MIGRACIONES FORZADAS DESDE EL TRIÁNGULO DEL NORTE DE CENTROAMÉRICA1

 

María Dolores París Pombo

El Colegio de la Frontera Norte mdparis@colef.mx

 

 

RECIBIDO: 14 de agosto de 2015; ACEPTADO: 5 de noviembre de 2015

 

Resumen: Este artículo analiza la evolución de la violencia que provoca las migraciones forzadas desde Guatemala, El Salvador y Honduras. Muestra cómo los sistemas políticos de esta región, conocida como el Triángulo del Norte de Centroamérica, se transformaron de dictaduras a democracias, sin lograr garantizar el Estado de derecho. Los factores de expulsión –que eran claramente políticos hace tres décadas– se relacionan ahora con situaciones de debacle eco- nómica y social. Los migrantes centroamericanos huyen actualmente de la pobreza extrema, inseguridad pública, pandillerismo y extorsión contra amplios grupos de población. Para ilustrar el carácter de la violencia que viven actualmente las poblaciones centroamericanas, recupero entrevistas realizadas a migrantes en distintas ciudades mexicanas.

 

Palabras clave: Violencia, pandillerismo, refugio, expulsiones.

 

Abstract: This article analyzes the evolution of forced migrations prompted by violence in Guatemala, El Salvador and Honduras. It shows how the transition from totalitarianism to democracy did not bring the rule of law in this region known as the Northern Triangle of Central America. The push factors –which were usually related to political conflicts three decades ago– are now more often connected to the economic and social meltdown. Nowadays, Central American migrants flee extreme poverty, public insecurity, gangs, and extortion. To illustrate the type of violence lived in Central America, I draw on interviews with migrants in transit conducted in several Mexican cities.

 

Key words: Violence, Gangs, Refugees, Expulsions.

 

El derecho internacional distingue claramente entre la migración forzada y la voluntaria. En el primer caso, tiene en cuenta exclusivamente los factores de expulsión y considera la movilidad como la única opción para preservar la vida

1 Este artículo presenta resultados parciales de mi proyecto de sabático. Agradezco el apoyo del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, donde realizo mi estancia sabática, y del CONACYT que me otorgó una beca.

 

Antropología Americana Vol.1 Num. 1(2016), pp. 11-32


 

ante situaciones de guerras civiles, catástrofes naturales, persecución política, etcétera. En cambio, se considera que los migrantes económicos tienen cierto grado de elección y su movilidad es causada no sólo por factores de expulsión, sino también por la posibilidad de alcanzar la prosperidad en los países de destino, con empleos mejor remunerados y una educación de mejor calidad.

Sin embargo, las migraciones son generalmente procesos sociales complejos, los factores de expulsión suelen ser diversos y algunas veces correlacionados. Por ejemplo, las guerras suelen provocar profundas recesiones económicas y empo- brecimiento de amplios sectores de la población. Los refugiados huyen a la vez de conflictos armados y de la devastación material o natural causada por esos conflictos. Ciertas políticas económicas y proyectos de desarrollo pueden implicar la privación de las condiciones de vida para los habitantes de regiones enteras. Saskia Sassen (2014) ha demostrado que desde las dos últimas décadas del siglo XX se ha dado un proceso de expulsión de poblaciones enteras de sus casas y sus traba- jos, debido a la imposición a nivel global de un sistema económico depredador. El impulso de políticas económicas neoliberales ha llevado a la mercantilización de todo tipo de bienes y personas, y a una suerte de ideología basada en la “ganancia a toda costa”. La globalización ha arrasado con economías enteras de países en desarrollo provocando la formación de grandes masas de población excedente, desechable o descartable. Asimismo, la imposición de megaproyectos de desarrollo tales como presas y minas, una violencia económica y política sin precedentes, hasta el punto que la autora habla de “limpieza económica” (Economic cleansing) y no sólo de “limpieza social”. Los desplazamientos masivos de población son resultado hoy en día de un modelo de desarrollo excluyente.

En este artículo propongo analizar la evolución de las migraciones forzadas en el Triángulo del Norte de Centroamérica (TNCA), es decir en Guatemala, El Salvador y Honduras, desde 1980 hasta la actualidad (2015). Mi intención es cuestionar el concepto mismo de “migraciones forzadas”, siguiendo la propuesta de Susan Gzesh (2008: 97), que permite establecer a nivel del sistema internacional de derechos humanos “la justificación moral y legal para la cooperación interna- cional y la reducción de la necesidad de migrar”. En efecto, desde un concepto integral de “derechos humanos” que considera como base la dignidad humana, las situaciones de despojo y privación a la que son arrojados sectores enteros de la población constituyen sin duda una violación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales.

Por otro lado, mi propósito es mostrar una evolución de la violencia política y social en Centroamérica. Más que desaparecer, los factores de expulsión rela- cionados con las migraciones forzadas han evolucionado y se han complejizado.


 

De dictaduras militares sostenidas con amplio apoyo del gobierno de Estados Unidos, represión sistemática contra ciertos sectores de la población, masacres de campesinos y genocidio (en el caso de los mayas del altiplano guatemalteco), se ha transitado hacia una violencia difusa marcada por la delincuencia, el pan- dillerismo, tasas muy altas de homicidios y extorsión contra amplios grupos de población, particularmente en las ciudades. Para ilustrar el carácter de la violencia que viven actualmente las poblaciones centroamericanas, recuperaré las narrati- vas recogidas en distintos puntos de tránsito del territorio mexicano durante los meses de abril a julio de 2015.

Como durante las guerras civiles que vivieron Guatemala y El Salvador en la década de 1980, esta violencia generalizada se relaciona con una devastación de la economía. Los migrantes huyen actualmente por el miedo a ser reclutados en las pandillas oa tener que pagarles “impuesto de guerra”, y por la desintegración económica y el despojo de los pocos recursos que proporcionaban las economías urbanas locales en esos tres países. Así, Torres-Rivas (2010:54) señala: “Desde que se implantó la democracia en Centroamérica, han aumentado la pobreza absoluta y las desigualdades relativas, lo cual sugiere la paradoja de una cierta correspondencia negativa entre las desigualdades políticas y las económicas”. Este autor se pregunta también cuál es el límite de desigualdad con la cual es capaz de convivir la llamada democracia.

Durante el periodo conocido en Guatemala significativamente como “La Violencia” (1977-1984), cientos de miles de campesinos fueron desplazados –de este país y de El Salvador– hacia las ciudades, los países vecinos, México y Es- tados Unidos. También se dio el éxodo masivo de miles de dirigentes sociales, intelectuales y militantes de izquierda. México tuvo una política de refugio para acoger a varias decenas de miles de campesinos guatemaltecos en campamentos en gran medida financiados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). En cambio Estados Unidos negó sistemáticamente la condición de refugiados a guatemaltecos y salvadoreños, asegurando que se trataba de migraciones económicas.

El final de las guerras civiles no significó una disminución de los flujos migratorios hacia el norte. Al contrario, a más de dos décadas de los acuerdos de paz, cada año cientos de miles de guatemaltecos y salvadoreños emprenden un viaje extremadamente peligroso, generalmente con el propósito de llegar a Estados Unidos. A ellos, se suman actualmente contingentes aún más numerosos de hondureños, que huyen a la vez de la miseria y de la inseguridad. Resulta fundamental por lo tanto desentrañar los múltiples factores de expulsión de estas


 

poblaciones para justificar, desde la academia, medidas políticas de protección e integración de estas migraciones forzadas (Castles, 2003; Gzesh, 2008).

 

“LA VIOLENCIA”: 1977-1985

 

Los conflictos armados que viven Guatemala y El Salvador en la década de 1980 han sido considerados como guerras civiles debido a la conformación de dos ejes políticos que se disputaban el poder del Estado. Por un lado, se encontraban sucesivas juntas militares o gobiernos civiles fuertemente respaldados por el ejér- cito. Por el otro, las guerrillas lograron unificarse en frentes armados vinculados a amplias coordinadoras de sindicatos, organizaciones campesinas y populares. Sin embargo, los factores de estos conflictos no se limitaban al ámbito nacional y las guerras desbordaron las fronteras nacionales.

El escenario político internacional era la última fase de la Guerra fría y la cruzada del gobierno estadounidense para “erradicar” cualquier amenaza comu- nista en el continente americano. La estrategia contrainsurgente adoptada para ello fue la denominada “Guerra de Baja Intensidad” que buscaba eliminar a los movimientos guerrilleros, y controlar al conjunto de las poblaciones. La doctrina ideológica que la respaldaba fue la de Seguridad Nacional.

Uno de los componentes principales de esta guerra fue el entrenamiento militar de fuerzas de operación especiales con el fin de que realizaran actividades clandestinas, infiltraran las bases sociales de la guerrilla y desarrollaran acciones “antiterroristas”. Los oficiales de estas fuerzas fueron capacitados en la Escuela de las Américas, o bien fueron directamente entrenados por soldados estadounidenses. La escuela fungió así como una base de entrenamiento en “tecnologías del terror”.

En El Salvador formaron el batallón Atlacatl. En Guatemala estos cuerpos de élite fueron los temidos kaibiles. Las tácticas militares incluían la política de “tierra arrasada”, que consistía en la destrucción de los recursos materiales y de las bases sociales de la guerrilla. Esta táctica llevó a masacres de enorme ferocidad contra lapoblación civil, violaciones, desaparicionesforzadas, y el desplazamiento de millones de personas, ya fuera al interior del territorio nacional, a los países vecinos o hacia Norteamérica.

A principios de los ochenta, la izquierda, las organizaciones populares y las guerrillas formaron frentes militares y coordinadoras que aglutinaron a las organizaciones sociales. En Guatemala, en febrero de 1982, las cuatro principales organizaciones guerrilleras se reunieron para proclamar la formación de un fren- te revolucionario, la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Declararon que adoptarían una estrategia política común en una guerra popular


 

revolucionaria. La unificación de las fuerzas guerrilleras coincidió también con un proceso de aglutinamiento de las organizaciones populares y campesinas, así como de los movimientos políticos democráticos y de izquierda. En El Salvador, en 1980, las izquierdas revolucionarias –que se habían caracterizado hasta en- tonces por el faccionalismo– formaron dos frentes amplios: el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que aglutinó a los grupos armados y el Frente Democrático Revolucionario (FDR) que congregó a casi todas las organizaciones revolucionarias y populares de masas (con excepción del Parti- do Demócrata Cristiano), incluyendo sindicatos y organizaciones campesinas (Armstrong y Shenk; 1982:153-154).

La fuerte reacción de sectores de la derecha ante la organización y movilización popular, y la intervención del gobierno estadounidense en apoyo a los sectores más conservadores del ejército, provocaron una agudización del conflicto. Las elites terratenientes y los sectores de la ultraderecha financiaron a grupos para- militares. Durante el gobierno de Efraín Ríos Montt (marzo de 1982 a agosto de 1983), en Guatemala, se inició el reclutamiento masivo y forzado de campesinos en las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC). Con propósitos de contrainsur- gencia, las PAC fueron las encargadas de implementar las políticas sociales del Estado, proveían información al ejército e implementaban los programas sociales y económicos. Se estima que en la primera mitad de los años ochenta, entre 900 mil y un millón de hombres participaron en estos grupos paramilitares (Rabi- ne; 1986:61). En El Salvador, la estrategia contrainsurgente descansó cada vez más en grupos paramilitares conocidos como Escuadrones de la Muerte, muchas veces armados y estrechamente vinculados al ejército y a los cuerpos policiales. Los Escuadrones perseguían a quienes tenían o eran sospechosos de tener ideas consideradas subversivas, los secuestraban, torturaban, violaban, y asesinaban. El terror se sembraba a través de prácticas militares y paramilitares como la destruc- ción y masacre de pueblos enteros –incluidos mujeres y niños– exposición pública de cuerpos torturados o mutilados, violaciones multitudinarias y desaparición forzada de miles de personas (Torres, 2005; Lauria-Santiago, 2005).

Además del papel del Estado como eje de la violencia y de la intervención del gobierno de Estados Unidos que financió y capacitó a estos funcionarios del terror, es importante señalar el papel del capital trasnacional y de las oligarquías terratenientes, que promovieron y financiaron a los grupos paramilitares, y que se beneficiaron ampliamente del despojo y del saqueo de los campesinos. Las guerras civiles en estos dos países estallan como resultado de un largo periodo de concentración del poder político, económico y militar en unas cuantas familias, y a la vez, provocan el despojo y el desplazamiento forzado de población cam-


 

pesina. En El Salvador, catorce familias poseían el 60% de las tierras cultivables, controlaban la totalidad del sistema bancario y la mayor parte de la industria (García, 2006:21). En Guatemala, las corporaciones multinacionales, con el apoyo de sucesivos gobiernos militares, confiscaron la gran mayoría de las tierras de los pueblos mayas del altiplano, que fueron explotadas para la ganadería, la minería y la producción petrolera (García, 2006:26).

Los conflictos políticos y la violencia generalizada generaron un deterioro acelerado de las economías. De tal manera, las causas políticas y económicas del desplazamiento de población están profundamente imbricadas. Hamilton y Chinchilla (1991) demostraron cómo los estallidos y los conflictos en gran medida derivaban, y a la vez ampliaban las contradicciones y dislocaciones provocadas por el modelo de desarrollo impuesto en Centroamérica, que implicaba –entre otros efectos– el despojo de sus tierras a amplias poblaciones campesinas. En el caso de El Salvador, señalan así que mientras que en 1961 el 11.8% de los hogares rurales carecían de tierras, esta proporción se elevó a 29.1% en 1971 y a 40.9% en 1975 (Hamilton y Chinchilla; 1991:90). En Guatemala, los ciclos de violencia en áreas rurales y el desplazamiento de población hacia las ciudades, durante las décadas de 1960 y 1970, estaban vinculados a la expansión ganadera y al cultivo del algodón (Robert Williams citado por Morrison y May, 1994:114).

A diferencia de Guatemala y El Salvador, en Honduras no hubo guerra civil, aunque el país sufrió también un endurecimiento de la política contrainsurgente, asesinatos de líderes sociales y violaciones generalizadas a los derechos humanos. El gobierno hondureño asumió plenamente la doctrina de Seguridad Nacional y se propuso salvar del comunismo internacional no sólo a su país, sino a toda la región. En abril de 1982 instituyó una ley antiterrorista que establecía penas draconianas contra los crímenes considerados contra la seguridad del estado, incluyendo las tomas de tierra, las manifestaciones, y prohibiendo asociaciones sindicales y organizaciones campesinas (Kruckewitt, 2005:180-181). El ejército promovió la formación de comités de defensa civil que debían reportar cualquier tipo de actividad sospechosa a las autoridades.

Después de la victoria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, en julio de 1979, el territorio hondureño se convirtió en una plataforma de guerra contra el gobierno de aquel país en total complicidad con los ejércitos estadounidense, salvadoreño y guatemalteco y con los mercenarios antisandinistas que encontraron en este país refugio y ayuda (Torres-Rivas, 2010:58). Las Fuerzas Armadas que habían gozado siempre de grandes privile- gios económicos y detentaban un enorme poder político, “aceptaron la propuesta norteamericana de jugar al antisandinismo y devolver el gobierno a los civiles


 

(en 1980) a cambio de modernizar su armamento, adiestrar a sus tropas y aceptar varias bases militares estadounidenses en su territorio” (Torres-Rivas, 2010:59). A pesar de la posición crítica de muchos congresistas entre 1982 y 1987 la admi- nistración Reagan logró transferir al gobierno hondureño un promedio de 58 millones de dólares cada año en ayuda militar y un promedio de 141 millones de dólares por año en ayuda económica –incluidos fondos para la infraestructura militar (Kruckewitt, 2005:175). El gobierno de Estados Unidos construyó también aeropuertos, bases militares, estaciones de radares, y envió a miles de militares ya sea para desarrollar maniobras conjuntas con el ejército hondureño, o para capacitar a los “contras” (ibidem).

Además de toda esta ayuda legal autorizada por el Congreso, el gobierno de Ronald Reagan lanzó de manera ilegal el llamado “operativo Irán-Contras”, por medio del cual miembros de la Agencia Central de Inteligencia (CIA por sus siglas en inglés) y del Departamento de Estado buscaron recursos adicionales de manera secreta y a cambio de concesiones políticas y económicas, entre indivi- duos poderosos del mundo entero y gobiernos como el de Israel, Arabia Saudita y Sudáfrica. El territorio hondureño fue utilizado así no sólo para adiestrar y financiar a la guerrilla antisandinista (los contras), sino también para proveerles armas adquiridas ilegalmente, en vuelos aéreos de compañías privadas. Por otro lado, los contras obtuvieron pronto recursos propios, principalmente a través del tráfico de drogas: aprovechando las pistas aéreas y los vuelos que llegaban cargados de armas para la Contra, montaron con la complicidad de funcionarios estadounidenses una red de tráfico de drogas que vinculaba al Cártel de Medellín con la ciudad de Miami (Hernández, 2015). El apoyo militar de Estados Unidos y la operación Irán-Contras generaron dos problemas que tienen una continuidad en la actual situación de violencia generalizada: la proliferación de armas y el tráfico de drogas.

 

EL REFUGIO EN MÉXICO Y EN ESTADOS UNIDOS

 

Muchos campesinos desplazados por la Guerra de Baja Intensidad buscaron refugio en los países vecinos, a falta de recursos para emprender un viaje más largo hacia el norte. Con base en datos del ACNUR, Torres-Rivas y Jiménez (1985) estimaban por ejemplo, que cerca de 20 mil salvadoreños se encontraban refugiados en Honduras en 1982. Sus condiciones eran muy precarias tanto des- de el punto de vista material como desde la protección nacional e internacional de sus vidas y de sus derechos humanos. De acuerdo con Joan Kruckewitt (2005:182),


 

las primeras víctimas de desapariciones forzadas en Honduras durante la década de 1980, fueron refugiados salvadoreños.

García (2006:37) señala asimismo que el ejército hondureño llevaba a cabo su propia “política migratoria”, advirtiendo a las familias hondureñas que vi- vían cerca de la frontera que en caso de ayudar a los refugiados sufrirían fuertes represalias. En mayo de 1980 y en marzo de 1981 centenares de salvadoreños fueron masacrados por el ejército de ese país al ser rechazados en la frontera por el ejército hondureño.

En el caso de los refugiados guatemaltecos, al encontrarse directamente en la frontera con México, la gran mayoría huyó a este país. Es importante recalcar que la cercanía de los departamentos norteños de Guatemala con el estado mexicano de Chiapas no sólo era geográfica, sino social, cultural y económica.

Las regiones de Chiapas cercanas a la frontera han tenido históricamente un amplio intercambio socioeconómico y cultural. Por otro lado, en las zonas selváticas fronterizas con Guatemala, tanto en los estados de Chiapas, Campeche y Tabasco, la frontera era prácticamente inexistente por su difícil accesibilidad y su casi nula comunicación con el resto del país. Cobró realidad cuando el ejército guatemalteco inició operativos de tierra arrasada y con el desplazamiento masivo de campesinos indígenas. Para los mayas guatemaltecos, la frontera representó entonces la posibilidad de encontrar un refugio, si bien, como lo veremos, en con- diciones políticas y militares de gran vulnerabilidad. Para el gobierno mexicano, la repentina llegada de miles de refugiados guatemaltecos revivió la fragilidad social y política de la frontera, así como la alta conflictividad debida a la extrema desigualdad y pobreza que privan en la región.

La reacción inicial de las autoridades migratorias mexicanas fue de rechazo, incluso de refoulement.2 En mayo de 1981, agentes de migración apoyados por el ejército mexicano deportaron a cerca de 500 campesinos guatemaltecos quienes entraron por el ejido de Arroyo Negro, Campeche. Testimonios posteriores se- ñalan que algunos fueron “desaparecidos o muertos” por el ejército guatemalteco (Aguayo, 1985:25).

A raíz de las voces de protesta, cambió la política oficial y empezaron a for- marse –con apoyo del gobierno mexicano y del ACNUR los primeros grandes campamentos de refugiados en Chiapas. Así, después de la expulsión de Arroyo Negro, siguió un periodo de colaboración entre el ACNUR y el gobierno mexicano para dar reconocimiento y ayuda a los refugiados que entraban por la frontera sur.

 

2 Desde la Convención Relacionada con el Estatus de los Refugiados, el 28 de julio de 1951, se reconoce como política de “no refoulement” la obligación de los Estados receptores de acoger y proteger a los refugiados (Gzesh, 2008:114).


 

De tal manera que, a fines de 1982 había cerca de 43 mil refugiados guatemaltecos en Chiapas (Aguayo y O’Dogherty, 1986:267). En 1984, existían en ese estado 92 campamentos y asentamientos con cerca de 46 mil refugiados (García, 2006:48). Las condiciones de los campamentos en Chiapas eran de gran aislamiento,

con una escasez permanente de recursos básicos para sobrevivir, de tierras para trabajar, e incluso la prolongación de la inseguridad que había forzado a los refu- giados a dejar sus tierras. Así, de 1980 a 1984, los kaibiles cruzaron en decenas de ocasiones la frontera para secuestrar, interrogary asesinar a supuestos guerrilleros y a sus simpatizantes (Aguayo, 1985:78; García, 2006:53).

Las incursiones del ejército guatemalteco en Chiapas fueron uno de los factores que llevaron al gobierno mexicano a tomar la decisión de reubicar a los refugiados en los estados de Campeche y Quintana Roo. Otros factores fueron analizados por Aguayo y O’Dogherty (1986:268): las crecientes tensiones con el gobierno guatemalteco parecían alejar una solución negociada a los conflictos centroamericanos; los vínculos establecidos entre los refugiados y la población local en Chiapas podían agravar las condiciones de conflictividad social “en uno de los estados más inestables, en potencia, por su pobreza e injusticias estructura- les”. Cerca de la mitad de los refugiados de los campamentos fueron reubicados, algunos de ellos bajo coerción (Ibid.).

Al tiempo que se reconocía a los refugiados guatemaltecos en los campamen- tos, otro número al menos similar cruzaba por la región del Soconusco. Mientras que muchos se asentaron en esta región, confundiéndose con los trabajadores temporales que cruzaban año con año para trabajar en las fincas de la región, otros refugiados continuaron el camino hacia el centro del país o a Estados Uni- dos. Torres-Rivas y Jiménez (1985) estimaban que en 1984 había cerca de 55 mil refugiados guatemaltecos dispersos en México, además de los que se encontraban en los campamentos. La Diócesis de Tapachula, que trabajaba con refugiados guatemaltecos en la región del Soconusco, consideraba que casi 93,000 vivían dispersos sólo en esa región (Freyermuth y Godfrey, 1993:24).3

Los refugiados salvadoreños, por su lado, eran considerados todos como “dispersos”; el ACNUR dio reconocimiento a poco más de 30 mil durante el inicio de la década de 1980. La llegada masiva a México de migrantes salvado-

3 La disparidad de cifras proporcionadas por el gobierno mexicano, el ACNUR, las iglesias y las organizaciones sociales reflejan, por un lado, la dificultad de contabilizar a una población que permanecía indocumentadaytrataba por lo tanto de ocultarse; por otro lado, expresa la complejidad de las migraciones forzadas en esta época. Por ejemplo, en el caso específico del Soconusco, muchos de los jornaleros agrícolas que cruzaban año con año para trabajar en las cosechas, permanecieron a veces por años en México para evitar regresar a sus pueblos a situaciones de guerra, de reclutamiento forzado y de violencia generalizada.


 

reños que huían de situaciones de violencia generalizada empieza en 1977, y fueron probablemente decenas de miles quienes llegaron entre esa fecha y 1982. En 1982 la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA) y el ACNUR calculaban que entre 160 y 235 mil salvadoreños se encontraban en México y en otros países de Centroamérica mientras que la Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno de Estados Unidos. (GAO por su siglas en inglés) estimaba en más de medio millón los salvadoreños que habían llegado a ese país (Torres-Rivas y Jiménez, 1985:28).

Mientras que la migración guatemalteca era mayoritariamente indígena y de carácter comunitario, los salvadoreños provenían de sectores bajos y medios urbanos. Entrabana México con sus familias, generalmente como turistas, através de garitasyaeropuertos. Ante el considerable aumento de migrantes que entraban al país de esta manera, en 1983 el gobierno mexicano impuso a guatemaltecos y salvadoreños la solicitud de visas en los consulados mexicanos. Para quienes huían de su país por persecución política o situaciones de terror el trámite era evidentemente irrealizable. Además, los requisitos para la visa turista o el sello

 

 

Figura 1. Día del paísano-productividad cultural en un contexto transnacional, (2012- 2013) Cruz de Echeverría Loebell Stephanie


 

consular (en el caso de El Salvador) implicaban demostrar ingresosmuy por arriba del promedio salarial en México. Este decreto tuvo su efecto inmediato: después de 1983, disminuyó notablemente el número de salvadoreños que entraba al país por avión. Asimismo, las comunidades chiapanecas notaron un incremento de los salvadoreños que entraban por tierra cruzando Guatemala (García, 2006:66). Entre tanto, el ACNUR recomendó reconocer como refugiados a todos los salvadoreños que habían dejado su país desde principios de 1980. Durante esa década, 35 mil salvadoreños fueron reconocidos como refugiados y asistidos por el Alto Comisionado y recibieron visas de inmigrantes en México (García, 2006:68). La gran mayoría permanecieron como migrantes indocumentados, dispersos en distintas regiones del país. Al igual que otros migrantes sin documentos, inten-

taban permanecer invisibles ante las autoridades.

Al tiempo que el ACNUR otorgaba reconocimiento como refugiados a decenas de miles de guatemaltecos y salvadoreños, y canalizaba la ayuda internacional hacia los campamentos del sureste del país, aumentó considerablemente el nú- mero de migrantes que cruzaban cada año el territorio mexicano para dirigirse hacia Estados Unidos. Mientras que en México la Ley General de Población no reconocía la figura del refugio, los Estados Unidos aprobaron en 1980 la Ley del Refugio (Refugee Act), que permitía armonizar la legislación nacional con la Convención de las Naciones Unidas para los Refugiados de 1951 y con el Pro- tocolo Relacionado con el Estatuto de los Refugiados de 1967, ratificado por los Estados Unidos en 1968 (Gzesh, 2006). Sin embargo, la aprobación del Refugee Act no representó un beneficio real para los centroamericanos que llegaban a Norteamérica huyendo de las guerras civiles en Centroamérica, con excepción de los nicaragüenses desplazados por la lucha contra el gobierno sandinista surgido de la victoria revolucionaria en 1979.

El gobierno de Estados Unidos argumentó, a lo largo de toda la década de 1980, que la migración salvadoreña y guatemalteca tenía causas exclusivamente económicas. De tal manera negó sistemáticamente el refugio a los ciudadanos de Guatemala y de El Salvador. Los refugiados recibieron sin embargo muchas muestras de solidaridad por parte de las organizaciones de la sociedad civil. Los centros de derechos humanos que proliferaron en diversas grandes ciudades estadounidenses denunciaron continuamente la política militarista del gobierno de Ronald Reagan y la violación del Acta de Refugio de 1980 (Bibler Coutin, 2007:52, Jonas y Rodriguez, 2014:74).

Ante la presión de estas organizaciones el Departamento de Justicia de Es- tados Unidos aprobó un Estatus de Protección Temporal (TPS por sus siglas en inglés) para los salvadoreños en 1990. Este estatus protegía contra la deportación


 

a todos los migrantes de nacionalidad salvadoreña que hubieran llegado antes de septiembre de 1990. El TPS debía durar dieciocho meses, pero fue sustituido en 1992 por una prórroga de las deportaciones (Deferred Enforced Departure o DED), renovada posteriormente hasta diciembre de 1994. Posteriormente, en 1997 algunos salvadoreños fueronincluidos como beneficiarios del Acta de Ajuste de Nicaragua y Ayuda para los Centroamericanos (Nicaraguan Adjustment and Central American Relief Act (NACARA). Muchos salvadoreños beneficiados por NACARA lograron alcanzar permisos de residencia permanente a fines de los noventa y en los años dos mil (Bibler Coutin, 2007:8).

 

TRANSICIONES SIN ESTADO DE DERECHO

 

Lallamada “transición a lademocracia” en el TNCA, a partirde 1984, nosignificó la llegada del Estado de derecho. Algunos autores hablan de una “democracia represiva” (Brett, 2008). Por su parte, Torres Rivas (2010:57) considera estas denominadas transiciones como “un arreglo contrainsurgente”. En realidad, los gobiernos civiles electos, a partir de ese año, se encontraban cercados y maniatados por los ejércitos, por grupos paramilitares y elites ultraconservadoras. Militares y paramilitares se perpetuaron como poderes fácticos que determinaban en última instancia no sólo la vida política del país, sino incluso la vida cotidiana de sus habitantes. A pesar de que avanzaban de manera limitada algunas libertades, como la libertad de prensa, continuaban los asesinatos de líderes sociales.

Despuésdelafirmadelosacuerdosdepazde El Salvador(1992) y Guatemala (1996), no se logró abatir ni la impunidad, ni la violencia. La falta de reforma agraria y de políticas de desarrollo rural, la profunda desigualdad económica, tasas crecientes de desocupación y de pobreza extrema hicieron del TNCA un terreno fértil para el florecimiento del descontento social. Muchos grupos paramilitares continuaron sembrando el terror (Cruz, 2011:16). La violencia explotó también en las ciudades bajo la forma del pandillerismo, vigilantismo y delincuencia común. La transición de una dictadura a una competencia entre elites políticas, muy alejadas de sus pretendidos representados, dio lugar a una sociedad imbuida todavía de la cultura de la guerra. Hablando del caso guatemalteco, Gutiérrez (1998) señalaba por ejemplo: “es notorio que la inercia de la tradicional cultura política de la guerra sigue imponiendo una lógica no explícitamente reconocida, pero contundente: la del enfrentamiento, la intolerancia y la polarización”.

Con el finaldela Guerra fría yladesaparicióndelgranrelatosobrelaconfron- tación histórica contra el comunismo internacional, las viejas oligarquías aliadas a los militares fueron creando nuevos enemigos, si bien resultaban más plurales


 

y difusos: el narcotráfico, los ecologistas, los “dinosaurios de la izquierda” y sobre todo… las maras4 (Ibid). La derecha logró así mantener el poder disfrutando de una legitimidad internacional garantizada por el sistema electoral. Hasta tal punto logró cundir el nuevo discurso del miedo, que una de las figuras prominentes en las elecciones guatemaltecas de los años noventa fue el propio Efraín Ríos Mon- tt, quien resurgió transformado en líder del Frente Republicano Guatemalteco (FRG), ungrupode extraña mezclaideológicaypolítica. Losactoresdelaviolencia tenían diferentes máscaras, pero muchas veces eran los mismos que durante las dictaduras. Por ejemplo, en 1997 se estimaba que existían cerca de 600 pandillas con un total de 20,000 integrantes. Según Gutiérrez (1998), “la mayoría (eran) encabezadas por exoficiales del ejército y (tenían) capacidad no sólo para infiltrar a los propios órganos de seguridad sino de aterrorizar al sistema de justicia.”

En El Salvador, mientras los antiguos frentes armados competían en los pro- cesos electorales y ocupaban escaños en las cámaras y en los concejos municipales, la polarización y la violencia no sólo no disminuían sino que parecían agudizarse. La sensación de inseguridad generalizada provocó el fortalecimiento de la dere- cha, el endurecimiento de leyes penales, la multiplicación de empresas privadas de seguridad y la proliferación de las armas. Apenas firmados los acuerdos de paz, las tasas de homicidios totales llegaron a superar los 160/100 mil (Cruz y González, 1997), rebasando así aparentemente las tasas de homicidios que vivió el país durante la guerra civil.5

Honduras, por su parte, mantuvo elecciones regulares y cierta alternancia en el poder desde 1981. Sin embargo, esta aparente democracia no lograba ocultar una gran inestabilidad política, una muy débil capacidad institucional y una co- rrupción generalizada. El país había sido históricamente un enclave de la poderosa compañía estadounidense United Fruit Company. En los ochenta, como vimos, se transformó simplemente en un enclave militar del gobierno estadounidense. En

4 Las “Maras” son pandillas transnacionales que se extienden desde Centroamérica hasta Esta- dos Unidos. Surgieron en los barrios latinos de Los Ángeles en la década de 1980. Las dos grandes agrupaciones de maras que se disputan hoy en día las calles de las ciudades centroamericanas son la “Mara 18” y la Mara Salvatrucha (MS13), se formaron en Estados Unidos. La primera estaba conformada por pandillas fundamentalmente mexicanas del Este de Los Ángeles. La segunda agrupaba a jóvenes salvadoreños que habían crecido en Estados Unidos. Con la intensificación de las deportaciones en los años noventa, muchas de las pandillas del TNCA adoptaron la simbología y las formas de combate originadas en este país por el control territorial y la defensa del barrio.

5 “Para principios del decenio de los ochenta, al inicio del conflicto armado, las tasas anuales se habrían incrementado llegando hasta 55.3/100,000 en 1982, para luego disminuir levemente hacia mediados de la década. Luego existe un vacío de información probablemente producido por el deterioro y la destrucción de los sistemas de registro en el país a causa de la guerra” (Cruz y González; 1997).


 

los años noventa, con la explosión de la ideología neoliberal, Honduras agudizó su dependencia del capital extranjero “a costa de cuantiosas exoneraciones fisca- les” (Cálix, 2010:35). En 1998 los efectos devastadores del huracán Mitch sobre el entorno y la economía hondureña, forzaron a miles de campesinos a emprender el viaje hacia el norte. A partir de este momento la migración originaria de ese país y en tránsito por México adquirió gran visibilidad, no sólo por su rápido crecimiento sino por su enorme vulnerabilidad, debida a la debilidad de las redes migratorias y a la falta de recursos para la movilidad a través de México.

El golpe de Estado contra el presidente electo Manuel Zelaya, en junio de 2009, “desnudó la fragilidad democrática” de ese país (Cálix, 2010:34). Las orga- nizaciones populares se movilizaron en resistencia contra el golpe y obtuvieron un amplio apoyo de todo tipo de sectores sociales en el país, muchos de los cuales no eran particularmente allegados al presidente Zelaya pero exigían el retorno al orden constitucional. Siguió un periodo de gran conflictividad y de represión que generó un nuevo repunte de migraciones forzadas.

 

 

VIOLENCIA SIN REFUGIO

 

Actualmente, Honduras –a pesar de no encontrarse formalmente en guerra– es considerado el país más violento del mundo, con una tasa de más de 85 homi- cidios dolosos por cada 100 mil habitantes en 2011 y 2012 (UNODC, 2014). Los tres países del Triángulo del Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) experimentan tasas de homicidios muy por arriba del promedio latinoamericano (Ibid.). Pero en la violencia actual, resulta difícil hablar de guerras pues no aparecen dos bandos confrontados política e ideológicamente sino una sociedad dislocada y envuelta en una profunda crisis de seguridad, la persistencia de grupos paramilitares, instituciones llamadas de “seguridad” incapaces de menoscabar la delincuencia o francamente coludidas con ella y un gobierno represivo que finca su política anticrimen en violaciones generalizadas a los derechos humanos, particularmente de los jóvenes.

En los tres países del TNCA, amplias zonas urbanas se han vuelto presa de pandillas o de organizaciones criminales que reclutan forzadamente a adolescentes y jóvenes, y sobre todo cobran el llamado “impuesto de guerra” o “la renta” a los sectores económicos y a las familias –de manera particular a aquéllas que tienen miembros emigrados. El fenómeno de las maras cobró visibilidad en el TNCA al finalizar el siglo XX. Por entonces manifestaban el descontento de un sector joven muy marginado de la sociedad urbana. En la segunda mitad de los noventa, las


 

maras empezaron a transformarse en un fenómeno transnacional en gran medida ligado a las políticas de deportación del gobierno estadounidense (Martel, 2007, International Human Rights Clinic, 2007). De acuerdo con la Clínica Internacional de Derechos Humanos de Harvard (2007), las deportaciones fueron un catali- zador en la conformación de pandillas transnacionales con presencia en toda la región que va desde Honduras y El Salvador, pasando por Guatemala y México, hasta Estados Unidos. Estas pandillas replicaron en gran medida la estructura organizacional y los símbolos de identidad que habían adquirido en los Estados Unidos (Valenzuela; 2007, Martel; 2007, International Human Rights Clinic; 2007) Asimismo, las deportaciones de miembros de lasmaras desde Norteamérica favorecieron un tránsito hacia la constitución de pandillas transnacionales con estructuras organizacionales más verticales y jerárquicas (Gutiérrez, 2010:495).

Entre mayo de 2013 y mayo de 2014 el ACNUR en México organizó talleres con albergues y casas del migrante, con la finalidad de diagnosticar la situación de los solicitantes de refugio en México y el acompañamiento por parte de las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC). (ACNUR, 2014a) Como resultado de estos talleres, concluyeron que las amenazas más recurrentemente señaladas por las personas solicitantes de refugio atendidas en los albergues eran “la violencia sufrida por la presencia y actividades de las pandillas o maras, la proliferación de modalidades de crimen vinculadas al crimen organizado y la violencia de género y discriminación hacia la comunidad LGBTI. No obstante, las pandillas y su actividad criminal son las más preocupantes amenazas a la vida, la libertad y la integridad física de las personas” (ACNUR, 2014a: 25-26).

El crecimiento del pandillerismo y del control de barrios enteros en las ciu- dades han disparado el fenómeno de la extorsión. En muchas zonas urbanas, las pandillas han logrado imponer un “impuesto de guerra” o una “renta” a todas las actividades económicas: transportistas, pequeños comercios, trabajadores informales, etcétera. En entrevistas con migrantes en tránsito, entre abril y julio de 2015, varios hombres adultos señalaron que huían de la extorsión. Por ejemplo Omar, salvadoreño de 40 años entrevistado en Tapachula, emigraba por primera vez a Estados Unidos. En su país era comerciante y se ocupaba del reciclaje de metales. Durante años tuvo buenas ganancias y había logrado construir su casa y comprar un carro, pero a partir de 2010 creció la competencia y fueron bajando sus ganancias. En 2012, las maras empezaron a cobrarle el impuesto de guerra y al poco tiempo debía pagarles más de lo que ganaba. Finalmente, vendió su casa y su coche para poder emigrar a los Estados Unidos (entrevista realizada en Tapachula, Chiapas, julio de 2015).


 

Jorge, hondureño de 45 años originario de Tegucigalpa, es un pequeño artesano que se dedica a la fabricación de bancos y esculturas de cemento. Vivió 13 años en Estados Unidos, de donde fue deportado en 2012. Intentó entonces trabajar en Honduras como contratista de construcción. Sin embargo, muy pronto las maras llegaron a su casa a cobrarle impuesto y como no tenía intención de darles sus ganancias, decidió volver a emigrar a Estados Unidos para evitar ser asesinado en represalia (entrevista realizada en Saltillo, abril de 2015).

En algunas ciudades, las pandillas siembran el terror mediante acciones ex- tremadamente violentas contra la población civil. Juan, guatemalteco, cuenta por ejemplo cómo en Tecún Umán, pandilleros conocidos como “los verdes” asolan la ciudad.6 Los habitantes se refugian al anochecer en sus casas y quienes se han negado a pagar el impuesto, han sido asesinados y descuartizados, como su propio hermano (Entrevista con Juan, Veracruz, 2 de mayo de 2015).

En el caso de los adolescentes originarios de las ciudades del TNCA, el recluta- miento forzado entre los varones y la violencia sexual entre mujeres son las causas principales de solicitud de refugio. Un estudio de ACNUR (2014b) encontró por ejemplo, a través de entrevistas con 404 adolescentes (91 mujeres y 313 hombres) que llegaron a los Estados Unidos en 2011 y 2012, que 72% de los salvadoreños entrevistados deberían ser sujetos protección internacional debido a que huían de situaciones de violencia; 57% de los hondureños y 38% de los guatemaltecos se encontraban en esa situación. Más de la cuarta parte de los adolescentes (31% de las mujeres y 24% de los hombres) narraron episodios concretos de violencia que habían vivido a causa de las pandillas. Los hombres experimentaban más frecuentemente reclutamiento forzado (37% vs. 7%), mientras que las mujeres habían vivido con mayor frecuencia violaciones o violencia sexual (24% vs. 1%).

En Tapachula entrevisté a Adelia, de 38 años, quien huía con sus hijos de 15 y 17 años para salvarlos de la violencia relacionada con las maras. Su vecindario, dice Adelia, “pertenece a la MS13”. El mayor de sus hijos iba a un instituto que se encontraba en cambio en territorio de la M18. Durante el primer año de instituto acompañó a su hijo todos los días a la escuela para evitar que fuera agredido, pero en el segundo año ya no pudo hacerlo a causa de sus horarios de trabajo. En abril de 2015 el muchacho fue agredido por una pandilla cuando cruzó al territorio “M18”. Los pandilleros lo golpearon y le fracturaron el tobillo. Al día siguiente otra pandilla de su vecindario llegó a su casa y le informó a Adelia que tomarían venganza por su hijo. Ella decidió entonces que tenía que irse muy pronto con

6 Juan señala que debido a que tienen el cuerpo tatuado, en su barrio los maras son designados como “los hombres verdes”.


 

los dos adolescentes para salvarles la vida. Vendió a toda prisa sus escasas perte- nencias y salieron de viaje con destino a México, donde viven su hermano y su cuñada (entrevista con Adelia, Tapachula, julio de 2015).

Como otros migrantes salvadoreños y hondureños, Adelia ha solicitado el estatuto de refugiados a la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (COMAR). Ella lleva dos semanas viviendo en la Casa del Migrante de Tapachula, agotó totalmente sus ecursos en el viaje y no pudo cobrar un envío de dinero que le hizo su hermano debido a que no tiene documentos de identidad. Sus hijos muestran señales de aburrimiento, enojo y ansiedad.

El trámite de solicitud de refugio en la COMAR dura en principio 45 días hábiles, sin embargo, argumentando el alto número de solicitudes y falta de per- sonal, la COMAR se tarda generalmente una semana simplemente en recibir la solicitud, y raramente cumple con el tiempo estipulado. (ACNUR, 2014ª) Durante los meses de espera a que salga la resolución, los solicitantes de refugio tienen enormes dificultades para sobrevivir y muchas veces, terminan por emprender el camino hacia Estados Unidos, aún a costa de ser detenidos y deportados por las autoridades migratorias mexicanas o estadounidenses. Así, casi la mitad de los solicitantes abandonan o desisten del procedimiento. En 2014, de acuerdo a estadísticas de la COMAR, se presentaron 2,137 solicitudes, de las cuales 767 se desistieron o abandonaron. Sólo 451 solicitantes obtuvieron el reconocimiento como refugiados y 79 protección complementaria, mientras que 840 de los solicitantes que concluyeron el procedimiento no fueron reconocidos. En otros términos, menos de 25 por ciento de quienes iniciaron su solicitud obtuvieron el estatuto de refugiados o protección complementaria. El mayor número de solicitudes corresponden a Honduras (1,035), le siguen El Salvador (626) y Guatemala (108) (COMAR, 2014).

La gran mayoría de los migrantes centroamericanos continúa su viaje hacia Estados Unidos donde intentan entrar sin documentos. Allí, las posibilidades de obtener refugio son aún más escasas. Si bien cerca de 70 mil personas fueron reco- nocidas como refugiados y cerca de 25 mil como asilados en 2013, los hondureños, salvadoreños y guatemaltecos no recibieron ese año ni un sólo reconocimiento como refugiados y representaron menos del 4% de las demandas de asilo apro- badas (DHS, 2014). Igual que hace tres décadas, la admisión de refugiados en ese país sigue siendo un proceso politizado que depende de la relación del gobierno estadounidense con los gobiernos de las personas solicitantes. La gran mayoría de los centroamericanos emigran y viven en ese país como indocumentados, con el temor permanente a ser deportados. Así, en 2013, 104,254 inmigrantes origi-


 

narios del TNCA fueron deportados de Estados Unidos, (DHS, 2014) mientras que México repatrió a sus países a casi 80 mil (UPM, 2013).

 

CONCLUSIONES

 

Durante las guerras que azotaron la región centroamericana en la década de 1980, cientos de miles de salvadoreños y guatemaltecos fueron desplazados ex- ternamente. La posibilidad de encontrar refugio en México y en Estados Unidos se vio en gran medida favorecida por una sociedad civil fuerte, que presionó a ambos gobiernos para el reconocimiento de la crisis humanitaria causada por violaciones generalizadas a los derechos humanos. Como resultado, el gobierno mexicano dio respuestas parciales, fundamentalmente a través del ACNUR. Más de cien mil centroamericanos recibieron en esos años visas de visitantes, dado que México no reconocía en su legislación el estatuto de refugiado. El gobierno estadounidense –que tenía contemplada esa figura legal– negó sistemáticamente el refugio a guatemaltecos y hondureños. Sin embargo, ante la presión de las organizaciones de la sociedad civil y en el marco del final de la guerra fría, este gobierno también diseñó respuestas parciales: los decretos de protección temporal a ciertas nacionalidades.

En tres décadas los factores de migración desde el TNCA han cambiado. La violencia en el TNCA ha pasado de ser claramente política a una violencia social difusa, con características muchas veces delincuenciales. Miles de personas siguen huyendo de violaciones generalizadas a sus derechos humanos. Los hombres jó- venes originarios de zonas rurales emigran debido a la devastación causada por fenómenos naturales, por la degradación ambiental, o simplemente por la extrema pobreza, que afecta a más de la mitad de la población hondureña y guatemalteca. Los adolescentes y jóvenes de las ciudades huyen por el reclutamiento forzado, la violencia de género y las amenazas de pandillas y otros grupos criminales.

En estos procesos de desplazamiento por la violencia, muy pocos migrantes encuentran mecanismos de protección en los países de destino. Tanto en México como en Estados Unidos se enfrentan a la persecución, el acoso y la deportación. En territorio mexicano, son casi siempre extorsionados y sufren graves agresiones o violaciones a sus derechos humanos –tales como robos, secuestros, desapariciones forzadas e incluso masacres– por parte de las autoridades mexicanas, pandillas y organizaciones criminales (AI, 2010). Si logran alcanzar el territorio estadouni- dense, raramente recibirán asilo o refugio. En caso de ser arrestados por la policía o por autoridades migratorias, serán muy probablemente deportados a sus países


 

de origen para enfrentarse nuevamente a las condiciones socioeconómicas que los obligaron a huir.

Las transformaciones de las sociedades centroamericanas y los cambios en el tipo de violencia que propicia la migración obligan a reflexionar sobre las políticas de refugio y asilo en los países de destino. Durante los años ochenta y noventa, las respuestas gubernamentales fueron propiciadas por los grandes movimientos de solidaridad por parte de la sociedad civil. Hoy como entonces, una respuesta adecuada a las migraciones forzadas depende de la organización y de la politi- zación de las poblaciones en los países de destino.

 

 


 

Aguayo Quezada, Sergio


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