache, la cacería de tigrevincula la acción ritual a la tensión entre domesticación de la naturaleza y la conducta depredadora del tigre, manifiesta en la destrucción del ganado y
los frutos del huerto. Dicha tensión tiene
un origen más de carácter colonial que
prehispánico, pues muestra una acción de protección al
trabajo productivo
del hombre, otro elemento que permite vincularla al proceso
evangelizador colonial es la relación de esta danza con la Santa Cruz y el Santo cocolito
en Ajuchitlán, imágenes que aparecen en la danza
despidiendo a los cazadores
con una bendición; o en el caso de Cahuatache la vinculación jerárquica de San
Marcos con los tigres, e
indicador de una
transformación ontológica, misma que impacta el sentido de la música en la danza y el ritual agrícola.
Domesticación y cambio ontológico
Si para
los
nahuas
antiguos
el
tigre constituía un Dios dueño
de
los
animales, cuya cacería
implicaba
la
transmisión
de
cualidades
físicas
o
incluso el intercambio de puntos de vista entre especies, como lo apuntan las descripciones
de Sahagún sobre
los cazadores mexicas, hombres
vistos como asesinos, llamados nonotzaleque, osados y atrevidos que se vestían con la
piel de los jaguares y sus
cabezas, asumiendo que con ello se
convertían en
fuertes y osados (Sahagún en Ortiz, 2006, p. 98); con la evangelización los principios de identidad y las maneras de relación entre el tigre y los
hombres se transformaron, colocando al felino como parte de la familia de los santos.
Si en Ajuchitlán los santos cofradiales eran dueños del ganado estableciendo una relación
de filiación y herencia
con los humanos que se adscriben a un
espacio o territorio, denominado barrio, al tiempo
que la tarea de los santos
—análogos a Dios—,
era
pacificar
a
los
animales
del
monte, entre ellos a serpientes, tigres, escorpiones y lagartos,[3] en Cahuatache, los mixtecos
consideran a San Marcos dueño de los tigres, la relación de filiación entre el
santo y los felinos está marcada en la historia
local de la danza. En este aspecto refiere Federico
Juárez, maestro
pitero que: “San Marcos era un niño huérfano
que adoptaron los tigres, era tan pequeño que el tigre se lo quería comer, pero la hembra felina lo defendió y cuando
el santo creció se convirtió en parte
de la familia y en el domador de los felinos,
por eso San Marcos (imagen de bulto),
tiene dos tigres —macho y hembra—, a sus extremos”[4] (Figura 5 y Figura 6).
Figura 5. Tigres. Danza de tecuan mixteca, Cahuatache,
2013. Fotografía: Juan José Atilano
Figura 6. Tigre con chicote.
Danza de tecuan mixteca, Cahuatache,
2013. Fotografía: Juan José Atilano
La idea de pacificación de los animales
del monte y de dominio
del tigre, son análogas al proceso de domesticación
de la naturaleza. Los santos se
convierten en los nuevos señores
del monte, dueños del ganado y de los tigres
en la danza de tecuanes.
A través de la adopción de San Marcos y del sentido
de propiedad del ganado, se introduce la idea de descendencia,
la cual es clave para comprender el tránsito, de la ontología animista
al naturalismo occidental. A partir de los casos de la América Boreal y los bordes de la Meseta
mongólica, Descola propone que la domesticación de los animales, es un rasgo distintivo del modelo ontológico analogista, el
cual se ubica a medio camino entre el animismo y el naturalismo ([2005] 2012, pp. 537-538) (Figura 7).
Figura
7. San Marcos, Cahuatache, 2014. Fotografía: Juan José
Atilano
Este tránsito ontológico implica una transformación de las maneras de relación entre
humanos y no-humano. Si en el
pensamiento precortesiano de nahuas y mixtecos dominaba
la idea de una relación
donadora con el jaguar, en tanto Dios al que se le ofrendaba, con la evangelización
se establece como principio una relación de protección implícita en su
proceso de domesticación. El tigre pasa de ser el dueño de los animales
del monte, a colocarse como un ayudante, un animal manso, parte del rebaño de
San Marcos.
En este
contexto de transformación de las maneras de identificación y de relación entre
humanos y la figura del tigre, que hemos analizado
a partir de la danza
de tecuan, es pertinente
preguntarse: ¿Qué lugar ocupa
la música? y ¿Cuál es su sentido? En el ámbito de la dicotomía salvaje / domesticado, que ha servido de eje analítico se puede proponer que los acompañamientos musicales de flauta
y tambor de la danza de tecuanes transitaron de un sentido onomatopéyico del viento, la tierra
y el rayo a otro de carácter ofertorio a los santos.
Del diálogo con la naturaleza a la ofrenda
En el ámbito de la música prehispánica el jaguar se asoció, también a la guerra y al poder. Arnd
Adje Both (2008), señala
que el felino aparece representado
como parte de las danzas y la música de una corte tocando trompetas
de caracol en los murales
de Bonampak, Chiapas. Un ejemplo son los murales
del Conjunto de los Jaguares en el Templo de los Caracoles Emplumados de Teotihuacán, donde se muestra a un felino tocando una trompeta
de caracol emplumada y una procesión de sacerdotes ataviados con trajes de jaguar (Adje, 2008, p.
28) (Figura 8). Otro ejemplo para el Posclásico son los tambores
mexicas (Huehuetl), donde el jaguar es representado en una talla de madera. El famoso huehuetl de Malinalco
muestra relieves con el símbolo
4 movimiento (nahui Ollin), asociada a Xochipilli, diosa de la música en relación con jaguares y águilas
bailando (Adje,
2008, p. 32).
Sin duda, los instrumentos
musicales constituyen una evidencia
de las relaciones del jaguar con la
música practicada por los antiguos mayas y mexicas, su función bélica y ritual se vincula con el jaguar y el
águila a través de los mitos de
creación de los tambores:
En una era, cuando en la tierra aún no existía la
música, esos instrumentos vivían como cantantes en la corte del Sol. Para dar al ser humano la oportunidad de comunicarse con los dioses Tezcatlipoca […] se puso en camino hacia el sol para
atraer a los cantantes hacia la tierra, con ayuda
de su canto ritual. Y aunque el Sol prohibió
a los cantantes que escucharan el canto
fue tan poderoso que se logró
atraerlos a la Tierra, en donde finalmente se manifestaron como tambores” (Adje,
2008, p. 37).
Figura 8. Mural del patio de los Jaguares,
Teotihuacán. Tomado
de Arqueología Mexicana, XVI(94), 32, 2008
Entre los mixtecos el jaguar se asocia
a
las
trompetas
de
caracol
y
al teponaztli.
En la iconografía de los códices Vindobonensis y Nutall, se representa
al Señor Xólotl
de Oro con coyolli, cascabeles, tocando
una trompeta de caracol en la ceremonia del nuevo sol (Figura 9). En este sentido, la
representación del lugar Qhu de la
conquista del Señor
8 venado garra
de Jaguar (1071), constituye un teponaztli decorado con grecas, sus dos percutores y una flecha que simboliza la conquista (Gómez,
2008, pp. 40, 44).
Figura
9. Señor Xólotl de Oro.
Tomado de Arqueología Mexicana,
XVI(94), 44, 2008
El sentido y significado
de los instrumentos como de la música es una
asociación directa al poder y la conquista
militar, sin embargo, el carácter ritual y su vínculo con la danza permite suponer que la práctica musical donde se encuentra presente el jaguar
constituye una imitación de los sonidos de la naturaleza, y por supuesto, de los animales. Esta práctica onomatopéyica era un medio de comunicación de los hombres
con lo sagrado. Así lo demuestra la construcción de flautas
de cerámica en la que se representa a distintos animales,
entre ellos, a felinos como el
jaguar (Adje,
2008, pp. 30-31) (Figura 10).
Figura 10. El señor 8 Venado Garra de Jaguar conquista de 1071.
Tomado
de Arqueología Mexicana, XVI (94), 40, 2008
Con el proceso
de conquista las antiguas prácticas dancísticas y musicales
se reformularon, la música y la danza se convirtieron en instrumentos de la conversión religiosa. El
carácter comunicacional, no obstante, me parece se mantuvo, aunque
el panteón de deidades se transformó o bien se subordinó a la imposición de los santos. La danza de tecuan, no es la excepción y si bien
ha sido ampliamente
estudiada, los análisis
etnomusicológicos sobre los instrumentos musicales
y sus repertorios, se
limitan a descripciones de los
instrumentos y el número de sones que
marcan los momentos de la danza. Así por ejemplo, Horcasitas refiere que entre los elementos que componen la danza
se encuentra “un músico que toca con sus instrumentos chiflete de carrizo y
un tamborcillo construido de hoja de lata y piel de animales campestres” (op. cit., 258); de igual forma Herrera, señala que “una flauta y un tambor comienzan a emitir sus sonidos para que
inicie la danza” (op. cit., 34). En tanto que Téllez describe que en la Sierra Norte de Puebla (Acatlán de Osorio y Chignahutla), la danza en sus versiones de Tecuanes o Toreros
es acompañada con violín
y se compone de ocho sones
(Téllez en Gottfried y Téllez, 2010,
pp. 81, 98).
Más allá del papel coreográfico
de la música, en tanto marcador de los
momentos dancísticos —entrada o negociación
del compadre con el abuelo,
persecución de los tigres, danza
de las hortalizas y cacería
del tigre—, mis propios datos etnográficos sobre el caso mixteco de Cahuatache permiten observar que los sones tienen un sentido contextual, mientras las notas de
flauta constituyen la voz del viento que atrae las nubes, el golpe del tambor, que
lleva el tiempo del paso dancístico
es el “llamado fuerte” que abre la puerta del
cerro para que llegue la lluvia.[5] En opinión de los principales de Cahuatache, la danza de tecuan o Ndink’aā (tigre),
tiene que pisar fuerte la tierra para que llegue la buena agua.
Hace algunos años, en la
década de 1970, existía otra danza
denominada “Macho” —con acompañamiento de violín con el que danzaban
los personajes: María y un Macho
(equino), en el cerro—, que en
opinión de los especialistas tenía mayor
fuerza para golpear la tierra y atraer el agua.[6]
Figura
11. Federico
Juárez, Pitero, Cahuatache,
2013. Fotografía: Juan José Atilano
Si tomamos de manera literal
los datos, las notas de la flauta de carrizo y
la percusión del tambor pueden ser
interpretadas como un diálogo entre los mixtecos con el viento y la tierra; mientras que la flauta llama a los vientos y los tigres
llaman al rayo con el atronar de su
látigo, los frutos (hortaliza: jitomate, frijol, maíz), tocan a la puerta del cerro para que se abra (Figura 11). Quizá por
5
6
ello, las dos comparsas de los frutos, siempre formadas en dos filas son
las que suben a danzar durante
cuatro días (21, 22, 23 y 24 de abril) a la casa
de Savi cheé o lluvia macho, mientras que los
tigres deambulan por las lomas del cerro.
La voz del
viento, el llamado a la tierra y el atronar del rayo, constituyen elementos sonoros
de la danza, cuyo contexto espacial
transita de la cumbre
de los cerros, a los atrios de las capillas barriales —Santa Cruz, La
Magdalena y Guadalupe— para cerrar el ciclo ritual el día 25 de abril en el atrio de la iglesia
de Santa Rosa de Lima, con la
procesión de los tigres que cargan la imagen
de bulto de San Marcos. Los elementos viento, rayo y tierra, cuya voz es la música
de pito y tambor se circunscriben al ámbito del monte, mientras que al término
de la danza con la muerte
de los tigres deviene la procesión,
acto ritual que se puede interpretar como una suerte de domesticación de las fieras
que cargan mansamente a su señor San Marcos.
Conforme a lo
expuesto, se puede señalar que en el
mismo proceso ritual la música, entendida como diálogo escénico con los elementos de la naturaleza, transita de una relación
horizontal de los hombres con el
monte a otra de carácter vertical con el sometimiento de la fuerza
de los tigres convirtiendo la danza en un acto ofertorio a los santos católicos. La danza en su conjunto puede interpretarse,
así como una metáfora escénica de las relaciones entre humanos y los seres de
la naturaleza que culmina en el reconocimiento jerárquico del Señor San Marcos,
hecho que constituiría la evidencia
etnográfica del tránsito
de un orden ontológico animista
a otro de carácter analogista, y en el que el sentido y clasificación de la música de la danza es sólo un signo que
marca el proceso de transformación
ontológica.
Conclusiones
A manera
de conclusión me
interesa señalar que
este artículo, busca
abrir nuevos
ejes de investigación en torno a
las danzas y en particular
sobre aquellas donde el jaguar tiene presencia. En primera instancia, se desprende la importancia de la danza como unidad de análisis
antropológico en la que
el estudio del contacto colonial
permite aproximarnos a las transformaciones del pensamiento nativo y el diálogo con la etnografía hace posible explorar los contornos de los modelos ontológicos propuestos por Descola. Esto es
posible porque las danzas ponen
sobre la mesa la importancia de las
relaciones humanas con los animales,
el monte y los espíritus.
En segundo lugar, los estudios en antropología de la música, encuentran en la danza una condenación en las relaciones
entre música, sistemas ontológicos
y significados de dicha relación.
Desde esta perspectiva la etnomusicología
ampliaría los horizontes de reflexión, más allá de la descripción de repertorios, estilos musicales y dotaciones instrumentales,
indagando directamente en el diálogo significante entre ejercicio musical, argumentos y coreografía de la danza. En mi opinión, la música
podría ser un mecanismo de
interacción social específico con el
ámbito de lo no-humano.
Finalmente
el enfoque ontológico, que no perspectivista,
abre la puerta a nuevas interpretaciones de los datos etnográficos
y distintas preguntas
que se alejan de las respuestas canónicas en las que la antropología clásica traza continuidades
mecánicas entre pasado
prehispánico y presente
etnográfico. Es claro que existen relaciones dialogantes
entre las antiguas cosmovisiones
indígenas y las prácticas rituales
contemporánea, pero no todos los sentidos y significados del presente se encuentran en el pasado;
la etnografía es una suerte de caleidoscopio en el que se multiplican respuestas significantes. Lo que he
hecho aquí fue tomar una muestra dancística y mirarla a través
del lente del giro ontológico.
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[1] Entrevista con César Leandro, Ajuchitlán, 22 de abril de 2011.
[2] Notas del Diario de Campo, en Cahuatache del día 25 de abril de 2013.
[3] La idea de pacificar a los animales del monte en la Tierra Caliente
se expresa en el discurso evangelizador agustino que veía en la naturaleza
un dominio demoníaco. La pacificación
de este mundo se expresa
en la imagen del fraile Juan Bautista
cruzando las caudalosas aguas
del río de las
Balsas, sobre el lomo de un caimán, así como en la metáfora
de los huertos a los Santos
cofradiales de los jueves de Cuaresma,
en los que se incluyen
panes con figuras
de alacrán y serpientes, que por
el poder de Dios se pacifican (Atilano, 2012, pp.
51, 52, 53, 108).
[4] Federico Juárez maestro
pitero de la danza de tecuanes de Cahuatache. Entrevista del 16 de octubre de 2013.
[5] Diario
de Campo. Nota del 24 de abril de 2014.
[6] Entrevista con fiscales
de la iglesia de Cahuatache
y con el señor Omobono Aguilar.
24 de
abril y
14 de octubre de 2013.