Sonorismo indígena y ciclos cosmológicos del agua en el

Piedemonte Andino-Amazónico

 

 

 

Javier Alejandro Barrientos Salinas

 

Magister en Estudios Amerindios, Universidad Complutense de Madrid; docente de la carrera de antropología y del Programa de Cine y Producción Audiovisual, Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia; investigador del Laboratorio de Estudios Ontológicos y Multiespecie del Instituto de Investigaciones Antropológicas y Arqueológicas (IIAA);

correo electrónico: jabarrientos@umsa.bo

 

 

Recibido el 19 de octubre de 2020; aceptado el 24 de marzo de 2021

 

 

 

Resumen:  En  los  últimos  años,  los  debates  contemporáneos  sobre  el llamado “giro ontológico” han comenzado a hacer eco en el campo de los estudios  sonoro-musicales  y  la etnomusicología.  Asimismo,  en  el  transcurso de tres temporadas de campo en el Piedemonte Andino-Amazónico, han sido recopilados testimonios sobre la relación entre la música y el agua: instrumentos serenados cerca de ríos, sonidos de violines apaciguando tormentas y sabios recibiendo la música en pozas. Motivado por dichos debates teóricos y estas

evidencias etnográficas, el presente artículo es el resultado de una investigación

antropológica en Territorio Mosetén con la intención de relacionar el sonorismo

indígena con la circulación cosmológica del agua.

 

Palabras clave: música, sonido, antropología, ontologías relacionales, Mosetén.

 

 

Indigenous sound and cosmological cycles of water in the Andean-Amazonian Piedemonte

 

 

Abstract: In recent years, contemporary debates about the so-called “ontological turn” have begun to echo in the field of  sound-musical studies and ethnomusicology.  Likewise, in the course of  three field seasons in the Andean-Amazonian Piedemonte, testimonies have been collected about the relationship between music and water: serene instruments near rivers, sounds of violins appeasing storms and wise men receiving music in pools. Motivated by these theoretical debates and  these ethnographic evidences, this article is the  result of  an anthropological research in Mosetén Territory with the intention of relating indigenous sound with the cosmological circulation of water.

 

Key words: music, sound, anthropology, relational ontologies, Mosetén.

 

 

 

A la memoria de Juan Huasna e Ignacio Merena

 

 

Introducción

 

El cuestionamiento a la universalización de la “gran división” entre cultura y naturaleza generada por el pensamiento racional moderno, la interpelación a las estructuras elementales del pensamiento salvaje y las dicotomías estructuralistas, la inconformidad con el giro lingüístico  y la interpretación de las culturas como textos, el resurgimiento del animismo en la antropología,  y la reflexión sobre la crisis medioambiental más allá de la ecología política, parecen ser algunas de las características del llamado “giro ontológico” (Gonzáles-Abrisketa y Carro- Ripalda, 2016; Dos Santos y Tola, 2016; Ruíz y Del Cairo, 2016).

Estos debates contemporáneos sobre las ontologías, con especial resonancia en la antropología,  y más allá de la tradición filosófica occidental, también han comenzado a hacer eco en el campo de los estudios sonoro-musicales, la etnomusicología, la antropología auditiva y los estudios sobre paisajes sonoros. Las compilaciones presentadas por Hill y Chaumeil (2011), Brabec de Mori y Seeger (2013), Brabec de Mori, Lewy y García (2015), reúnen un importante número de investigaciones, sustentadas primordialmente en experiencias etnográficas en las Tierras Bajas sudamericanas, han contribuido a tomar en cuenta el rol delos sonidos y de las músicas en las interacciones sociales entre humanos y las múltiples naturalezas con las que cohabitan, llegando incluso a poner en debate si la música sería una condición exclusiva de la “naturaleza” humana.

En los estudios bolivianos sobre antropología de la música y etnomusicología,  las  resonancias  del  “giro  ontológico”  y  los  debates  sobre las  ontologías  sonoro-musicales,  son  todavía  escazas.  En  el  exhaustivo balance  presentado  hace  algunos  años  por  Mujica  (2014),  no  se  menciona nada a propósito de esta tendencia en el panorama de los estudios sobre las músicas, probablemente porque hasta ese momento estos debates eran desconocidos o poco discutidos por investigadores y académicos. Sin embargo, las investigaciones de Martínez (1996), Arnold y Yapita (1998), Stobart (2006, 2010), Rozo et al. (2011), entre otras pocas, sin hacer explícita la perspectiva ontológica en sus reflexiones, advertían en sus evidencias etnográficas que la  creación  musical,  enseñanza/aprendizaje,  instrumentación,  repertorios  ypaisajes sonoros no se limitaban a una cuestión exclusivamente humana. Es posible que los trabajos de Hachmeyer (2015, 2017) y Rozo (2016a, 2016b) constituyan las primeras provocaciones para repensar y discutir los estudios musicales desde el “giro ontológico”, en un caso, desde los valles interandinos de La Paz y, en el otro, desde la Chiquitanía. En ambos, se advierte que uno de los principales aportes del “giro” consiste en “des-naturalizar” la naturaleza, es decir, evitar partir de los supuestos instituidos por el pensamiento racional moderno y la universalización de la gran división entre cultura-naturaleza. Al mismo tiempo, este “giro” permitiría superar el reduccionismo de las múltiples visiones  del  mundo,  mejor  conocidas  como  “culturas”,  para  comenzar  a explorar en los multiversos sonoros.

Con  relación  a  los  estudios  sobre  la  música  en  Territorio  Mosetén,[1]   el trabajo más elaborado sobre la música misional mosetén, ha sido presentado bajo el título Hallazgo y contextualización preliminar de un archivo musical misional mosetén  (Fernández, Boero y  Soux, 2010). Este estudio es el resultado del hallazgo de un compendio de partituras recopiladas y reproducidas por copistas indígenas a lo largo del siglo XX, cuando en el año 2003, Nicasio Santos (nieto de Nicolás Santos, músico de la misión de Covendo) entregó estos documentos históricos al gestor cultural Eduardo Fernández (coautor de la referida publicación).

El repertorio musical en territorio mosetén es diverso y no se restringe solamente a la música misional, aunque es probable que, como en otros casos de  pueblos  indígenas  de  Tierras  Bajas  (p.e.  moxos,  chiquitanos,  guarayos), la influencia de las misiones haya repercutido en  diversos ámbitos de la vida social, dejando huellas claras en los paisajes sonoro-musicales, las danzas y en las fiestas patronales, escenarios fundamentales para la construcción y reafirmación de la espiritualidad  y la religión.

Los estudios promovidos por el Ministerio de Educación (2010a, 2010b y 2012), a manera de recuento de la “cultura material e inmaterial” mosetén, identifican  los  siguientes  instrumentos  musicales  como  “tradicionales”: el bombo, el tambor, la flauta de tacuara, el violín, la zampoña y el könë’ïj (o sonajera, actualmente en desuso). Aunque se limitan a descripciones generales, sin considerar los procesos asociados a su fabricación, las personas responsables de su creación e interpretación, la transmisión de estos conocimientos y las posibles variaciones, ya sea en la elaboración o en la interpretación, estas publicaciones institucionales brindan un panorama general sobre la instrumentación local. Estos estudios coinciden en apuntar que los instrumentos musicales ya no son fabricados y  elaborados por los mismos comunarios. Con aire nostálgico, se menciona que ahora se prefiere comprar o alquilar instrumentos de material metálico de fábrica (tambor y bombo) y las flautas son hechas de tubos de plástico (usados en la plomería).

En una publicación reciente (Barrientos et al., 2017), directamente relacionada con el trabajo etnográfico de la presente investigación,  hemos tratado de ampliar la mirada —y la escucha— hacia la vida social de los instrumentos musicales. Más allá de una mirada nostálgica culturalista, hemos seguido los rastros de algunos materiales (p.e. tacuaras y tubos de plástico) y  los intercambios con fabricantes de aerófonos del altiplano paceño; los repertorios que circulan en la TCO a través de las radios benianas, el YouTube y el comercio informal de discos piratas en la localidad de Palos Blancos; la incorporación de instrumentos resonantes, como los timbales, y de dispositivos electrónicos para amplificar el sonido, en conjuntos locales (p.e. Sayubú, de San Pedro de Cogotay, o Los Hermanos Merena, de Muchanes) que eventualmente son contratadas en comunidades “interculturales” de la región; los itinerarios del  fífano  (flauta hecha del hueso del ala de bato (Jabiru  mycteria))  en  las migraciones de colectividades moxeño-trinitarias a mediados del siglo XX; o la convivencia y disputa por el campo sonoro de las llamadas danzas tradicionales con el tinku y el caporal en las fiestas patronales  y otro tipo de eventos (p.e. las llamadas “tomas de nombre” en las Unidades Educativas).

En resumen, a partir de esta revisión de fuentes secundarias, es posible advertir que el ámbito sonoro-musical en el Piedemonte Andino-Amazónico constituye un fenómeno abigarrado, por lo que es necesario ampliar la mirada—y  la  escucha—  a  un  ámbito  más  amplio  de  relaciones,  entre  ellas,  las relaciones ontológicas.

Acorde a esta tendencia, el presente artículo es el resultado de una investigación antropológica en territorio mosetén en el transcurso de tres temporadas de campo, entre 2016 y 2017, en el marco del estudio “Saberes, prácticas  y  productos  musicales  en  la  TCO  Mosetén”,  promovido  por  el Taller de Investigación en Antropología Amazónica-Chaco Platense[2]  (carrera de  Antropología,  Universidad  Mayor  de  San  Andrés)  y  en  coordinación con la Organización del Pueblo Indígena Mosetén (OPIM)0[3] Este estudio, repensando desde las ontologías sonoro-musicales, parte por evitar reducir la músicaexclusivamente al campo de las manifestaciones culturales, para reorientar el

enfoque a nuevos puertos. Asumir este “giro” en una investigación todavía en proceso, tiene como intención principal el problematizar lo sonoro-musical en un ámbito relacional más amplio: la circulación cosmológica del agua y el sonorismo indígena en el Piedemonte Andino-Amazónico.

Con  tal  motivo,  a  lo  largo  del  artículo,  me  ocuparé  de  describir  las relaciones ontológicas entre música y agua. Consciente de que los testimonios sobre este tipo de relaciones se encuentran diluidos en los silencios de la memoria  colectiva  mosetén,  probablemente  porque  las  preguntas  hechas no fueron las indicadas, o porque fueron temas sobre los cuáles se prefirió callar manteniéndolos fuera de las entrevistas “formales”, los argumentos etnográficos que expongo están sustentados en las pautas de los relatos orales generados en campo, así como en aquellos detectados en fuentes secundarias sobre diversas entidades no-humanas y los ciclos del agua en la cosmología mosetén.

 

 

Instrumentos, dueños y sirenas

 

En una de las conversaciones realizadas en la comunidad San José, a manera de entrevista grupal, con la participación de Jenaro Vani (músico de la tropa de morenos), Cruz Tayo (músico de la tropa de morenos) y Clemente Caimani (investigador local de Quiquibey),  se hizo mención a un tipo de relación entre los instrumentos musicales y el agua. Concretamente, el relato daba cuenta que cuando un músico no podía tocar un instrumento, por ejemplo una zampoña, u otro instrumento de viento, él debía llevarlo cerca de la corriente del río, en una rinconada o próximo a una cachuela, y dejarlo allí durante la noche:

 

Con lo que hay dueño siempre, entonces ellos [los dueños] vienen y tocan ese instrumento, bien lo tocan seguramente; luego cuando [el músico] vuelve a recogerlo, ya por va saliendo la música. Son grandes músicas las que tienen, de ahí salen, así nacen [las tonadas] (Cruz Tayo, Villa Concepción, 2016).

 

En el testimonio del flautero, si bien se enfatizaba que esta era una práctica “de antes” (tiempo antiguo), también recordó el caso de un “jovencito” de la comunidad que quería tocar la flauta de tacuara. Como no podía hacerlo, le recomendaron ir a dejar el instrumento “en el corrientito del o, en el rincón. Y él había estado escuchando tarde en la noche, entonces había empezado a tocar, parece que el viento sopla y pone la música [en el instrumento]”. Este relato se complementa con una advertencia: al momento de recoger el instrumento, este no debe estar “suelto”, es decir, no debería estar sonando por mismo; es necesario dejarlo descansar hasta el amanecer, de lo contrario “se hace loquear”, es decir, el músico enfermará y no volverá a sanar.

En la conversación grupal también se ha mencionado que esta práctica no es particular de las comunidades mosetén, ni de los instrumentos de viento. Los músicos de San José conocen experiencias similares con instrumentos de cuerda (guitarra y charango) que han sido llevados a las corrientes de los ríos de la zona por músicos provenientes de otras regiones, e incluso desde la ciudad de La Paz. Este aspecto ha sido ratificado por Abraham Misange (músico de Bajo Inicua), quien desde su propia experiencia contaba:

 

He escuchado eso, nunca yo he hecho. De mi propia memoria, ideas, mentalidad, así he aprendido, nada de ir al monte como otros. La guitarra más que todo he escuchado, pero yo nunca lo he hecho, pese a que cuando estuve aprendiendo a tocar guitarra quería hacerlo, porque no le practicaba bien, quería hacer eso: a serenar, hacer templar; pero no había coraje (risas), tienes que ser corajudo…

(Abraham Misange, Bajo Inicua, 2016).

 

Con  esta  expresión,  “ser  corajudo”,  posiblemente  el  músico  mosetén estaba haciendo referencia a que se necesita valor para ir a los lugares donde se serenan o se hacen templar los instrumentos, lugares que no suelen encontrarse cerca de los centros poblados, sino en los rápidos del monte, y exponerse a los peligros que esto supone. Aunque pareciera que esto no siempre es así, según el testimonio de Pedro Vani, músico de la tropa de kallahuaya de Villa Concepción, la manera en la que él ha serenado la flauta de tacuara ha sido colgándola toda la noche en un corredor de su casa y esperando a la madrugada para poder soplarla. En este caso, si bien el instrumento musical no ha sido dejado cerca de la corriente del río, la relación con el agua se mantendría a través del contacto con el sereno o rocío de la madrugada, así como con el viento que circula por el corredor de la casa.

Entonces, ¿cuáles serían aquellos peligros que suponen ser corajudo para serenar o hacer templar los instrumentos musicales? El testimonio de Cruz Tayo brindaba una primera pauta: recoger el instrumento musical mientras está sonando por mismo, o está siendo templado por los dueños, “hace loquear” al músico, es decir, lo hace enfermar. Para comprender un poco mejor esta relación con la enfermedad, Prada (2010) afirma:

 

…las madres saben que las enfermedades no sólo se adquieren por contagio o mala alimentación, si no, principalmente por influencia de las pozas de agua, las piedras [del río], los árboles y otros elementos que la sociedad mosetén conoce como lugares prohibidos. Para evitar que los amos del monte y los abuelos del río ingresen al cuerpo de sus hijos, enfermándolos, los padres cuelgan millos y dientes de melero en el cuello de los pequeños (2010, p. 180).

 

¿Quiénes son estos dueños o amos que habitan en pozas de agua y cachuelas del río? Aldazábal (2005) y Ricco (2016) mencionan  al Opitu u O’pito”, espíritu protector o dueño del río y de los pescados, frecuentemente se presenta como arcoíris, habita en las cuevas de los ríos o en los curichis (lugares pantanosos), huele mal y es hijo de una mujer y un hombre de agua. Este dueño del río es particularmente peligroso para las mujeres en edad rtil y que están en periodo menstrual; se dice que cuando sale el arcoíris, el O’pito puede llevarse mujeres o ingresar en su vientre, provocando el nacimiento de hijos sapos, tricolores o con alguna deformidad (Ricco, 2016, p. 65).

En la recopilación de cuentos y relatos orales mosetenes (Instituto Superior Ecuménico Andino de Teología —ISEAT, 2017), he detectado otras pautas para matizar esta cuestionante. Por un lado, en “Las pozas con víboras” se narra:

 

[H]abía un hombre que se inter en las serranías para buscar marimonos y en esa búsqueda llegó a un lugar donde había muchos truenos y soplaba el viento, estas eran las señales que indicaban que el hombre aquel se encontraba en un lugar peligroso, donde además había una poza en la que vivía una víbora gigante que con su mirada atraía a las personas y se las comía. Si se pasaba por ese lugar exactamente al mediodía, no se escuchaba ni ocurría nada, pero después del mediodía esa víbora aparecía para atrapar a los que se osaban a transitar por esas tierras (María Vani, Villa Concepción.  Cf. ISEAT, 2017, p. 34).

 

Por otro lado, en “El relato de la víbora” se narra:

 

[U]n hombre encontró una víbora en un nido y se la llevó a su casa, donde la crió y compartió todo con ella; con el tiempo, la víbora creció y se hizo muy celosa, específicamente de la esposa de este señor. Un día se enojó tanto que se fue de la casa llevándose al hombre a una cueva. Desde ese entonces se teme a las pozas porque se dice que ahí viven las víboras gigantes… (Matías Nate, Villa Concepción. Cf. ISEAT, 2017, p. 31).

 

En  este  último  relato,  dependiendo  las  variaciones  del  mito,  destacan dos  aspectos  adicionales.  El  primero:  tras  ser  engullido  por  la  víbora,  el hombre con la ayuda de un cuchillo fue haciendo cortes a las entrañas del ofidio, provocando el brote de grandes cantidades de sangre que luego se iría convirtiendo en los animales venenosos que habitan el monte. El segundo: mientras convivían el hombre y la víbora, esta última tenía un “imán” que atraía a otros animales para que su “amo” pudiera cazarlos fácilmente, alimentándose ambos con la carne de las presas. Este “imán” (ïyäj en mosetén) es particular de las sicurices gigantes (chowaj) que comen gente y otros animales (Ministerio de Educación, 2011b, p. 28).

En ambos relatos, la sicurí (chowaj), habitante de pozas y cuevas del o, tiene un poder de atracción, con especial efecto en varones/machos (aunque no exclusivamente), es celosa y una súper-predadora. Estas características parecen tener bastante resonancia con las “sirenas” de las cosmologías andinas.[4] En el estudio etnomusicológico de H. Stobart (2010), se menciona que los seres tipo sirena andina o sirinus (serenos), son casi siempre clasificados como una forma de supay (diablo, satanás o demonio): “poderosos, ambiguos y creativos seres que habitan los reinos ocultos del ukhu pacha, de adentro de la tierra” (2010, p. 194).

La referencia hecha al estudio de Stobart (2010) no  se limita a una comparación caprichosa, por el contrario, los aportes etnográficos de esta investigación son un excelente argumento para adentrarse en el mosaico abigarrado del Piedemonte. Además del énfasis que hace en los abundantes relatos de hombres jóvenes que visitan los manantiales de las sirenas y las cascadas o las rocas, tarde por la noche, para “entonar” un nuevo instrumento, sea de cuerda o una tropa entera de flautas o zampoñas, me interesa destacar el caso particular de los músicos de la comunidad Walata Grande en el altiplano paceño. En las propias palabras del etnomusicólogo:

 

Las ofrendas a las sirenas andinas, como una forma de intercambio, se juzgan como esenciales si los instrumentos van a sonar de una forma muy bella y los que tocan los instrumentos lo van a hacer bien… Según los fabricantes de este pueblo [Walata Grande], famoso por la fabricación de instrumentos, las ofrendas a las sirenas del lugar son tan frecuentes y abundantes que ellas a menudo no tienen apetito. Cuando no se consuman ofrendas se dice que los músicos no conseguirán ayuda. Sin embargo, sirenas “muy hambrientas” se pueden encontrar, me aseguraron, en lugares remotos de las tierras tropicales bajas… Estas hambrientas sirenas, explicaron, habitan huecos profundos e inmensos que apestan a sulfuro y se llaman chinkanas, donde muchos demonios” y víboras de diez años se pueden encontrar… (2010, p. 195).[5]

 

Entonces, así como ya había sido expresado por los integrantes de la tropa de morenos de San José, no deberían resultar extrañas, aunque inquietantes, estas  peregrinaciones  para  hacer  templar  instrumentos  musicales  y  alimentar  a las sirenas hambrientas que habitan las pozas de los ríos que atraviesan el territorio mosetén. Más allá de las fronteras étnico-culturales  y regionales, estas peregrinaciones son una evidencia de las ontologías relacionales en la asociación música-agua a través de itinerarios multi-situados, evidencia que parece superar los límites culturales que antes distinguían sociedades de tierras altas y bajas del actual territorio boliviano.

Ahora bien, ¿son estas serpientes gigantes las sirenas que templan los instrumentos y comparten bellas tonadas? De acuerdo a Viveiros de Castro (2004):

 

[L]o que define a los espíritus es el hecho de ser supremamente incomestibles; eso los transforma en comedores por excelencia, o sea, en antropófagos. Por eso, es común que los grandes animales depredadores sean las formas preferidas de los espíritus para manifestarse. Así se entiende, además, por qué los animales de presa ven a los humanos como espíritus, por qué los depredadores nos ven como animales de presa, y por qué los animales considerados incomestibles suelen asimilarse a espíritus (2004, p. 64).

 

La  predación  asociada  con  el  hambre  insaciable,  el  poder  de  atracción y  la introducción en los cuerpos como causa de enfermedades (mortales), parecen ser algunas de las características de estos dueños. En esta línea —la del “perspectivismo multinaturalista” de Viveiros de Castro (2004)—, Daniela Ricco (2016) argumenta que todos los dueños eran seres humanos, pero algún acontecimiento  los  convirtió  en  lo  que  actualmente  son,  aunque  también, de acuerdo a las circunstancias, tienen la posibilidad de recobrar su aspecto humano.

El  relato  de  Ignacio  Merena,  músico  de  Muchanes,  ayuda  a  matizar  y conocer un poco más a las sirenas que habitan el Piedemonte:

 

Digamos, vos no sabes y quieres volverte músico. Donde sirena vienen de noche, a cantar, a tocar flauta, a tocar violín, ahí tienes que ir. Donde salen a medianoche, ahí tiene que llevar. Sirena viene de adentro del agua, hace música a medianoche,  si hay trueno, hay mal tiempo, salen ellos y ahí recién tocan. Ahí donde salen, ahí tienes que dejar, será violín o será flauta. Después de tres o cuatros días, así hay que dejar dormir, luego vas a recoger y de por ya has aprendido, ya capo te vuelves.… Sirenas vienen a bailar a medianoche, su patita dice que como de loro es, pero arriba es gente… No hay que hacer daño a ella, se bailan y después se van. Dice que si le haces otra cosa, se enoja, dice que te llevan a un lugar feo, te dejan adentro. Primero has visto bonito plaza, gentes, casas, sin embargo, te llevan a otro lado, te emborrachan, te duermes al lado de la piedra, así te amaneces.  Cuando te despiertas de día, miras, feo lugar… (Ignacio Merena, Muchanes,  2016).

 

 

De acuerdo a este relato, la predación y el hambre insaciable no serían las únicas características de las sirenas. La fluidez de formas que pueden adoptar (arcoíris, serpientes, cascadas y/o gentes con patitas de loro), la habilidad que poseen para circular entre mundos (acuáticos, nocturnos, sonoros, humanos, animales y otros), el gusto por el baile y la borrachera, son otros atributos que impiden fijarlas en una sola clasificación.

Entonces, ¿sería posible afirmar que las sirenas son una multiplicidad de entidades que habitan las corrientes de agua, con habilidad de crear bellas tonadas y  afinar los instrumentos incorporándose en ellos, pero también capaces de danzar a medianoche y emborracharse con chicha al son de redoblantes y  flautas hasta el amanecer? La pregunta queda abierta. Por ahora, expondré otras evidencias que ayuden a profundizar un poco más lasrelaciones rizomáticas[6] de aquello que en este trabajo denominaré la circulación cosmológica del agua[7]  y su correspondencia con el ámbito sonoro-musical; en ningún caso como un binomio reduccionista, ni como una metáfora cultural.

 

 

Truenos, violines y navegantes

 

En  la  revisión  de  la  literatura  etnohistórica  y  antropológica,  un  aspecto  al que permanentemente se hace referencia es la admirable destreza de los mosetenes para la navegación fluvial. Desde D’Orbigny (2011) hasta Balzán (2008), los exploradores del siglo XIX resaltaron el conocimiento que tenían sobre las corrientes de los ríos, la habilidad para surcar los rápidos (cachuelas), la construcción de balsas (pennej) y su constante circulación entre los Yungas y las llanuras amazónicas, especialmente, como balseros en las rutas comerciales de la quina y el caucho. Así también, en la tesis sociolingüística de Delgadillo (2012), se afirma que “los mosetén han desarrollado innumerables palabras[8] relacionadas al fenómeno del ‘fluir del agua’, lo que constituye una muestra de la especificidad de la lengua como correlato del contexto geográfico  y los fenómenos naturales” (2012, p. 83).

Sobre lo último, sin desconocer el aporte etnolingüístico de la tesis pero cuestionando la distinción que se hace entre lengua (cultura) y contexto geográfico (naturaleza), cabe preguntar: ¿será que la relación entre mosetenes y los ríos se establece únicamente a través de la comunicación simbólica, oral y/o idiomática? ¿Será el correlato cultura-naturaleza una explicación suficiente para aproximarse a la relación entre múltiples existencias? O, mejor dicho, ¿es posible vislumbrar un ámbito relacional más amplio en el que la comunicación con el “fluir del agua” sea de a ?[9]

El  relato  de  Ignacio  Merena,  violinista  de  Santa  Ana  y  residente  en Muchane, es una posible pauta para comenzar a explorar en esa comunicación de a entre múltiples existencias. El testimonio inicia con la historia que le contaba su abuelo respecto al despoblamiento de la misión franciscana de San Miguel de Muchane (probablemente en las últimas décadas del siglo XIX). Producto de una epidemia de viruela, la mayoría de los reducidos escaparon al monte y se “volvieron bárbaros”, solo unos pocos quedaron en el pueblo deshabitado, entre ellos, el abuelo de Ignacio; quien le contaba cómo se hizo el traslado del santo (San Miguel) a través del río Alto Beni (corriente arriba). El relato continúa:

 

Los maestros de Santa Ana habían ido a traer a San Miguel con violín. San Miguel era el patrón de Muchane, los nuestros han traído en balsa, en balsa no más andaban antes. Dice que [San Miguel] no quería ir a Santa Ana. En la balsa, clavado lo ponían en la guaracha. Hacía hundir la balsa, no quería venir San Miguel. Aquí arriba hay cueva, cueva siempre hay, ahisito al frente habían hecho campamento. Media noche el loro vuelteaba: aaaah aaaah aaaah [sonido de la paraba], toditos se han levantado, media noche no hay paraba (!). ‘Cuidado  que rayo viene’, habían dicho. Media noche han cantado, han rezado, después han tocado violín para que no les castigue; como eran maestros, con violín así han amanecido. Otra vez, después de rezar han seguido por el o, ahí también han rezado; donde dormían dice que rezaban y cantaban con violín… [Después de tres días] dice que con marcha han llegado a Santa Ana. En Santa Ana, ahí lo han hecho entrar con violín a la iglesia, ahí se ha quedado San Miguel… (Ignacio Merena, Muchane, 2017).

 

El primer componente a resaltar, relacionado con lo revisado anteriormente, es la mención a la cueva en el río: lugar peligroso habitado por dueños (O’pito, chowaj y sirenas). En este caso, el evento extraordinario es el canto de la paraba a   medianoche,   cuyo   sonido   alertaba   sobre   una   amenaza   concreta:   la proximidad  del  rayo  (aspectos  que  analizaré  un  poco  más  adelante).  Ante esta amenaza, los maestros (entiéndase los que enseñaron la música misional a los mosetenes reducidos)[10]  reunieron a la gente para entonar plegarias cantadas con el acompañamiento del violín para no ser “castigados”. ¿Es posible asumir que las voces y las cuerdas vibrantes del violín, custodios sonoros de San Miguel, fueron una forma de comunicase con las sirenas que suelen templar los instrumentos musicales? ¿Podían las sirenas, de quienes se originan encantadoras melodías, escuchar la música de estas gentes? ¿Les gustó lo que escucharon, les resultó inquietante, o les asustó?

El segundo componente, y motor dramático del relato de Ignacio Merena, es el referido a San Miguel, patrono de Muchanes,  y su traslado a la misión de Santa Ana (probablemente a fines del siglo XIX). Hablar de este traslado épico, inevitablemente supone explorar en las plegarias cantadas y el acompañamiento constante del violín: instrumento fundamental de la música misional mosetén. La historiadora María Eugenia Soux (2010) afirma que son pocas las referencias sobre la música practicada en las misiones de Apolobamaba en la primera mitad del siglo XIX, menos aún con relación a las prácticas musicales entre los mosetén. Es razonable pensar que los misioneros solían reproducir las mismas prácticas religiosas en todas las reducciones, como los cánticos sagrados y la recitación de oraciones por parte de la población indígena. En este sentido, Soux retoma una referencia de la crónica del viajero Edwin Heath, quien en 1881 visitaría la misión de Santa Ana y apuntaba:

 

Para agasajar a nuestros mozos, pagué una misa, el 31 de mayo, el toque de campana, muy temprano, de la iglesia nos llamaba. El coro estaba compuesto por puros indios mosetenes, y sus instrumentos –violines, arpa, bajones (hechos con hojas de palma) y de un tono tan perfecto, flautas (hechos por ellos). [Nunca]  había oído una misa [tan] solemne, a pesar de que muchas [veces] había asistido a la iglesia católica (Soux,  2010, p. 96).

 

En su empresa evangelizadora, la influencia de las misiones franciscanas a lo largo de los siglos XIX-XX, impulsó un proceso de aprendizaje de la nomenclatura musical europea (solfa) y del lenguaje litúrgico (en latín)[11] en algunas familias mosetén: Nattes, Huasna, Paes y Santos (Boero, 2010). Estas familias, con especial maestría para las prácticas musicales, fueron parte de este proceso de enseñanza/aprendizaje que tenía como fin musicalizar las actividades eclesiásticas de los misioneros, dando como resultado la transmisión de lo que bien podría identificarse como música misional mosetén.

En un primer momento de la investigación, inspirado en la Teoría de Control Cultural, y acorde a la revisión de la escaza literatura sobre la música misional mosetén (Fernández et al., 2010), estuve tentado a pensar en el violín como un “elemento cultural apropiado” por este sistema musical. En esa misma categoría,  adaptándola  al  sistema  de  “creencias  religiosas”,  podría  haber encajado el santo patrono de Muchanes: San Miguel. Pero, releyendo los datos etnográficos y tomando en serio el relato del abuelo de Ignacio Merena, ¿cuál era el lugar, o los lugares, que ocupaba el violín y San Miguel en las relaciones cosmológicas en el Piedemonte amazónico? ¿Por qué San Miguel no quería ser trasladado por el río Alto Beni y, en consecuencia, hacía hundir las balsas? ¿Por qué el violín fue un agente fundamental en esta peripecia fluvial?

Así  como  la  interpretación  del  violín  en  territorio  mosetén  siempre estuvo reducida a unas pocas familias de músicos, en tiempo de las misiones franciscanas, los instrumentos de cuerda también estaban bajo el resguardo de los curas y no era muy frecuente que salgan de las iglesias. Según Juan Huasna (Soux, 2010, p. 97), sabio y músico de Covendo, las principales celebraciones religiosas de aquella época se celebraban en la iglesia con cantos y música de cuatro o seis violines, pero los mosetenes no participaban en la composición de este tipo de música religiosa, solo en la interpretación. Asimismo, asegura que algunos de estos músicos fabricaron sus propios violines y comenzaron a tocar otro tipo de tonadas, más próximas a las que se ejecutaba con las flautas de tacuara. En todo caso, la interpretación del violín no fue una práctica musical muy difundida entre los reducidos y el aprendizaje de la solfa se quedó en los más ancianos. Aquellos que les siguieron, aprendieron a tocar el violín “al oído”, imitando a sus antecesores.[12]

Según Armentia (1903), los franciscanos destinados a fundar la misión de  los  mosetenes  de  Muchanes,  provenían  del  Colegio  de  Moquegua  (M. Dieguez  y  M.  Domínguez),  quienes  habrían  solicitado  al  Gobernador  de la  Provincia  de  Mojos  les  concediera  “Maestros  y  Maestras  de  Texidos, obras de algodón, de carpintería, herrería, música y demás oficios, que saben los Indios Mojos…”.[13]  La solicitud hecha por fray Domínguez, si bien no aporta mucho sobre la llegada de San Miguel a Muchanes, es una valiosa evidencia sobre quiénes eran los maestros que enseñaron la música misional a los mosetenes reducidos. A saber, ésta no habría sido impartida directamente por los franciscanos, sino por maestros moxeños (otrora reducidos en misiones jesuíticas), provenientes de las llanuras amazónicas de la cuenca del Mamoré.

¿Fueron estos maestros moxeños los encargados de llevar a San Miguel, surcando a contracorriente el Alto Beni en compañía de navegantes mosetenes, desde Muchanes a Santa Ana?

Lamentablemente, en este caso en particular, los silencios en la memoria colectiva son más profundos y los estudios precedentes aportan vagamente al respecto. Lo poco que se comenta, tanto por Huasna como por Merena, es que en un momento[14]  los violines dejaron de sonar, nadie en las comunidades (ex misiones) se animaba a tocarlos, razón por la cual, las esposas de los músicos estaban  dispuestas  a  quemarlos  o  a  tirarlos  al  o.  Es  posible  que  algunos violines corrieran esta suerte, llevándose consigo tonadas misionales, mientras que otros volvieron a sonar.

Precisamente, Ignacio Merena recuerda que su compadre (Delfín) era quien

hacía los violines en Santa Ana —“100 pesos costaba uno de estos”— y eran sus abuelos y tíos los que sabían tocar, pero una vez que murieron, dejaron colgados  los  violines.  Gracias  a  su  compadre,  Ignacio  comenzó  a  templar el violín, aunque tardó como un año en aprender a hacerlo. Comenta que la afinación del instrumento se hacía escuchando la campana de la iglesia de Santa Ana, tanto el toque agudo (tin) como el grave (tong) eran los referentes sonoros que los músicos tenían que replicar con las cuerdas del violín. Ignacio nunca aprendió la solfa, ni los cantos misionales, pero como ya tocaba la flauta de tacuara y la zampoña, adaptó las melodías de los wayñus[15]  al violín que le había regalado su compadre.

Con relación a San Miguel, patrono de Muchanes, también se sabe o se recuerda muy poco en la TCO. Su presencia en las cercanías del río Alto Beni se remontaría a inicios del siglo XIX.[16]  Debido a las constantes refundaciones de la misión “San Miguel de Muchanis (1805, 1808, 1815-1820, 1870 y 1890), es posible que el santo patrono haya sido trasladado más de una vez. Ante la falta de otras evidencias históricas y etnográficas  en la región, lo poco que mencionaré sobre San Miguel Arcángel lo retomo de algunos estudios sobre las imágenes barrocas en los Andes y la Chiquitanía (Gisbert, 2012; Falkinger,  2010).

Por  un  lado,  Gisbert  (2012)  menciona  que  uno  de  los  temas  sagrados que mayor vigencia ha tenido en los Andes es la lucha de San Miguel con los  demonios.[17] Remontándose a una representación teatral de 1601 en Potosí, hace mención a Prosperina, la diosa del infierno, cuyo aspecto era el de una sirena, declarada por Lucifer como la más hermosa. Ante esta declaración, un caballero representante de la Iglesia (San Miguel) desafió al demonio, reivindicando a la Virgen María como la más hermosa.

Por otro lado, a partir del contenido de los sermones religiosos (escritos en bésiro) de San Miguel de Velasco en la Chiquitanía, Falkinger (2010) relata la querella entre Miguel (Arcángel) y José Jufiel (Lucifer), debido a que este último se negaba a adorar a Jesús. En el relato se menciona que los hijos de José Jufiel eran los jichis (“amos de la naturaleza”), destacando al jichi-tuux (o tuúrsch) como el “amo del agua”, quien es visto, entre otras formas, como una gran serpiente de agua, y debe recibir sacrificios y hojas de tabaco para propiciar el éxito en la pesca. Si bien este estudio no lo menciona, he tenido la oportunidad de conversar con talladores de San Miguel de Velasco (en el año 2013), quienes me han comentado que las sirenas que están talladas en la iglesia y son replicadas por ellos, podrían estar relacionadas con el jichi del agua.

Entonces, sin entrar en mayores digresiones sobre el enfoque de los estudios referidos, me interesa destacar que San Miguel Arcángel es por excelencia el contendiente del demonio cristiano. Al estar este último asociado con serpientes gigantes y sirenas —y retomando el relato del abuelo de Ignacio Merena—, resulta intrigante pensar en las contingencias que supuso el traslado de San Miguel a través del o, dominio de los dueños del agua.   En especial, la mención a aquellas largas sesiones nocturnas de rezos, cánticos y tonadas, en  las  que  se  establecía  una  comunicación  de    a    entre  dueños,  santos patronos, maestros moxeños y navegantes mosetenes, abre una veta de análisis a lo que Lewy (2017) ha denominado sonorismo indígena” para referirse a las comunicaciones transespecíficas entre humanos y no-humanos. Antes de profundizar y discutir sobre este insumo conceptual, permítaseme añadir un componente adicional.

El tercer componente, que servirá como argumento adicional para discutir el concepto “sonorismo indígena”, es el canto nocturno de la paraba. En la descripción hecha por Balzan (2008) a propósito del recorrido fluvial que realizó entre Covendo y Reyes (en el año 1891), en compañía y guiado por expertos navegadores mosetenes, el joven explorador italiano narra:

 

A pocos metros del paso del Beu hay altas rocas a la derecha que caen con mucho declive casi hasta el o. De una de ellas se precipita un alta cascada en tiempo

de lluvias, al pie de la cual me recogen los neófitos [mosetenes reducidos]. Hace

muchos años allí vivía una gran serpiente que comía gente pero llegó Dios y la mató… Al atardecer, poco antes de salir de la cañada, los neófitos me mostraron a la derecha una roca desnuda, muy alta, pendiente y medio escondida entre los

arbustos. En medio de la roca hay una especie de hueco o gruta con una cornisa tallada en forma de ventana debido a la caída de una capa de la roca. Me dijeron que allí dentro tal vez vivía el diablo, porque si se hace ruido cuando se transita

por delante se oyen gritos. El misionero de Santa Ana ya me había hablado de ello añadiendo que otro misionero, bajando a Reyes, había realizado un exorcismo y que desde esa vez ya no se oyeron los gritos. El hecho es que cuando pasaba

(quizás por  mis pecadillos) habiendo los neófitos dado golpes de remo a

propósito se escucharon gritos, pero eran de aves rapaces nocturnas (2008, p.

163-164).

 

El relato de Balzan contiene bastantes coincidencias con los aspectos desarrollados  hasta  el  momento:  la  gran  serpiente  que  vivía  en  la  cascada y comía gente, la cañada que intensifica las corrientes de viento, la presencia de enormes piedras custodiando el río, la cueva donde habitan dueños y sirenas (con patitas de loro) y los gritos-cantos de aves nocturnas. Debido a mi paupérrimo conocimiento ornitológico, me limitó a especular que las aves rapaces a las que hacía referencia el naturalista italiano podrían tratarse de la lechuza (shonen mosetén) y/o el sojsoty (búho pequeño que canta de noche), cuyo canto —entiendo— es bastante diferente al de la paraba. En todo caso, estas aves nocturnas[18] también suelen ser otra de las formas que adoptan las sirenas (Stobart, 2010, p. 194), sin descartar su presencia en relatos amazónicos como aves de mal agüero (el caso del guajojó), o con capacidad de augurar acontecimientos venideros.[19] Esta capacidad de predicción, o de avisar algo que va a pasar, podría ser un punto de coincidencia con la paraba. En la conversación con Domingo Caimani (2016), músico y tallador de Covendo, a propósito de la fabricación de flechas para la cacería, comentaba que éstas no deberían llevar plumas de parabas o loros (usualmente utilizadas en las flechas artesanales gracias a sus atractivos colores), porque estas aves “le avisan” a la presa, ahuyentándola. Se trate de predicciones o alertas, estas se comunican a través de sonidos: el canto de aves.

En ambos relatos, estas aves no fueron vistas por los narradores, ni por

sus acompañantes, lo que percibieron fue el sonido. En un caso, escuchar el

canto  de  una  paraba  a  medianoche  —suceso  extraordinario fue la alerta

de una amenaza, ante la cual se emitieron sonidos de voces cantando, y de violines. En el otro caso, lo que se escuc fueron gritos —interpretados por el naturalista italiano como el sonido de aves rapaces nocturnas—, los cuales fueron provocados por el sonido de los golpes de remo al atardecer. ¿Lo que

escucharon los narradores fueron aves alertándoles o prediciendo posibles

peligros? ¿Se trataba de aves o de algún tipo de espíritu del agua que adoptó su canto-grito? ¿Estas aves, o espíritus, pudieron ver a la gente que acampaba o atravesaba el río en la noche? ¿O sólo la escucharon?

Aquí es donde me detendré, por un momento, para retomar la discusión sobre  el  concepto  sonorismo  indígena”,  buscando  argumentar  de  mejor

manera  aquello  que  he  llamado  comunicación  de   a   entre diferentes

entidades  relacionadas.  Brabec  de  Mori  (2015)  y  Lewi  (2015),  a  partir  de la investigación etnográfica con  los shipibo-konibo  (Piedemonte  amazónico) y los pemón (Gran Sabana venezolana), respectivamente, exploran las transformaciones y   transgresiones  sonoras entre el mundo de los humanos y el de los espíritus (no-humanos), evidenciando campos de comunicación transespecífica en la lluvia, ventarrones y hasta en máscaras donadas por personas

humanas (Brabec de Mori, 2015). De esta manera, la propia concepción de

perspectivismo planteada por Viveiros de Castro (2004) ha sido puesta en debate: debido al énfasis puesto en el punto de vista en las relaciones de predación, se ha propuesto de manera alternativa el rmino sonorismo (Lewy, 2015), con el

cual se trata de argumentar el cambio de cualidad subjetiva según el “punto de oído” en las relaciones de escucha, activando otra categoría ontológica, más allá de los elementos materiales (visibles) e inmateriales (invisibles), comprensible exclusivamente en el paisaje sónico.[20]

En  esta línea, Lewy (2017) refuerza su  argumento bajo el concepto  sonorísmo indígena”, afirmando que si bien las especies con espíritus idénticos (cualidad humana primigenia) ven mundos diferentes debido a sus múltiples formas corporales (aves, espíritus,  viento,  santos  patronos,  navegantes,  etc.), precisan un medio particular de comunicación transespecífica:  música, canto y otros recursos acústicos, constituyen los agentes sonoros transversales a las capas del multiverso.

Entonces, coincidiendo con el ejemplo que da Lewy sobre el sonido de un pájaro en la sabana (2017, p. 13), podría argumentar que, de acuerdo al “punto de oído” o “postura audible”, los sonidos que se escucharon durante la noche en las angosturas del río Alto-Beni, fueron emitidos por entidades corpóreas invisibles (desde puntos de vista diferenciados en la relación comunicativa), cuya posición en la interacción sonora (relaciones de escucha) estuvo definida según las cualidades subjetivas compartidas: el canto para las aves pronosticadoras, los gritos para las almas atormentadas, las cuerdas vibrantes para el santo patrono trashumante, los rezos para los atemorizados navegantes por el trueno. De tal manera que canto, grito, rezo, vibraciones y trueno serían algunos de los agentes sonoros de una comunicación transespecífica. Dicho de otra manera: son los medios que posibilitan a múltiples naturalezas la percepción del mundo sonoramente existiendo.

Finalmente, el cuarto componente está relacionado con la mención a la proximidad del rayo y el “castigo” que trae consigo. Desde mi punto de vista, rayo y trueno serían una multiplicidad: el primero es luz y el segundo es sonido. Rayo (wïkïy’yï) y trueno (piriri) están directamente relacionados con los ciclos cosmológicos del agua y con la aparición de las sirenas en los ríos. En el primer relato de Ignacio Merena (transcrito en el acápite anterior), se enfatizaba que cuando truena y llueve a medianoche, es el momento en que las sirenas salen a bailar y a tocar los instrumentos. Además, en su testimonio, también aseguraba: “cuando esta tronando, hace mal tiempo, se escuchan redoblantes. Donde hay oladas grandes, ahí suena: pumpum pumpum pumpum, así toca. Después, pasa una hora o dos horas, se calla, se va…” (Ignacio Merena, Muchanes, 2016).

En las pautas identificadas sobre el trueno en la cosmología mosetén, esta entidad estaría relacionada con Noko (Ñoko o Nokyo). De todos los relatos míticos  registrados  sobre  este  dueño  o  espíritu  (Nordenskiold,  2001;  Prada,

2010; López, 2016; ISEAT, 2017), el único que explicita esta relación es Nordenskiold. En resumen, la historia de Noko trata de una pareja (de ancianos) que encontró un gusano que solo se alimentaba de los corazones de animales que le proveía su amo. Mientras más se alimentaba de corazones, más crecía el gusano, llegando a convertirse en una enorme serpiente. Ante la cada vez más escaza provisión de corazones en el monte, y el hambre devoradora de Noko, su amo tuvo que ir en busca de corazones humanos a otro pueblo. Allí, en el otro pueblo, el amo fue flechado y murió. La esposa preocupada, porque no volvía el esposo, le dijo a Noko que vaya a buscar a su amo, al que consideraba su padre. Cuando fue al otro pueblo y vio muerto al anciano, devoró a toda la gente y revivió a su padre. Volvieron a casa y como Noko era tan grande, se tendió sobre el río y enseñó a la gente a hacer atajados para que pudieran pescar fácilmente  y, a cambio, la gente tenía que alimentarlo con los corazones de los pescados. Creció tanto que se fue al cielo y se convirtió en la Vía láctea.[21] En la versión de Nordenskiold, el relato termina de la siguiente manera: “Luego Nyoko se fue al cielo y cuando truena es Nyoko (2001, p. 186).

Además, Noko es la responsable para que el cielo ya no se caiga sobre la tierra: Antes ocurría que se caía el cielo que estaba muy bajo. El cielo y la tierra apenas estaban separados por la altura de un hombre. La gran serpiente Nyoko cambió el cielo y se enroscó cuatro veces alrededor del cielo y la tierra. Desde entonces ya no se cae el cielo” (Nordenskiold 2001, p. 180). Entonces, Noko¸ además de ser dueño de la Vía láctea, podría ser la serpiente conectora entre río, roca y cielo; su asociación con el trueno podría estar relacionada con la lluvia, la cual, al caer a la tierra, hace crecer los ríos, generando olas grandes que al estrellarse contra las rocas produce el sonido de redoblantes, base rítmica para la danza nocturna de las sirenas, dando fluidez a la circulación cosmológica del agua.[22] Pero, al parecer, esta conexión es aún más compleja.

Según Aldazábal (2005), el ámbito celeste estaría dividido en tres niveles: el “más allá” del superior, inaccesible a las personas humanas, donde habita el creador Dohit; el nivel superior, en el que habitan los muertos que han llevado una “vida correcta”, incluyendo a Jesucristo; y la “mitad del cielo”, donde habitan los que han tenido una muerte violenta. Estos muertos influyen sobre el mundo produciendo los truenos: “Cuando truena, son ellos que están barbasqueando (envenenando) el río del cielo. Ese río es de puro sangre. De allí sacan pescados, pero de puro sangre, incomible, pero ellos comen igual” (cf. 2005, p. 8).[23] Además, la misma autora, plantea que, al tronar, la tierra se vuelca, se descoloca, y son los mismos muertos los encargados de tornarla nuevamente a su lugar con la ayuda de una red.

En la circulación cosmológica del agua, la lluvia también está relacionada con la pesca y el arcoíris. En la entrevista realizada a Juan Huasna por Hugo

Boero (en Fernández et al., 2010), se menciona que cuando hay una pesca

abundante, llueve intensamente. Asimismo, cuando se hace un uso inadecuado del veneno (barbasco), comienza a salir olor a orín y una descomposición tricolor de la lluvia persigue al pescador, alejándolo del río. Es el “abuelo Arco Iris” (O’pito) que se está “atajando” sus peces.

Por todo lo expuesto, Noko sería el dueño del río sideral y de los peces que lo habitan; estos peces no serían otros que los miles de miles de corazones que ha comido Noko. Cuando truena en la tierra (y se vuelca), se trataría de los muertos que están envenenando el río del cielo para pescar. El temor que produce el trueno en los navegantes del río estaría asociado con la posibilidad de volcarse y hundirse en el río, transitando así al plano de los espíritus de muertos que habitan la “mitad del cielo”, siendo el trueno el agente sonoro que abre la vía de comunicación a las capas del multiverso. Es así que los sonidos de violines y

plegarias cantadas forman parte de las relaciones de escucha entre navegantes,

espíritus de muertos, Noko y San Miguel;[24]  dependiendo de la “postura audible”

de  estas  entidades,  sus  cualidades  subjetivas  pueden  invertirse  (volcarse),

viéndose de diferente manera pero escuchándose de forma similar.[25]

 

 

Mäshas, acuíferos y ecos

 

La mayor parte de los relatos y testimonios que he escuchado en las comunidades de la TCO Mosetén, a propósito de las relaciones entre el agua y la música, suelen enfatizar que se trata de “cosas de antes”, las cuales habrían sido contadas por sus abuelos y, en cierta medida, han quedado diluidas en los resquicios de la memoria colectiva. Despertar estas memorias implica sumergirse en tiempos circulares, evocar existencias, levantar emociones, escuchar el eco de voces pasadas y respetar los silencios.

En la conversación con uno de los músicos de la tropa del kalahuaya, surgió uno de los temas más inquietantes y enigmáticos del trabajo de campo, sobre el cual, hasta el momento, no he encontrado referencias explícitas en los estudios sobre la música en territorio mosetén. Ante la pregunta planteada por

Mateo Muchía (ex coordinador del Instituto de Lengua y Cultura Mosetén) respecto al origen de la música (¿de dónde viene la música?), el flautero de Villa Concepción respondió:

 

 

…Cuando no éramos bautizados, más antes, había sabios,[26] esos sabios dice que antes volaban. Dice que como balsa, más o menos, manejaban encima de ellos y con eso volaban y con eso han traído esas músicas… Como pequeñitas balsas, en nuestro idioma lo decimos mäsha, mäsha se llama, con ese dice que vuela, como del caballo [¿?], así más o menos.… Cuando venían esas gentes de noche, tal vez puede ser que venían de otro planeta, con esos hablaban [los sabios]… Mi abuelo me contaba que había un hombre que se llamaba Celestino, ese hombre era un sabio, dice que volaba. De noche llegaban esas gentes, debe ser del cerro que venían, entonces, con esa gente ya hablaba en la noche. Como él era sabio, entonces, él tenía que cuidarles a esas personas que llegaban reunidos. En las noches no más salían… (Marcelino Vani, Villa Concepción, 2016).

 

 

La duda que había despertado este relato, la transmití a los músicos de San

José. En la conversación que compartimos, uno de ellos comentó:

 

Según contaba mi abuelo, la música la habían encontrado esos sabios, porque los sabios todo saben… Y este música que tenemos habían encontrado en un como curichi, así en una laguna. Ahí adentro había empezado a tocar, así habían

escuchado. Así los sabios, como todo es fácil para ellos, cómo habrían hecho,

pero así [¿volando?] entran a la tierra y vuelven a salir… así habían sacado música.

Ya le han sacado otras músicas y le han ido acomodando según los animales, le ven como camina el animal, por sus saltos, como se mete al agua… esa música ya ha ido atrayendo, llegan, visitan, y así han ido reuniendo… ese canto dice de donde viene, cada animal tiene su cuento… (Jenaro Vani, San José, 2016).

 

En  ambos  relatos  vuelve  a  aparecer  un  atributo  antes  detectado:  la habilidad para circular entre mundos, entre capas del multiverso. köjsiy sirenas compartirían este atributo relacionado con la transformación  y la mutabilidad. En el caso de los sabios, pareciera que mäsha es el “medio de transporte nocturno” para circular entre ríos-cerros-cielo-aguas-del-cielo; probablemente se trataría de la balsa del río de la mitad del cielo, una balsa volcada que navega/ vuela al revés. Pero esto ya supondría hacer una clasificación, una objetivación, reduciendo todo lo que es y puede ser mäsha, cuya particularidad parece ser justamente la multiplicidad, esa capacidad de transitar lo liminal. Para evitar caer en especulaciones, me limitaré a lo que ha sido dicho por el eco de las voces pasadas.

Asimismo, el relato de los músicos ha puesto en evidencia un lugar liminal, lugar  de  encuentro,  de  donde  habría  surgido  la  música.  En  los  estudios de  Aldazábal  (2005)  y  Ricco  (2016)  se  hace  mención  a  la  “Tierra  Santa” o  “Santa  Tierra”  que,  según  Aldazábal,  “este  lugar  —donde  existen  todas las plantas que los Mocetenes conocen— consiste en un gran disco que gira constantemente y que se encuentra a la margen del río (Santa Elena), del que se separa, impidiendo el paso a los que no han cumplido con el requisito del ayuno, cayendo éstos en un hueco donde son comidos por las fieras” (2005, pp.

5-6). De acuerdo con Ricco, a la “Tierra Santa” solo entraban los que habían cumplido con el voto de abstinencia (no tener relaciones sexuales) y no comer nada más que plátano verde (dieta propia de los chamanes o kököjsi). Además, menciona, que aquellos que lograron entrar a la “Tierra Santa” (en el cerro Micha), han visto al “divino” (Dohitt) que es el responsable de la crecida de los ríos, y han traído todo lo que tenemos ahora en la tierra (2016, pp. 74-75).

¿Aquella tierra, llamada “Santa Tierra o Tierra Santa”, custodiada por serpientes  gigantes,  que  gira  constantemente  y  de  donde  brotan  los  ríos, será el mismo lugar donde las sirenas enojadas llevan a los músicos para emborracharlos y hacerlos loquear? ¿Esta tierra liminal, que a veces está dentro de lagunas y otras veces dentro de cerros, será aquel lugar más allá de la mitad del

cielo? ¿O acaso será el mismo lugar pero experimentado de diferentes maneras?

¿Es posible que aquel otro mundo, que pareciera ser este mundo volcado, sea el lugar donde se ha originado la música?

En el relato de Marcelino Vani, todo da entender que, por un lado, se trata  de  un  encuentro  entre  gentes  que  salen  de  noche  y  provienen  del interior de los cerros y, por otro lado, de sabios que vuelan (navegan al revés) en mäsha para dar encuentro a aquellos otros. En el relato de Balzan se había mencionado que, producto de los golpes de remo dados por los navegantes, se escucharon gritos que salían de cuevas en los cerros; cuevas que en tiempo de lluvias quedaban solapadas detrás de cascadas. En el origen de los ríos Beni y Mamoré, que también es el origen de las enormes piedras de los ríos, Nordenskiold mencionaba: “cuando truena aquí abajo, Dohitt le está diciendo al mago (kököjsi) que derrame más agua y el mago ahí arriba le contesta” (2001, p. 184). En la afinación de los violines, Ignacio Merena comentaba que las cuerdas tenían que replicar el tin-tong de las campanas de la iglesia. Esta serie de detonantes/respuestas parecen remitir a un agente sonoro: el eco.

En mosetén, eco se dice ma’edye y, sonido, mä’edye (Ministerio de Educación,  2011b). El eco, más allá de ser exclusivamente un fenómeno “natural”, parece ser el agente mediador del paisaje sónico liminal, el medio de comunicación de a entre múltiples existencias, el “similar hearing” de las relaciones de escucha. Entonces, desde el sonorismo indígena, las músicas emergentes y asociadas con los circuitos cosmológicos del agua serían los ecos: resonancias constantes, cíclicas y mutantes de quienes cohabitan itinerantemente entre vientos, rocas, ríos y constelaciones siderales.

A manera de concluir el acápite, considero pertinente retomar una experiencia particular de la última temporada de campo realizada en territorio mosetén. En octubre de 2017, coordinamos con el conjunto musical “Los hermanos Merena” de Muchanes para realizar la grabación de un disco y de una serie de videoclips musicales. Con este motivo, y a sugerencia de los músicos, viajamos por el río Alto Beni-Beni hasta el Beu y la angostura del Chepete. En este recorrido, además de reconocer la pericia de los músicos-navegantes, tuve la oportunidad de escuchar la historia de la serpiente gigante (Cepite) que custodiaba la quebrada, de cómo un mono gritaba para alertarle la proximidad de visitantes y cómo ella devoraba a los tripulantes de las balsas que pasaban por el lugar. El testimonio de esta historia se puede apreciar en una cueva en el o, que no es más que la lengua de la serpiente petrificada, los rastros rojizos de la sangre de sus presas y la cabeza petrificada del mono chillón. Asimismo,  esta historia está narrada en los petroglifos evidentes en las grandes  y brillantes rocas en la otra banda del río, poco más arriba de la angostura, a cuyo alrededor se distinguían huellas de un tigre (jaguar) en la arena. Además, producto de los estudios técnicos que se vienen realizando para la construcción de una represa hidroeléctrica en la angostura del Chepete, se ha realizado una perforación en la roca, de la cual sale un chorro constante de agua a toda presión, los músicos advirtieron no acercarnos a este chorro porque “puede quemar”.

Después de realizar la grabación[27] del conjunto musical en la cascada del Beu, emprendimos rápidamente el retorno a contracorriente, porque pronto iba a anochecer. Lo que preocupaba a los navegantes —según nos dijo el bombero— es que debían cuidar que no nos pase nada (a los visitantes), pues al estar haciendo música todo el día, quienes “viven allí adentro del Beu”, escucharon los sonidos desde lejos, gracias a las condiciones acústicas (ecos) de las rocas llenas de agua (acuíferos), por lo tanto sabían de nuestra presencia. Razón por lo cual, una vez anochezca, podíamos ser presas fáciles de estas “sombras”, especialmente porque nuestro olor (a repelente y bloqueador solar) delataba que no éramos del lugar. ¿Estaban burlándose de nosotros, trataban de asustarnos, o es que nuestra postura de escucha era tan limitada que no habíamos prestado atención a todo lo que estaba sonando en el Beu?

 

 

Reflexiones finales desde ontologías sonoro-musicales locales

 

Serpientes acuáticas súper-predadoras, seductoras y celosas, sirenas danzantes de los ríos que templan instrumentos musicales, truenos provocados por los espíritus de muertos pescadores en la mitad del cielo, cantos de aves adivinatorias y chismosas, silbido de vientos transeúntes de angosturas y pasillos, enormes piedras redoblantes, arcoíris fecundadores, acuíferos insondables, violines poderosos, santos querellantes, luriris walateños peregrinos, maestros moxeños migrantes, expertos navegantes mosetenes y tierras liminales de las que emergen tonadas, danzas y ríos, son las múltiples existencias relacionadas a través de la circulación cosmológica del agua y sus circuitos sonoros.

Ahora bien, si “en este mundo todo tiene dueño”,[28]  ¿la música también lo tiene? ¿Son los dueños del agua, también dueños de la música? De no ser así, ¿quién o quiénes serían los dueños de la música? Fausto (2008) aclara que “dueño” es una categoría indígena que, en la Amazonia, va mucho más allá de la simple referencia a una relación de propiedad o dominio; por el contrario, designaría un  modo generalizado de relación: un componente clave de la socialidad amazónica que caracteriza las interacciones entre humanos, no humanos, entre humanos y no humanos y entre personas y cosas. En esta línea, según Rozo (2019), los espíritus que son descritos como “dueños” o “amos” son seres que, al igual que los humanos, tienen familias  y casas en el monte.

Sus cualidades son, además del cuidado (crianza) de animales y plantas, la negociación con el clima y con lo denominados “fenómenos de la naturaleza”. Así también, estos seres poseerían la cualidad de transformarse en otras formas de vida: aves, insectos y mamíferos. Entonces, ¿sería pertinente hablar del dueño o dueños de la música?

Por un lado, en mosetén, el rmino Khöjkätyi [29]  se traduce como “amos” o “dueños”, pero siempre se lo usa con relación a un sujeto, por ejemplo: Khöjkätyi tyäbëdyë in (amos de los peces), o Khojkätyi jebakdye’in (amos de los animales). Además, cada dueño o amo tiene un nombre propio: Noko (vía láctea), O’pito(arco iris), Mij (piedras), Marij (dueño de los animales del monte) y otros más. Esto, sin caer en el simplismo de argumentar que, al no existir un término específico en mosetén para referirse al “dueño de la música”, queda descartada la posibilidad de su existencia, estaría resaltando la cualidad de estos seres como mediadores que custodian, cuidad, crían, celan y disponen de otras formas de vida. Los dueños, así como las sirenas y los kököjsimäsha, poseen una cualidad intersubjetiva, característica de los “cuerpos transespecie”,[30] categoría relacional que da cuenta de una malla de existencias: dueños devienen serpientes, serpientes devienen vía láctea, truenos devienen redoblantes, tempestades deviene sirenas, sirenas devienen instrumentos serenados, instrumentos serenados devienen tonadas, tonadas devienen movimientos de animales y así, en un constante devenir rizomático.

Por otro lado, el conjunto de relatos orales compilados a lo largo de la investigación, en ningún momento han hecho referencia a elementos sonoros y  musicales como  entidades autónomas, es decir, como  formas de  vida particulares. En  todo caso, considero que resulta más adecuado definir lo sonoro-musical como una agencia liminal a través de la cual múltiples existencias pueden  comunicarse  de   a   en  relaciones transespecíficas. Pero  esta comunicación excede el orden de lo simbólico, del correlato. No se trata de un lenguaje común entre humanos y no-humanos, sino de resonancias simétricas de escucha en perspectivas visuales asimétricas: huellas de ausencias, ecos invertidos, escuchas que preceden voces, silencios que hacen mucho ruido.

Si hay una o varias relaciones entre el agua y lo sonoro, es que ambas condicionan su existencia a la circulación cosmológica, esto quiere decir que están siendo mientras circulan, fluyen, comunican, suenan. Así, por ejemplo, el agua no tiene un sonido particular (como tampoco tiene un color ni un olor específico), los sonidos que “produce” el agua siempre son con relación a otras formas de vida. Escuchar las aguas supone escuchar en y a través de ellas.

Finalmente, desde la perspectiva de las ontologías relacionales, el estudio de la circulación cosmológica de lo sonoro-musical, ya no podría limitarse al campo de las manifestaciones culturales inmateriales y/o materiales, en tanto códigos simbólicos  y referentes de identidad compartidos exclusivamente por colectividades humanas; o bien, a cadenas operativas de producción/difusión/

consumo  de  productos  musicales  en  redes  de  intercambio.  Instrumentos, cantos, repertorios, géneros, danzas y tonadas, ya no se reducirían a simples elementos culturales (propios, apropiados, impuestos o enajenados), o a representaciones subjetivas de la naturaleza. De igual manera, así como sirenas, dueños, mäsha y santos no se reducen al campo de las creencias, los ecos, truenos,  vientos, cascadas y  acuíferos no son exclusivamente “fenómenos naturales”  (divorciados de los llamados fenómenos sociales). Todas estas existencias agencian la circulación cosmológica de los sonidos y las músicas, por tanto, deberían escucharse en serio, escucharse en y a través de las relaciones que los constituyen. Los ecos de muy lejos, se escuchan en silencio.

 

 

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[1] El territorio mosetén está ubicado en la etno-región Amazonia Sur de Bolivia, correspondiente a la ecorregión de los bosques de llanuras aluviales intramontanas y los bosques subandinos muy húmedos a pluviales (Diez Astete, 2011). Desde el punto de vista hidrográfico, este territorio indígena está relacionado con la sub-cuenca del río Beni. Esta región, también conocida como Piedemonte, es una zona de transición entre los Andes y la Amazonía; aunque alcanza a zonas eminentemente de yungas y casi de valle, al mismo tiempo está en las primeras llanuras amazónicas  (Salgado, 2011). En la actualidad, las comunidades mosetén están asentadas en dos Territorios titulados por el Estado boliviano: la TCO Mosetén (Organización Indígena del Pueblo Mosetén OPIM) y la Reserva de Biosfera y TCO Pilón Lajas (Consejo Regional TsimaneMosetén —CRTM). Estos territorios se encuentran en los municipios de Palos Blancos, Cocapata y Rurrenabaque, correspondientes a las provincias Sud Yungas (La Paz), Ayopaya (Cochabamba) y Ballivián (Beni).  De acuerdo a los estudios lingüísticos más recientes (Fabre, 2005; Sakel, 2007 y 2009; Delgadillo,  2012), el mosetén es un idioma emparentado lingüísticamente con el chimán (o t´simane), aunque se trataría de una lengua aislada o no clasificada. Fabre (2005), afirma que: “los moseten-chimane mantuvieron relaciones tradicionales con los mojo (de la familia lingüística arawak) y los aymara. Muchos mosetén hablaban aymara…” (2005, p. 3). Según Sakel (2007), argumentando razones socioculturales, el mosetén y el chimán serían dos lenguas diferentes, pero, desde el punto de vista estrictamente lingüístico, distingue tres variedades idiomáticas: el mosetén de Covendo, el mosetén de Santa Ana y el chimán.

 

[2] En el trabajo de campo participaron las y los estudiantes: Fernanda Barral, Claudia Mejía, Jesika Paredes, Clara Espinoza, María René López, Sonia Mamani, Martín Saravia, Julio de la Torre, Cristian Villalpando, Henry García, Alejandro Mendoza, Pedro Samanamud, Carola Selaez, Reyna Guerra, Bismarck Taboada, Inti Portugal, Johnny Copa, Daniela Castro, Alejandra Núñez del Prado, Noemy Villanueva, Gustavo Zelaya, Fernando Zelada, Andrés Roca, Javier Vargas,  Wilmer Aquino, Marcos Aramayo y Adrián Aliaga. Asimismo, se contó con el acompañamiento de Sebastian Hachmeyer, Daniel Pereira, Silvia Sganga, Alejo Torrico (registro audiovisual) y Mariela Silva Arratia (registro sonoro y seguimiento metodológico).

[3] Con la participación y apoyo institucional de David Mayto, Heriberto Maza, Olver Canare,  Yasmani Chinica, Clemente Caimani, Cirilo Maza, Mateo Muchía y Norma Urzagasti.

[4] Gisbert (2004), a partir del análisis iconográfico de pinturas, retablos y motivos arquitectónicos en iglesias de los Andes, menciona que uno de los tres grupos de sirenas que ha identificado, corresponde a sirenas que tañen un instrumento musical (laúd, vihuela, charango). Según la autora,

este tipo de sirenas “representan” el pecado, la seducción y la tentación. Por su parte, Arnold y Yapita (1998), a partir del estudio etnográfico en Qaqachaka, afirman que las moradas acuáticas donde habitan las sirenas son reconocidas como la fuente de las canciones a los animales y de los

animales mismos.

[5] Al respecto, dos referencias adicionales refuerzan lo descrito por Stobart. Por un lado, el estudio ecomusicológico de S. Hachmeyer (2018), realizado con algunos luriri (hacedores de instrumentos) de Walata Grande, propone la zona del Alto Beni (habitada por mosetenes y colonos) como una de las cuatro regiones tradicionales en la que los luriri cosechan los bambúes nativos

(llamados sikuchhalla en aymara, y sikudyd en mosetén) con los que fabrican aerófonos autóctonos

en el altiplano paceño, resaltando los itinerarios que realizan de acuerdo a los ciclos del bambú.

Por otro lado, en un artículo anterior (Barrientos et al., 2017) a propósito de la vida social de

los instrumentos musicales en la TCO Mosetén, hemos evidenciado que músicos locales tocan

zampoñas provenientes de Walata Grande, generando redes de intercambio de materiales (tacuaras)

y sonidos (tonadas).

[6] “El rizoma es una imagen de pensamiento que se basa sobre conexiones horizontales y no- lineales, que permiten puntos de entrada y salida no-jerárquicas en la presentación e interpretación de datos.” (Hachmeyer, 2015, p. 32).

[7] La noción de “circulación cosmológica del agua” la he retomado del estudio de Stobart (2010, p. 201), en el que se refiere al ciclo hidráulico que conecta los diferentes planos de los sistemas cosmológicos andinos, en directa concordancia con el fluir del agua corriente y sus propiedades de transformación material (en vapor, nubes, lluvia, etc.).

[8] Por ejemplo: weñi (río grande), jinakh (arroyo), fersi´ (corriente), pifej (olas), ribij (remolinos),

bin’ki (pozas), wik (cachuela), wushi (enorme roca donde chocan las olas) y otras más (Delgadillo,

2012, p. 82).

[9] Viveiros de Castro (2004) plantea que “…entre el yo reflexivo de la cultura y el él con valor

impersonal de la naturaleza hay una posición que falta, la del , la segunda persona, o el otro

tomado como otro sujeto, cuyo punto de vista sirve de eco latente al del yo…” (2006, p. 66).

[10] De acuerdo a los datos históricos proporcionados por Armentia (1903), es posible que estos maestros sean indígenas proveniente de las misiones de Moxos, quienes gracias a las enseñanzas jesuíticas habían aprendido a tocar el violín y otros instrumentos barrocos (p.e. los bajones).

[11] Es posible que, más que aprender el latín, los coristas indígenas imitasen los elementos sonoros que escuchaban y los reproducían a su manera.

[12] En la actualidad, tras el fallecimiento de Juan Huasna en 2018, Ignacio Merena es el único violinista de la TCO; al menos, el único reconocido por otros músicos locales.

[13] Carta escrita por fray Manuel María Domínguez, el 15 de abril de 1809, al Guardián y Discretorio del Colegio de Moquegua (Armentia, 1903, p. 332).

[14] De acuerdo con Ricco (2016, p. 34), las misiones franciscanas entre los mosetenes se mantuvieron hasta la década de 1970, tiempo que coincide con la llegada creciente de colonizadores andinos, principalmente aymaras, al territorio mosetén. En este sentido, la culminación tardía del periodo misional en la región explicaría el cese intempestivo de cierto repertorio musical, al menos del más relacionado con el quehacer de las misiones franciscanas.

[15] Los músicos del territorio mosetén se refieren a los wayñus para hablar de las tonadas que usualmente están en ritmo de chobena, un género bastante difundido en las Tierras Bajas, cuya base instrumental suele ser bombo, caja y un aerófono (flauta, fífano u otro). Es parte del repertorio de Ignacio Merena la Tonada del caimán, la Tonada de la sarna y la Canción de la cuñada, temas que toca con el violín y canta en mosetén.

[16] Según Armentia (1903), en el año 1790, los franciscanos  Jorquera y Mar “descubrieron

a una “nación de bárbaros llamados Mosetenes, a las orillas del río Coroyco (1903, p. 236), los

cuales habrían permitido erguir un oratorio precedido por la “Santísima Cruz”. Pero esta misión fue abandonada pronto, debido a las enfermedades y las condiciones paupérrimas para sostenerla. Años después, fray Diegues habría sido designado “a la conquista de Muchanés (1993, p. 261). Esta misión fue conocida con el nombre de “San Miguel de Muchanis”.

[17] Según Gisbert (2012), este tema continúa vigente en la “afamada” Diabla del Carnaval de Oruro.

[18] En la recopilación de relatos orales realizada por el ISEAT (2017) se menciona al quiñi qoño o kiñikonoj, un ave nocturna (sin mayores referencias) que castigó a los hombres que se comieron los huevos que habían encontrado en el río, convirtiéndolos en vientos (o huracanes).

[19] Prada (2010, p. 58), en el estudio sobre el pueblo mosetén de Covendo, hace referencia al

shikij shikij yityi, una variedad de búho, pronosticador: canta para avisar la llegada de algún familiar

de mucho tiempo.

[20] Los estudios sobre paisajes sonoros han sido criticados por otros antropólogos (p.e. Tim Ingold, 2007), argumentando que así como los estudios visuales han priorizado la mirada sobre la luz, este tipo de estudios han priorizado la escucha sobre el sonido, corriendo el riesgo de caer en un “oidocentrismo” semejante al “ocularcentrismo” que habían criticado previamente. Este tipo de críticas ha suscitado un interesante debate, el cual se puede seguir en el journal (on line): Terrain. Lectures et débats (2018).

[21] En la sección dedicada a los contenidos relacionados con la pesca del libro de Prada (2010), dentro del acápite dedicado a los dueños de los peces (Khöjkätyi tyäbëdyë in), se traduce “Noko” como vía láctea.

[22] Clemente Caimani, investigador mosetén de Quiquibey, en una sesión nocturna de conversación en Pojponendo (2016), comentó sobre la relación entre la constelación sideral asociada con Noko y los niveles de los ríos que atraviesan el territorio mosetén, es decir, el visionado

de las estrellas como una fuente de información para los navegantes sobre las variaciones en los caudales de la corrientes fluviales.

[23] La Vía láctea, en la cosmología de otras sociedades indígenas de la Amazonía occidental (p.e.

suruwahá, en la amazonia brasilera), también está asociada con las “aguas del cielo”, donde bucean los muertos transformados en peces, y cuyo destino es el “lugar del trueno”. Es así que los truenos son las voces de las almas en el cielo y son también el ruido que los corazones de los muertos hacen

al sumergirse en las aguas del cielo (Aparicio, 2015, p. 258).

[24] Habría que considerar que otros agentes, como el olor a sulfuro y a orines, también son parte de esta comunicación transespecífica, la cual ya no solo se restringiría al ámbito sonoro, sino que se

ampliaría al espectro multisensorial.

[25] Esta frase hace alusión al título del artículo de Lewy (2012): Different seeing similar hearing”.

Ritual and sound among the Pemón.

[26] En mosetén, los sabios eran llamados kököjsi, término que también ha sido traducido como chamán, brujo o mago.

[27] El disco fue bautizado por los músicos con el título: “Ecos de Muchanes”.

[28] Parafraseando el título del libro de Daniela Ricco (2016).

[29] Fausto (2008), citando el estudio de Daillant (2003), menciona que el amo de los animales entre los chimane (parientes lingüísticos de los mosetenes) se define como chojca-csi-ty, es decir: “el que los guarda, el que cuida ellos”.

[30] En otro artículo (Barrientos et al., 2019), a partir de los relatos sobre el Tigre-Gente en la comunidad Secejsamma (TIPNIS), discuto el “cuerpo transespecie como categoría relacional emergente, la transformación como campo liminal en las relaciones entre humanos  y no-humanos, y el relato mítico como formas de ser en el mundo o como enacción de multiversos emergentes. Asimismo, en los estudios realizados por Hachmeyer (2015, 2017, 2019) en los valles interandinos del norte de La Paz, resalta la categoría “cuerpo-persona-montaña” como una unidad inseparable,  en la que materia y energía se intercambian, atrayendo a la coexistencia.