Sonorismo indígena y ciclos cosmológicos del agua en
el
Piedemonte Andino-Amazónico
Javier Alejandro Barrientos Salinas
Magister en Estudios Amerindios, Universidad Complutense de Madrid; docente
de la carrera de antropología y del Programa
de Cine y Producción Audiovisual,
Universidad Mayor de San Andrés, La Paz,
Bolivia; investigador del Laboratorio de Estudios Ontológicos y Multiespecie del Instituto de Investigaciones
Antropológicas y Arqueológicas (IIAA);
correo
electrónico: jabarrientos@umsa.bo
Recibido el 19 de octubre de 2020; aceptado
el 24 de marzo de 2021
Resumen: En los últimos años, los debates contemporáneos sobre
el
llamado “giro ontológico” han comenzado a hacer eco en el campo de los
estudios sonoro-musicales y la etnomusicología. Asimismo, en
el transcurso de tres temporadas
de campo en el Piedemonte Andino-Amazónico,
han sido recopilados testimonios sobre la relación entre la música y el agua:
instrumentos serenados cerca de ríos, sonidos de violines apaciguando tormentas y sabios recibiendo la música en pozas. Motivado por dichos debates teóricos
y estas
evidencias etnográficas, el presente artículo es el resultado de una investigación
antropológica en Territorio
Mosetén con la intención de relacionar el sonorismo
indígena con la
circulación cosmológica del agua.
Palabras
clave:
música, sonido, antropología, ontologías relacionales, Mosetén.
Indigenous sound and cosmological cycles of water in the Andean-Amazonian Piedemonte
Abstract: In recent years, contemporary debates about the so-called “ontological turn” have begun to echo in the field of sound-musical
studies and ethnomusicology. Likewise, in the course
of three
field seasons in the
Andean-Amazonian Piedemonte, testimonies have been collected
about the relationship between music and water: serene instruments near rivers, sounds of violins appeasing storms and wise
men receiving music in pools. Motivated by these
theoretical debates and these
ethnographic evidences, this article is the result
of an anthropological research in Mosetén Territory with the intention of relating indigenous sound with the cosmological circulation of
water.
Key words: music, sound, anthropology,
relational ontologies,
Mosetén.
A la memoria de Juan Huasna e
Ignacio Merena
Introducción
El cuestionamiento a la universalización de la “gran división”
entre cultura y naturaleza generada
por el pensamiento racional moderno, la interpelación
a las estructuras elementales del pensamiento salvaje y las dicotomías estructuralistas, la inconformidad con el giro lingüístico y la interpretación de las culturas
como textos, el resurgimiento del animismo
en la antropología, y la reflexión sobre la crisis medioambiental más allá de la ecología
política, parecen ser algunas de las
características del llamado “giro ontológico” (Gonzáles-Abrisketa y Carro- Ripalda, 2016; Dos Santos y Tola, 2016; Ruíz y Del
Cairo, 2016).
Estos debates
contemporáneos sobre las ontologías, con especial resonancia en la
antropología, y más allá de la
tradición filosófica occidental, también han comenzado a hacer eco en el campo de
los estudios sonoro-musicales, la etnomusicología, la antropología auditiva y los estudios
sobre paisajes sonoros. Las compilaciones presentadas por
Hill y Chaumeil (2011), Brabec
de Mori y Seeger (2013), Brabec de Mori, Lewy y García
(2015), reúnen un importante número
de investigaciones, sustentadas primordialmente en experiencias etnográficas en las Tierras Bajas
sudamericanas, han contribuido a tomar en cuenta el rol delos sonidos y de las músicas en las
interacciones sociales entre humanos y las múltiples naturalezas con las que
cohabitan, llegando incluso a poner en
debate si la música sería una condición exclusiva
de la “naturaleza” humana.
En los estudios bolivianos
sobre antropología de la música y etnomusicología, las resonancias del
“giro ontológico” y los debates
sobre las ontologías sonoro-musicales,
son
todavía escazas.
En
el
exhaustivo
balance presentado hace
algunos años por
Mujica (2014), no
se menciona nada a propósito de
esta tendencia en el panorama de los estudios sobre las músicas, probablemente porque hasta ese momento estos debates eran desconocidos o poco
discutidos por investigadores
y académicos. Sin embargo,
las investigaciones
de Martínez (1996), Arnold y Yapita
(1998), Stobart
(2006, 2010), Rozo et al. (2011), entre otras pocas, sin hacer explícita la perspectiva
ontológica en sus reflexiones, advertían en sus evidencias etnográficas que la creación musical, enseñanza/aprendizaje, instrumentación,
repertorios
ypaisajes sonoros no se limitaban a una cuestión exclusivamente humana. Es posible que los trabajos
de Hachmeyer
(2015, 2017) y Rozo (2016a, 2016b)
constituyan las primeras provocaciones para repensar y discutir los estudios musicales desde el “giro ontológico”, en un caso, desde los valles interandinos de La Paz y, en el otro, desde la Chiquitanía. En ambos, se advierte que uno de los principales aportes del “giro” consiste en
“des-naturalizar” la naturaleza, es decir,
evitar partir de los supuestos instituidos por el pensamiento racional
moderno y la universalización de la gran división
entre cultura-naturaleza. Al mismo tiempo,
este “giro” permitiría superar el
reduccionismo de las múltiples visiones
del mundo,
mejor conocidas como “culturas”, para
comenzar a explorar en los multiversos sonoros.
Con relación a los
estudios sobre la
música en
Territorio Mosetén,[1] el trabajo
más elaborado sobre
la música misional
mosetén, ha sido presentado bajo el
título Hallazgo y contextualización preliminar de un archivo musical misional
mosetén (Fernández, Boero y Soux, 2010). Este estudio
es el resultado del hallazgo de un compendio de partituras recopiladas
y reproducidas por copistas
indígenas a lo largo del siglo XX, cuando en el año 2003,
Nicasio Santos (nieto de Nicolás Santos,
músico de la misión de Covendo) entregó estos documentos históricos
al gestor cultural Eduardo Fernández (coautor de la referida publicación).
El repertorio musical
en territorio mosetén es diverso y no se restringe solamente a la música misional, aunque es probable que, como en otros casos de
pueblos indígenas de Tierras
Bajas (p.e. moxos, chiquitanos,
guarayos),
la influencia de las misiones haya repercutido en diversos ámbitos de la vida social, dejando
huellas claras en los paisajes
sonoro-musicales, las danzas y
en las fiestas patronales, escenarios
fundamentales para la construcción
y reafirmación de
la espiritualidad
y la religión.
Los estudios
promovidos por el Ministerio de Educación (2010a,
2010b y 2012), a manera de recuento de la “cultura material e
inmaterial” mosetén, identifican los siguientes instrumentos musicales
como
“tradicionales”: el bombo, el tambor, la flauta de tacuara,
el violín, la zampoña y el könë’ïj (o sonajera, actualmente en desuso). Aunque se limitan a descripciones generales, sin considerar los procesos asociados a
su fabricación, las personas responsables
de su creación e interpretación, la transmisión
de estos conocimientos y las posibles variaciones, ya sea en la elaboración o en la interpretación, estas publicaciones
institucionales brindan un panorama general
sobre la instrumentación local. Estos
estudios coinciden en apuntar que los instrumentos musicales ya no son fabricados y elaborados por los mismos comunarios. Con aire nostálgico, se menciona
que ahora se prefiere comprar o
alquilar instrumentos de material metálico
de fábrica (tambor y bombo) y las flautas son hechas de tubos de plástico (usados
en la plomería).
En una
publicación reciente (Barrientos et al., 2017), directamente relacionada con el trabajo
etnográfico de la presente
investigación,
hemos
tratado
de ampliar la mirada —y la escucha—
hacia la vida social de los instrumentos musicales. Más allá de una mirada nostálgica culturalista, hemos seguido los rastros de algunos materiales (p.e.
tacuaras y tubos de plástico) y los intercambios con fabricantes de aerófonos del altiplano paceño;
los repertorios que circulan en la TCO a través de las radios benianas, el YouTube y el comercio informal de discos piratas en la localidad de Palos Blancos; la incorporación
de instrumentos resonantes, como los timbales, y de dispositivos electrónicos para amplificar el sonido, en conjuntos locales (p.e.
Sayubú, de San
Pedro de Cogotay, o Los Hermanos Merena, de Muchanes) que eventualmente son contratadas en comunidades “interculturales” de la región;
los itinerarios del fífano (flauta hecha del hueso del ala de bato (Jabiru mycteria)) en las migraciones
de colectividades moxeño-trinitarias
a mediados del siglo XX; o la convivencia y disputa por el campo sonoro de las llamadas
danzas tradicionales con el tink�u y el caporal en las fiestas patronales y otro tipo de eventos (p.e.
las llamadas
“tomas de nombre” en las Unidades Educativas).
En resumen, a partir de esta revisión de fuentes secundarias, es posible advertir
que el ámbito sonoro-musical en el
Piedemonte Andino-Amazónico constituye un fenómeno abigarrado, por lo que es necesario ampliar la mirada—y la
escucha— a
un ámbito más
amplio de relaciones, entre
ellas, las relaciones ontológicas.
Acorde a esta tendencia, el presente artículo es el resultado de una investigación antropológica en territorio mosetén
en el transcurso de tres temporadas de campo,
entre 2016 y 2017, en el marco del estudio “Saberes, prácticas y productos
musicales en
la TCO Mosetén”, promovido por el
Taller de Investigación en Antropología Amazónica-Chaco Platense[2] (carrera de Antropología, Universidad Mayor de San Andrés) y en coordinación
con la Organización del Pueblo Indígena Mosetén
(OPIM)0[3] Este estudio, repensando
desde las ontologías sonoro-musicales, parte por evitar reducir
la músicaexclusivamente al campo de las manifestaciones culturales, para reorientar el
enfoque a nuevos puertos. Asumir este
“giro”
en una investigación todavía en proceso, tiene como intención principal el problematizar lo sonoro-musical en un ámbito relacional más amplio: la circulación cosmológica del agua y el sonorismo indígena en el Piedemonte Andino-Amazónico.
Con tal motivo, a
lo largo del artículo,
me ocuparé de
describir las relaciones
ontológicas entre música y agua. Consciente de que los testimonios sobre
este tipo de relaciones se encuentran diluidos en los silencios de la memoria colectiva
mosetén, probablemente porque las preguntas hechas no fueron las indicadas, o porque fueron
temas sobre los cuáles se prefirió callar manteniéndolos fuera de las entrevistas “formales”, los argumentos etnográficos que expongo están sustentados en las pautas
de los relatos orales generados en campo, así como en aquellos detectados en fuentes secundarias sobre diversas
entidades no-humanas y los ciclos del agua en la cosmología mosetén.
Instrumentos, dueños y sirenas
En una de las conversaciones realizadas en la comunidad San José, a manera de
entrevista grupal, con la participación de Jenaro Vani (músico
de la tropa de morenos), Cruz Tayo
(músico de la tropa de morenos) y
Clemente Caimani (investigador
local de Quiquibey), se hizo mención a un tipo
de relación entre los instrumentos musicales y el agua. Concretamente, el relato daba cuenta que cuando un
músico no podía tocar un instrumento, por ejemplo una zampoña, u otro instrumento de viento, él debía llevarlo
cerca de la corriente del río, en una rinconada o próximo a una cachuela,
y dejarlo allí durante la noche:
Con lo que hay
dueño siempre, entonces ellos [los dueños]
vienen y tocan ese instrumento, bien lo tocan seguramente; luego cuando [el músico] vuelve a recogerlo, ya por sí va saliendo
la música. Son grandes músicas
las que tienen, de ahí salen,
así nacen [las tonadas] (Cruz Tayo,
Villa Concepción, 2016).
En el testimonio del flautero, si
bien se enfatizaba que esta era una práctica
“de
antes” (tiempo antiguo), también recordó el caso de un “jovencito”
de la comunidad que quería
tocar la flauta
de tacuara. Como no podía hacerlo, le
recomendaron ir a dejar el instrumento “en el corrientito del río, en el rincón. Y él había estado escuchando tarde en la noche,
entonces había empezado a tocar,
parece que el viento sopla y pone la música [en el instrumento]”.
Este relato se complementa con
una advertencia: al momento de recoger
el instrumento, este no debe estar “suelto”, es decir, no
debería estar sonando por sí mismo; es necesario dejarlo descansar hasta el
amanecer, de lo contrario “se hace
loquear”, es decir, el músico
enfermará y no volverá a
sanar.
En la conversación grupal también se ha mencionado que esta práctica
no es particular
de las comunidades mosetén, ni de los instrumentos
de viento. Los músicos de San José conocen experiencias similares con instrumentos de cuerda (guitarra y charango) que han sido llevados a las corrientes
de los ríos de la zona por músicos provenientes de otras regiones, e incluso desde la ciudad de La Paz. Este aspecto
ha sido ratificado por Abraham Misange (músico
de Bajo Inicua),
quien desde su propia experiencia contaba:
He escuchado
eso, nunca yo he hecho.
De mi propia memoria, ideas,
mentalidad, así he aprendido, nada
de ir al monte como otros. La guitarra más que todo he escuchado, pero yo nunca lo he hecho, pese a que cuando estuve aprendiendo a tocar guitarra
quería hacerlo, porque no
le practicaba
bien, quería hacer eso: a serenar,
hacer templar; pero no había
coraje (risas), tienes
que ser corajudo…
(Abraham Misange, Bajo Inicua,
2016).
Con esta
expresión,
“ser
corajudo”,
posiblemente
el
músico
mosetén estaba haciendo
referencia a que se necesita valor para ir a los lugares donde se serenan
o se hacen templar los instrumentos,
lugares que no suelen encontrarse
cerca de los centros poblados, sino
en los rápidos del monte, y exponerse a los peligros que esto supone. Aunque pareciera que
esto no siempre es así, según el testimonio de Pedro Vani, músico de la tropa de kallahuaya
de Villa Concepción,
la manera en la que él ha serenado la flauta de tacuara ha sido colgándola toda la noche en un corredor de su casa y esperando a la madrugada para poder
soplarla. En este caso, si bien el
instrumento musical no ha sido dejado cerca de la corriente del río, la
relación con el agua se mantendría a través
del contacto con el sereno o rocío de la madrugada, así como con el viento que circula por
el corredor de la casa.
Entonces, ¿cuáles serían aquellos peligros que suponen ser corajudo para serenar o
hacer templar los instrumentos
musicales? El testimonio de Cruz Tayo
brindaba una primera pauta: recoger el instrumento musical
mientras está sonando por sí mismo, o está siendo templado por los dueños, “hace loquear”
al músico, es decir, lo hace enfermar. Para comprender un poco mejor esta
relación con la enfermedad, Prada (2010) afirma:
…las madres
saben que las enfermedades
no sólo se adquieren por contagio o mala alimentación, si
no, principalmente por influencia de
las pozas de agua, las
piedras [del río], los árboles
y otros elementos que la sociedad mosetén conoce como lugares prohibidos. Para evitar que los amos del monte y los abuelos del río ingresen al cuerpo de sus hijos, enfermándolos, los padres cuelgan millos y dientes de melero en el cuello de los
pequeños (2010, p. 180).
¿Quiénes son
estos dueños o amos que habitan en pozas de agua y cachuelas
del río? Aldazábal (2005) y Ricco (2016) mencionan
al “Opitu” u “O’pito”, espíritu
protector o dueño del río y de
los pescados, frecuentemente se presenta
como arcoíris, habita en
las cuevas de los ríos
o en los curichis (lugares pantanosos),
huele mal y es hijo de una mujer y
un hombre de agua. Este dueño del río
es particularmente peligroso para las mujeres en edad fértil y que están en periodo menstrual; se dice que cuando
sale el arcoíris, el O’pito puede llevarse mujeres
o ingresar en su vientre, provocando el nacimiento de hijos sapos, tricolores o con alguna deformidad (Ricco, 2016, p. 65).
En la recopilación de cuentos y relatos orales mosetenes (Instituto Superior Ecuménico Andino
de Teología —ISEAT, 2017),
he detectado otras
pautas para matizar esta cuestionante. Por un lado, en “Las pozas con víboras” se narra:
[H]abía un hombre que se internó en las serranías para buscar marimonos y en esa búsqueda
llegó a un lugar donde había muchos
truenos y soplaba el viento, estas
eran las señales
que indicaban que el hombre
aquel se encontraba en un lugar peligroso, donde además había una poza en la que vivía una víbora gigante que con su mirada atraía a las personas y se las comía. Si
se pasaba por ese lugar exactamente al
mediodía, no se escuchaba ni ocurría nada, pero después del mediodía esa víbora aparecía para atrapar a los que se osaban a transitar por esas tierras (María Vani, Villa Concepción.
Cf. ISEAT, 2017, p. 34).
Por
otro lado, en “El relato de la
víbora” se narra:
[U]n hombre encontró
una víbora en un nido y se la llevó a su casa, donde la
crió y compartió todo con ella; con el tiempo, la víbora creció y se hizo muy celosa, específicamente de la esposa de este señor. Un día se enojó tanto que se fue de la casa llevándose al hombre a una cueva. Desde ese entonces se teme a las
pozas porque se dice que ahí viven las víboras gigantes… (Matías
Nate, Villa Concepción. Cf. ISEAT, 2017, p. 31).
En este
último relato, dependiendo
las variaciones del mito, destacan dos aspectos adicionales.
El
primero: tras ser engullido por la víbora, el hombre con la ayuda de un cuchillo
fue haciendo cortes a las entrañas
del ofidio, provocando el brote de grandes cantidades de
sangre que luego se iría convirtiendo en los animales venenosos que habitan el monte. El segundo: mientras convivían
el hombre y la víbora, esta última tenía un “imán” que atraía a otros animales para que su “amo” pudiera
cazarlos fácilmente, alimentándose
ambos
con la carne de las presas. Este “imán” (ïyäj en mosetén)
es particular de las sicurices gigantes
(chowaj) que comen gente y otros animales (Ministerio de
Educación, 2011b, p. 28).
En ambos
relatos, la sicurí (chowaj), habitante de pozas y cuevas del río,
tiene un poder de atracción, con especial efecto en varones/machos (aunque no exclusivamente), es celosa y una súper-predadora. Estas características parecen
tener bastante resonancia con las “sirenas” de las cosmologías andinas.[4] En el estudio etnomusicológico de H. Stobart (2010), se menciona que los seres
tipo sirena andina o sirinus (serenos), son casi siempre clasificados como una forma de supay (diablo, satanás o demonio): “poderosos, ambiguos y creativos seres que habitan
los reinos ocultos del ukhu pacha, de adentro de la tierra” (2010, p. 194).
La referencia hecha al estudio de Stobart (2010)
no se limita a una
comparación caprichosa, por el contrario, los aportes etnográficos de esta
investigación son un excelente argumento para adentrarse en el mosaico abigarrado del Piedemonte. Además del énfasis que hace en los abundantes
relatos
de hombres jóvenes que visitan los
manantiales de las sirenas y las cascadas o las rocas, tarde por la noche, para “entonar”
un nuevo instrumento, sea de cuerda o una tropa entera de flautas o zampoñas, me interesa destacar el
caso
particular de los músicos de la comunidad Walata Grande en el altiplano paceño. En las propias palabras del etnomusicólogo:
Las ofrendas
a las sirenas andinas, como una forma de intercambio, se juzgan como esenciales si los instrumentos van a sonar de una forma muy bella y los que tocan los instrumentos lo van a hacer bien… Según los fabricantes de
este pueblo [Walata Grande], famoso
por la fabricación de instrumentos, las ofrendas a las sirenas del lugar son tan frecuentes y abundantes que ellas a
menudo no tienen apetito. Cuando no se consuman
ofrendas se dice que los músicos no conseguirán ayuda. Sin embargo, sirenas “muy hambrientas” se pueden encontrar, me aseguraron, en lugares remotos de las tierras tropicales
bajas… Estas hambrientas sirenas, explicaron, habitan huecos profundos
e inmensos que apestan a
sulfuro y se llaman chinkanas,
donde “muchos demonios”
y víboras de diez años se pueden encontrar…
(2010, p. 195).[5]
Entonces, así como ya había
sido expresado por los integrantes de la tropa de
morenos de San José, no deberían resultar
extrañas, aunque
sí inquietantes, estas peregrinaciones para hacer templar instrumentos musicales y alimentar
a las sirenas hambrientas que habitan las pozas de los ríos que atraviesan el territorio
mosetén. Más allá de
las fronteras étnico-culturales y regionales, estas
peregrinaciones son una
evidencia de las ontologías relacionales en la asociación música-agua a través de itinerarios multi-situados, evidencia que parece superar los
límites culturales que antes distinguían sociedades de tierras altas y bajas del
actual territorio boliviano.
Ahora bien, ¿son estas serpientes gigantes las sirenas
que templan los instrumentos y comparten bellas tonadas? De acuerdo a Viveiros
de Castro (2004):
[L]o que define a los espíritus
es el hecho de ser supremamente incomestibles; eso los transforma en comedores por
excelencia, o
sea, en antropófagos. Por eso,
es común que los grandes animales depredadores sean las formas preferidas de los espíritus para manifestarse. Así se entiende, además, por qué los animales de presa ven a los humanos como espíritus, por qué los depredadores nos ven como
animales de presa, y por qué los animales considerados incomestibles suelen
asimilarse a espíritus (2004, p.
64).
La predación asociada con el hambre insaciable, el poder de atracción y la introducción en los cuerpos como causa de enfermedades
(mortales), parecen ser algunas de las características de estos dueños. En esta línea
—la del “perspectivismo multinaturalista”
de Viveiros de Castro (2004)—, Daniela Ricco (2016) argumenta
que todos los dueños eran seres humanos, pero algún acontecimiento los convirtió en
lo que actualmente
son, aunque también, de acuerdo a las circunstancias, tienen la posibilidad de recobrar su
aspecto humano.
El relato de Ignacio
Merena,
músico de Muchanes, ayuda
a
matizar y conocer un poco más a las sirenas
que habitan el Piedemonte:
Digamos, vos no sabes y quieres volverte músico. Donde sirena vienen de noche,
a cantar, a tocar flauta, a tocar violín, ahí tienes que ir. Donde salen a
medianoche, ahí tiene que llevar. Sirena viene
de adentro del agua, hace música a medianoche, si hay
trueno, hay mal tiempo, salen
ellos y ahí recién tocan. Ahí donde salen, ahí tienes que dejar, será violín o será flauta. Después de tres o cuatros días, así hay que dejar dormir, luego vas a recoger y de por sí ya has aprendido, ya capo te vuelves.… Sirenas vienen a bailar a medianoche, su patita dice que como de loro es, pero arriba es gente… No hay que hacer
daño a ella, se bailan
y después se van. Dice que si le haces otra cosa, se enoja, dice que te llevan a
un lugar feo, te dejan adentro. Primero
has visto bonito plaza, gentes, casas, sin embargo, te llevan a otro lado, te emborrachan, te duermes al lado de la piedra,
así te amaneces. Cuando te despiertas de día, miras, feo lugar… (Ignacio Merena, Muchanes, 2016).
De acuerdo a este relato, la predación
y el hambre insaciable no serían las únicas características de las sirenas. La fluidez
de formas que pueden adoptar (arcoíris, serpientes, cascadas y/o gentes con patitas
de loro), la habilidad que poseen para circular entre mundos (acuáticos, nocturnos,
sonoros, humanos, animales y otros), el gusto por el baile y la borrachera, son
otros atributos que impiden fijarlas en una sola clasificación.
Entonces, ¿sería posible afirmar que las sirenas son una multiplicidad
de entidades que habitan las corrientes de agua, con habilidad de crear bellas tonadas
y afinar los instrumentos incorporándose
en ellos, pero también capaces de danzar a medianoche y emborracharse con chicha
al son de redoblantes y flautas hasta el
amanecer? La pregunta queda abierta. Por ahora, expondré otras evidencias que ayuden
a profundizar un poco más lasrelaciones rizomáticas[6] de aquello
que en este trabajo denominaré la circulación cosmológica del agua[7] y su correspondencia con el ámbito sonoro-musical;
en ningún caso como un binomio reduccionista, ni como una metáfora cultural.
Truenos, violines y navegantes
En la revisión
de la literatura
etnohistórica y antropológica, un
aspecto al que permanentemente se hace referencia es la admirable destreza de los mosetenes para la navegación fluvial. Desde D’Orbigny (2011) hasta Balzán (2008), los
exploradores del siglo XIX resaltaron el conocimiento que tenían sobre las corrientes
de los ríos, la habilidad para surcar los rápidos (cachuelas),
la construcción de balsas (pennej) y su constante
circulación entre los Yungas y las llanuras amazónicas, especialmente, como balseros
en las rutas comerciales de la quina y el caucho. Así también, en la tesis sociolingüística de Delgadillo
(2012), se afirma que “los mosetén han desarrollado
innumerables palabras[8] relacionadas al fenómeno del ‘fluir del agua’, lo que constituye una muestra de la especificidad de la lengua como correlato del contexto
geográfico y los fenómenos naturales” (2012, p. 83).
Sobre lo último, sin desconocer
el aporte etnolingüístico de la tesis pero
cuestionando
la distinción que se hace entre lengua (cultura)
y contexto geográfico (naturaleza), cabe preguntar: ¿será
que la relación entre mosetenes y los ríos se establece únicamente a través de la comunicación simbólica, oral y/o idiomática? ¿Será el
correlato cultura-naturaleza una
explicación suficiente para aproximarse
a la relación entre múltiples existencias? O,
mejor dicho, ¿es posible vislumbrar un ámbito relacional más amplio en el
que la comunicación con el “fluir del agua” sea de tú a tú?[9]
El relato
de Ignacio Merena, violinista
de Santa Ana
y residente en Muchane, es una posible
pauta para comenzar
a explorar en esa comunicación
de tú a tú entre múltiples existencias. El testimonio inicia con la historia que le contaba su abuelo
respecto al despoblamiento de la misión franciscana de San Miguel de
Muchane
(probablemente en las últimas décadas del siglo XIX). Producto de una epidemia de viruela, la mayoría de los reducidos
escaparon al monte y se “volvieron
bárbaros”, solo unos pocos quedaron en el pueblo deshabitado, entre ellos, el abuelo de Ignacio; quien le contaba cómo se hizo el traslado del santo (San Miguel) a través del río Alto Beni (corriente arriba). El
relato continúa:
Los maestros de Santa Ana habían ido a traer a San Miguel con violín. San Miguel era el patrón de Muchane, los nuestros
han traído en balsa, en balsa no más andaban antes. Dice que [San Miguel] no quería ir a Santa Ana. En la balsa,
clavado lo ponían en la guaracha. Hacía hundir la balsa, no quería venir San Miguel. Aquí arriba hay cueva, cueva siempre hay, ahisito al frente habían hecho campamento.
Media noche el loro vuelteaba: aaaah aaaah aaaah [sonido de la paraba], toditos se han levantado, media
noche no hay paraba (!). ‘Cuidado que rayo viene’, habían dicho. Media noche han cantado, han rezado, después
han tocado violín para que no les castigue;
como eran maestros, con violín así
han amanecido. Otra vez, después de rezar han seguido por el río, ahí también han rezado; donde dormían dice que rezaban y cantaban con violín… [Después
de tres días] dice que con marcha han llegado a Santa Ana. En Santa Ana, ahí lo
han hecho entrar con violín a la iglesia,
ahí se ha quedado San Miguel… (Ignacio Merena, Muchane, 2017).
El primer
componente a resaltar, relacionado
con lo revisado anteriormente, es la mención
a la cueva en el río: lugar peligroso habitado por dueños (O’pito, chowaj y
sirenas). En este caso, el evento extraordinario es
el canto de la paraba
a medianoche, cuyo sonido
alertaba sobre
una amenaza concreta:
la proximidad del rayo
(aspectos que analizaré
un poco más
adelante). Ante esta amenaza,
los maestros (entiéndase los que enseñaron
la música misional
a los mosetenes reducidos)[10] reunieron a la gente para entonar plegarias cantadas con el acompañamiento del violín
para no ser “castigados”. ¿Es posible
asumir que las voces y las cuerdas
vibrantes del violín, custodios sonoros de San Miguel, fueron una forma de comunicase
con las sirenas que suelen
templar los instrumentos musicales? ¿Podían las sirenas, de quienes se originan encantadoras
melodías, escuchar la música
de estas gentes? ¿Les gustó lo que escucharon, les resultó inquietante, o les asustó?
El segundo
componente, y motor dramático del
relato de Ignacio
Merena, es
el referido a San Miguel, patrono de Muchanes, y su traslado
a la misión de Santa Ana (probablemente
a fines del siglo XIX). Hablar de
este traslado épico, inevitablemente supone explorar en las plegarias cantadas y el acompañamiento constante
del violín: instrumento fundamental de la música misional
mosetén. La historiadora María
Eugenia Soux
(2010)
afirma que son pocas las referencias sobre la música practicada en las misiones
de Apolobamaba en la primera mitad del siglo XIX, menos aún
con relación a las prácticas musicales
entre los mosetén. Es razonable pensar que los
misioneros solían reproducir las
mismas prácticas religiosas en todas las reducciones, como los cánticos sagrados
y la recitación de oraciones por parte de la población indígena. En este sentido,
Soux retoma una referencia de la crónica del viajero Edwin Heath, quien en 1881
visitaría la misión de Santa Ana y apuntaba:
Para agasajar a nuestros mozos, pagué una misa, el 31 de mayo, el toque de campana, muy temprano, de la iglesia nos llamaba.
El coro estaba compuesto por puros indios mosetenes, y sus instrumentos –violines, arpa, bajones
(hechos con hojas de palma) y de
un tono tan perfecto, flautas (hechos por ellos). [Nunca] había oído una misa [tan] solemne, a pesar de que muchas [veces] había asistido a la iglesia
católica (Soux,
2010, p. 96).
En su empresa
evangelizadora, la influencia de las misiones
franciscanas a lo largo de
los siglos XIX-XX, impulsó un proceso de aprendizaje de la nomenclatura musical europea (solfa) y del lenguaje litúrgico (en latín)[11] en algunas familias
mosetén: Nattes, Huasna, Paes y Santos (Boero,
2010).
Estas familias, con especial maestría
para las prácticas musicales, fueron parte de este
proceso de enseñanza/aprendizaje que tenía como fin musicalizar las actividades
eclesiásticas de los misioneros,
dando como resultado la transmisión de lo que bien podría identificarse como música
misional mosetén.
En un primer
momento de la investigación,
inspirado en la Teoría de Control
Cultural, y acorde a la revisión de la escaza literatura sobre la música
misional mosetén (Fernández et al., 2010),
estuve tentado a pensar
en el violín como un
“elemento cultural apropiado” por este sistema musical. En esa misma categoría,
adaptándola
al
sistema
de
“creencias
religiosas”,
podría
haber
encajado el santo patrono de Muchanes: San Miguel. Pero, releyendo los datos etnográficos y tomando en serio el relato
del abuelo de Ignacio Merena, ¿cuál era el lugar,
o los lugares, que ocupaba el violín y San Miguel en las relaciones
cosmológicas en el Piedemonte amazónico? ¿Por qué San Miguel no
quería ser trasladado por el
río Alto Beni y, en consecuencia,
hacía hundir las balsas? ¿Por qué el violín fue
un agente fundamental en esta peripecia fluvial?
Así como
la
interpretación del violín
en
territorio mosetén siempre
estuvo reducida a unas pocas familias de
músicos, en tiempo de las misiones franciscanas, los instrumentos de cuerda también
estaban bajo el resguardo de
los curas y no era muy frecuente que
salgan de
las iglesias. Según Juan Huasna (Soux, 2010, p. 97), sabio y músico de Covendo,
las principales celebraciones religiosas de aquella época se celebraban en la
iglesia con cantos y música de cuatro o seis violines, pero los mosetenes no participaban en la composición de este tipo de música religiosa,
solo en la interpretación. Asimismo, asegura que algunos de estos músicos fabricaron sus propios
violines y comenzaron a tocar
otro tipo de tonadas, más próximas
a las que se ejecutaba con las flautas de tacuara. En
todo caso, la interpretación
del violín no fue una práctica musical muy difundida entre los reducidos y el aprendizaje de la solfa se quedó en los más ancianos. Aquellos que les siguieron, aprendieron a tocar el violín “al
oído”, imitando a sus antecesores.[12]
Según Armentia (1903),
los franciscanos destinados a fundar la misión
de los mosetenes de Muchanes, provenían
del Colegio de
Moquegua (M. Dieguez
y
M.
Domínguez),
quienes
habrían
solicitado
al
Gobernador de la
Provincia de Mojos
les
concediera
“Maestros
y
Maestras
de
Texidos, obras de algodón, de carpintería, herrería, música y demás oficios, que saben los Indios
Mojos…”.[13] La solicitud hecha por fray Domínguez, si bien no aporta mucho sobre la llegada de San Miguel a Muchanes, es una
valiosa evidencia sobre quiénes eran los maestros que enseñaron
la música misional
a los mosetenes reducidos. A saber, ésta no habría sido impartida directamente
por los franciscanos, sino por maestros moxeños (otrora reducidos
en misiones jesuíticas), provenientes
de las llanuras amazónicas de la cuenca del Mamoré.
¿Fueron estos maestros moxeños los encargados de llevar a San Miguel, surcando a contracorriente el Alto Beni en compañía de navegantes mosetenes, desde Muchanes a Santa Ana?
Lamentablemente, en este caso en particular,
los silencios en la memoria colectiva son más profundos y los estudios precedentes aportan vagamente al
respecto. Lo poco que se comenta, tanto por Huasna como por Merena, es que en un momento[14] los violines
dejaron de sonar, nadie en las comunidades
(ex misiones) se
animaba a tocarlos, razón por la cual, las esposas de
los músicos estaban dispuestas
a quemarlos o a tirarlos
al río. Es posible
que algunos violines corrieran esta suerte, llevándose consigo tonadas misionales, mientras que otros volvieron
a sonar.
Precisamente, Ignacio Merena recuerda que su compadre (Delfín) era quien
hacía los violines en Santa Ana —“100 pesos costaba uno de estos”—
y eran sus abuelos y tíos los
que sabían tocar, pero una vez que murieron,
dejaron colgados los violines. Gracias a su compadre, Ignacio comenzó a templar el violín, aunque tardó
como un año en aprender
a hacerlo. Comenta que la afinación del instrumento se hacía escuchando la
campana de la iglesia de Santa Ana, tanto el toque agudo (tin) como el grave (tong) eran los referentes sonoros que los
músicos tenían que replicar con las
cuerdas del violín. Ignacio nunca
aprendió la solfa, ni los cantos misionales, pero como ya tocaba la flauta de
tacuara y la zampoña, adaptó las melodías de los wayñus[15] al violín que le había regalado su compadre.
Con relación
a San Miguel, patrono de Muchanes,
también se sabe o se recuerda muy poco en la TCO. Su presencia
en las cercanías del río Alto Beni se remontaría a inicios del siglo XIX.[16] Debido a las constantes refundaciones de la misión “San Miguel de Muchanis” (1805, 1808, 1815-1820, 1870 y 1890), es
posible que el santo patrono
haya sido trasladado más de una vez. Ante la falta de otras evidencias históricas y etnográficas en la región, lo poco que mencionaré sobre San Miguel Arcángel lo retomo de algunos estudios
sobre las imágenes barrocas en los Andes y la
Chiquitanía (Gisbert,
2012;
Falkinger, 2010).
Por un lado,
Gisbert (2012)
menciona
que
uno
de
los
temas
sagrados que
mayor vigencia ha tenido en los Andes es la lucha de San Miguel con los demonios.[17] Remontándose a una representación teatral de 1601 en Potosí, hace mención a Prosperina, la
diosa del infierno, cuyo aspecto era el de una sirena, declarada por
Lucifer
como la más hermosa. Ante esta
declaración, un caballero representante de la Iglesia (San Miguel) desafió al
demonio, reivindicando a la Virgen María como la más hermosa.
Por otro lado, a partir del contenido de los sermones religiosos (escritos en bésiro) de San Miguel de
Velasco en
la Chiquitanía, Falkinger (2010) relata la querella entre Miguel (Arcángel) y José Jufiel (Lucifer),
debido a que este último se negaba a adorar
a Jesús. En el relato se menciona que los hijos de José Jufiel eran los jichis (“amos de la naturaleza”),
destacando al jichi-tuux
(o tuúrsch)
como el “amo del agua”, quien es visto, entre otras
formas, como una gran serpiente de
agua, y debe recibir sacrificios y hojas de tabaco para propiciar el éxito en la pesca. Si bien este estudio no lo
menciona, he tenido la oportunidad de
conversar
con talladores de San Miguel de Velasco
(en el año 2013), quienes me han comentado que las sirenas que están talladas en la iglesia
y son replicadas por ellos, podrían estar relacionadas con el jichi del agua.
Entonces, sin entrar en mayores
digresiones sobre el enfoque de los estudios referidos, me interesa
destacar que San Miguel Arcángel es por excelencia
el
contendiente del demonio cristiano.
Al estar este último asociado con serpientes
gigantes y sirenas —y retomando el
relato del abuelo de Ignacio Merena—, resulta intrigante pensar en las contingencias que supuso el traslado de San Miguel a través del río, dominio
de los dueños del
agua. En especial, la mención a aquellas largas sesiones
nocturnas de rezos, cánticos y tonadas, en
las que se
establecía una comunicación de tú a tú entre
dueños, santos patronos, maestros moxeños y navegantes mosetenes,
abre una veta de análisis
a lo que Lewy (2017)
ha denominado “sonorismo indígena” para referirse
a las comunicaciones transespecíficas entre humanos y no-humanos. Antes de profundizar y discutir sobre este insumo conceptual, permítaseme añadir un
componente
adicional.
El tercer componente, que servirá como argumento adicional
para discutir el concepto “sonorismo
indígena”, es el canto nocturno de la paraba. En la descripción hecha por Balzan (2008) a propósito del recorrido fluvial que realizó entre Covendo
y Reyes (en el año 1891), en
compañía y guiado por expertos navegadores mosetenes, el joven explorador
italiano narra:
A pocos metros del paso del Beu
hay altas rocas a la derecha que caen con mucho declive casi hasta el río. De una de ellas
se precipita un alta cascada
en tiempo
de lluvias, al pie de la cual me recogen los neófitos
[mosetenes reducidos]. Hace
muchos años
allí vivía una gran serpiente
que comía gente pero llegó Dios y la mató… Al atardecer, poco antes de salir de
la cañada, los neófitos
me mostraron a la derecha una roca desnuda, muy alta, pendiente y medio escondida
entre los
arbustos. En
medio de la roca hay una especie de
hueco o gruta con una cornisa tallada en forma de ventana debido
a la caída de una capa de la roca. Me dijeron
que allí dentro tal vez vivía el diablo, porque si se hace ruido cuando se transita
por delante se oyen gritos. El misionero de Santa Ana ya me había hablado
de ello añadiendo que otro
misionero, bajando a Reyes, había realizado
un exorcismo y que desde esa vez ya no se oyeron los gritos. El hecho es que cuando pasaba
(quizás por mis
pecadillos) habiendo los neófitos dado golpes de remo a
propósito se escucharon gritos, pero eran de aves rapaces nocturnas (2008,
p.
163-164).
El relato de Balzan contiene
bastantes coincidencias con los aspectos desarrollados hasta
el momento: la gran
serpiente que vivía
en la cascada y comía gente, la cañada
que intensifica las corrientes de viento, la presencia de enormes piedras custodiando el río, la cueva
donde habitan dueños y sirenas
(con patitas de loro) y los gritos-cantos
de aves nocturnas. Debido a mi paupérrimo conocimiento ornitológico, me limitó a especular que las aves
rapaces a las que hacía referencia el
naturalista italiano podrían tratarse
de la lechuza (shon’ en mosetén) y/o el sojsoty (búho pequeño que canta de noche),
cuyo canto —entiendo—
es bastante diferente
al de la paraba. En todo caso,
estas aves nocturnas[18] también suelen ser otra de las formas que adoptan las sirenas (Stobart, 2010, p. 194), sin descartar su presencia en relatos amazónicos como aves
de mal agüero (el caso del guajojó),
o con capacidad de augurar acontecimientos venideros.[19] Esta capacidad
de predicción, o de avisar algo
que va a pasar, podría ser un punto de coincidencia con la paraba. En la conversación
con Domingo Caimani
(2016), músico y tallador de Covendo, a propósito
de la fabricación de
flechas para la cacería, comentaba que éstas no deberían llevar plumas de parabas o loros (usualmente utilizadas en las flechas
artesanales
gracias a sus atractivos colores), porque estas
aves “le avisan” a la presa,
ahuyentándola. Se trate de predicciones o alertas, estas se comunican a través de
sonidos: el canto de aves.
En ambos relatos, estas aves no fueron vistas por los narradores, ni por
sus acompañantes, lo que percibieron fue el sonido. En un caso, escuchar el
canto de una paraba
a
medianoche —suceso extraordinario— fue la alerta
de
una amenaza, ante la cual se emitieron sonidos de voces cantando, y de violines. En el otro caso, lo que se escuchó fueron gritos —interpretados por el naturalista italiano como el sonido de aves
rapaces nocturnas—, los cuales fueron provocados por el sonido de los golpes de remo al atardecer. ¿Lo que
escucharon los narradores fueron aves alertándoles o prediciendo posibles
peligros? ¿Se trataba de aves
o de algún tipo de espíritu del agua
que adoptó su canto-grito? ¿Estas aves,
o espíritus, pudieron ver a
la gente que acampaba o atravesaba
el río en la noche? ¿O sólo la escucharon?
Aquí es donde me detendré, por un momento, para retomar la discusión sobre el concepto “sonorismo indígena”, buscando argumentar de mejor
manera aquello
que
he
llamado
comunicación de tú a tú
entre diferentes
entidades
relacionadas. Brabec de Mori (2015) y Lewi
(2015),
a
partir de la investigación etnográfica con
los shipibo-konibo (Piedemonte amazónico)
y los pemón (Gran Sabana venezolana), respectivamente,
exploran las transformaciones y transgresiones sonoras entre el mundo de los humanos y el de los
espíritus (no-humanos), evidenciando campos de comunicación transespecífica en la lluvia, ventarrones y hasta en máscaras
donadas por personas
humanas (Brabec de Mori, 2015). De esta manera,
la propia concepción de
perspectivismo
planteada
por Viveiros de Castro (2004) ha sido
puesta en debate: debido al énfasis puesto en el punto de vista en las relaciones de predación, se ha
propuesto de manera alternativa el término “sonorismo” (Lewy,
2015), con el
cual
se trata de argumentar el cambio de
cualidad subjetiva según el “punto de oído” en las
relaciones de escucha, activando
otra categoría ontológica, más allá
de los elementos materiales (visibles) e inmateriales (invisibles), comprensible exclusivamente
en el paisaje sónico.[20]
En esta
línea, Lewy (2017)
refuerza su argumento bajo el concepto “sonorísmo indígena”, afirmando que si bien las especies con
espíritus idénticos (cualidad humana primigenia) ven mundos diferentes debido a sus múltiples
formas corporales (aves,
espíritus, viento, santos
patronos, navegantes,
etc.), precisan un medio particular de comunicación transespecífica: música, canto
y otros recursos acústicos,
constituyen los agentes sonoros transversales a las capas del multiverso.
Entonces, coincidiendo con el ejemplo que da Lewy sobre el sonido de un pájaro en la sabana (2017, p. 13), podría argumentar
que, de acuerdo al “punto
de oído” o “postura audible”,
los sonidos que se escucharon durante
la noche en las angosturas
del río Alto-Beni, fueron emitidos por entidades corpóreas invisibles (desde puntos de vista diferenciados en la relación comunicativa), cuya posición en la interacción sonora (relaciones de
escucha) estuvo definida según
las
cualidades subjetivas compartidas:
el canto para las aves pronosticadoras, los gritos para las
almas atormentadas, las cuerdas vibrantes para el santo
patrono trashumante, los rezos para los atemorizados navegantes por el trueno. De
tal manera que canto, grito, rezo, vibraciones y trueno serían algunos
de los agentes sonoros de una comunicación transespecífica. Dicho de
otra manera: son los medios que posibilitan a múltiples naturalezas la percepción del mundo sonoramente existiendo.
Finalmente, el cuarto componente está relacionado con la mención
a la proximidad del rayo y el “castigo” que
trae consigo. Desde mi punto de vista, rayo
y trueno serían una multiplicidad: el primero es luz y el
segundo es sonido. Rayo (wïkïy’yï’) y trueno (piriri) están
directamente relacionados con los ciclos cosmológicos del agua y con la
aparición de las sirenas en los ríos. En el primer relato de Ignacio Merena (transcrito en el acápite
anterior), se enfatizaba que cuando truena y llueve a
medianoche, es el momento en que las sirenas salen a bailar y a tocar los instrumentos. Además,
en su testimonio, también aseguraba:
“cuando esta tronando, hace mal tiempo, se escuchan
redoblantes. Donde hay oladas grandes,
ahí suena: pumpum pumpum pumpum, así toca. Después, pasa una hora o dos horas,
se calla, se va…” (Ignacio Merena, Muchanes, 2016).
En las pautas identificadas sobre el trueno en la cosmología mosetén, esta entidad estaría
relacionada con Noko (Ñoko o Nokyo). De todos los relatos
míticos registrados sobre este dueño o espíritu
(Nordenskiold, 2001; Prada,
2010;
López, 2016; ISEAT, 2017), el único que explicita esta
relación es Nordenskiold. En resumen, la historia de Noko trata de
una pareja (de ancianos) que encontró un gusano que solo se alimentaba de los
corazones de animales que le proveía su amo.
Mientras más se alimentaba de corazones,
más crecía el gusano, llegando a convertirse en una enorme serpiente. Ante la cada vez más escaza provisión de corazones en el monte, y el hambre
devoradora de Noko, su amo tuvo que ir en busca
de corazones humanos
a otro pueblo. Allí,
en el otro pueblo, el amo fue flechado y murió. La esposa preocupada, porque no volvía el esposo, le dijo a Noko que vaya a buscar a su amo, al que consideraba
su padre. Cuando
fue al otro pueblo y vio muerto al anciano, devoró a toda la
gente y revivió
a su padre. Volvieron a casa y como Noko era tan grande, se tendió
sobre el río y enseñó a la gente a
hacer atajados para que pudieran
pescar fácilmente y, a cambio, la
gente tenía que alimentarlo con los corazones de los
pescados. Creció tanto que se fue al cielo y se
convirtió en la Vía láctea.[21] En la versión
de Nordenskiold, el relato termina de la siguiente manera: “Luego Nyoko se fue al cielo y cuando truena es Nyoko” (2001, p. 186).
Además, Noko es la responsable para que el cielo ya no se caiga sobre la tierra:
“Antes ocurría que se caía el cielo que estaba muy bajo. El cielo y
la tierra apenas estaban separados por la altura de un hombre. La gran
serpiente Nyoko cambió el cielo y se enroscó cuatro veces alrededor del cielo y la tierra. Desde entonces ya no se cae el cielo” (Nordenskiold
2001, p. 180). Entonces, Noko¸ además de
ser dueño de la Vía láctea, podría
ser la serpiente conectora entre río,
roca y cielo; su asociación
con el trueno podría estar relacionada con la lluvia, la cual, al caer a la tierra, hace crecer los ríos, generando
olas grandes que al estrellarse contra las rocas produce el sonido de redoblantes, base rítmica para
la danza nocturna de las sirenas, dando fluidez a la circulación cosmológica del agua.[22] Pero, al parecer, esta conexión es aún más compleja.
Según Aldazábal (2005),
el ámbito celeste
estaría dividido
en tres niveles: el “más allá” del superior, inaccesible a las personas humanas, donde habita el creador Dohit; el nivel
superior, en el que habitan los muertos
que han llevado una “vida correcta”, incluyendo a Jesucristo; y la “mitad del cielo”,
donde habitan los que han tenido una muerte violenta. Estos muertos influyen sobre
el mundo produciendo los truenos: “Cuando truena, son ellos que están barbasqueando (envenenando)
el río del cielo. Ese río es de puro sangre. De
allí sacan pescados, pero de puro sangre, incomible, pero ellos comen igual” (cf. 2005, p. 8).[23] Además, la misma autora, plantea que, al tronar, la tierra se vuelca, se
descoloca, y son los mismos muertos los encargados de tornarla nuevamente a su lugar con la ayuda de una
red.
En la circulación cosmológica del agua, la lluvia también está relacionada
con la pesca y el arcoíris. En la entrevista realizada
a Juan Huasna por Hugo
Boero (en Fernández et al.,
2010), se menciona
que cuando hay una pesca
abundante, llueve
intensamente. Asimismo, cuando se hace un uso inadecuado del veneno (barbasco), comienza a salir olor a orín y una descomposición tricolor de la lluvia persigue al
pescador, alejándolo del río. Es el “abuelo Arco Iris” (O’pito) que se
está “atajando” sus peces.
Por todo lo expuesto, Noko sería
el dueño del río sideral y
de los peces que lo
habitan; estos peces no serían
otros que los miles de miles de corazones
que ha comido Noko.
Cuando truena en la tierra (y se
vuelca), se trataría de los muertos que están envenenando el río del
cielo para pescar. El temor que
produce el trueno en los navegantes del río estaría asociado con la posibilidad de volcarse y hundirse en el río, transitando así al plano de los espíritus de muertos que habitan la “mitad del cielo”, siendo el trueno el agente sonoro que abre la vía
de comunicación a las capas del multiverso. Es así que los sonidos de violines y
plegarias cantadas forman parte de las relaciones de escucha entre navegantes,
espíritus
de muertos, Noko y San Miguel;[24] dependiendo
de la “postura audible”
de estas
entidades, sus cualidades subjetivas
pueden
invertirse (volcarse),
viéndose de diferente manera
pero escuchándose de forma similar.[25]
Mäshas, acuíferos y ecos
La mayor parte de los relatos y testimonios que he escuchado en las comunidades de la TCO Mosetén, a propósito de las relaciones entre el agua y la música, suelen enfatizar que se trata de “cosas de antes”, las
cuales
habrían sido contadas por sus abuelos
y, en cierta medida, han quedado diluidas
en los resquicios
de la memoria colectiva. Despertar
estas memorias implica sumergirse en tiempos circulares, evocar existencias, levantar
emociones, escuchar el eco de voces pasadas y respetar los silencios.
En la conversación con uno de los músicos de la tropa del kalahuaya, surgió uno de los temas más
inquietantes y enigmáticos del trabajo de campo, sobre
el cual, hasta el momento, no he encontrado referencias explícitas en los estudios sobre la música en territorio mosetén. Ante la pregunta
planteada por
Mateo Muchía (ex coordinador del Instituto de Lengua y Cultura Mosetén) respecto al origen de
la música (¿de dónde viene la música?), el
flautero de Villa Concepción respondió:
…Cuando no éramos bautizados, más antes, había sabios,[26] esos sabios dice que antes volaban. Dice que como balsa, más o menos, manejaban encima de ellos y con eso volaban y con eso han traído
esas músicas… Como pequeñitas balsas, en nuestro
idioma lo decimos mäsha,
mäsha se llama, con ese dice que vuela, como
del caballo [¿?], así más o menos.… Cuando venían esas gentes de
noche, tal vez puede ser
que venían de otro planeta, con esos
hablaban [los sabios]… Mi abuelo me contaba que había un
hombre que se llamaba Celestino, ese hombre era un sabio,
dice que volaba. De noche llegaban
esas gentes, debe ser del cerro
que venían, entonces, con esa gente ya hablaba en la noche. Como él era sabio, entonces, él tenía
que cuidarles a esas personas que llegaban
reunidos. En las noches no más salían… (Marcelino Vani, Villa Concepción, 2016).
La duda que había despertado este relato, la transmití
a los músicos de San
José. En la conversación que compartimos, uno de ellos
comentó:
Según contaba mi abuelo, la música la habían encontrado esos sabios, porque los sabios todo saben… Y este música
que tenemos habían encontrado en un como curichi, así en una laguna. Ahí adentro había
empezado a tocar, así habían
escuchado. Así los
sabios, como todo es fácil para ellos, cómo habrían
hecho,
pero así [¿volando?] entran a la tierra y vuelven a salir… así habían sacado música.
Ya le han sacado otras músicas y le han ido acomodando según los animales, le ven como camina el animal, por sus saltos, como se mete al agua…
esa música ya ha ido atrayendo,
llegan, visitan, y así han ido
reuniendo… ese canto dice de donde viene,
cada animal tiene su cuento… (Jenaro
Vani, San José, 2016).
En ambos
relatos
vuelve a aparecer un atributo
antes
detectado:
la
habilidad para circular entre mundos, entre capas del multiverso.
Kököjsi’ y sirenas compartirían este atributo relacionado con la transformación
y la
mutabilidad. En el caso de
los sabios, pareciera que mäsha es el “medio de transporte nocturno” para circular entre
ríos-cerros-cielo-aguas-del-cielo; probablemente se trataría de la balsa del
río de la mitad del cielo, una balsa volcada que navega/
vuela al revés. Pero esto ya supondría hacer una clasificación, una
objetivación, reduciendo todo lo que es y puede ser mäsha, cuya particularidad parece ser justamente la multiplicidad, esa capacidad de transitar
lo liminal. Para evitar caer en especulaciones, me limitaré a lo que ha sido dicho por el eco de las voces pasadas.
Asimismo, el relato de los músicos ha puesto en
evidencia un lugar liminal, lugar de encuentro, de donde habría surgido la música.
En
los
estudios
de Aldazábal (2005) y Ricco
(2016)
se
hace
mención
a
la
“Tierra Santa” o “Santa
Tierra” que, según Aldazábal,
“este lugar —donde existen
todas las plantas que los Mocetenes conocen—
consiste en un gran disco que gira
constantemente y que se encuentra a la margen del río (Santa
Elena), del que se separa,
impidiendo el paso a los que no han cumplido con el requisito del ayuno, cayendo éstos en un hueco donde son comidos por las fieras” (2005, pp.
5-6).
De acuerdo con Ricco,
a la “Tierra Santa” solo entraban los
que habían cumplido con el voto de
abstinencia (no tener relaciones sexuales) y no comer nada más que plátano verde (dieta propia de los chamanes o kököjsi’). Además, menciona,
que aquellos que lograron entrar a la
“Tierra Santa” (en el cerro Micha),
han visto al “divino” (Dohitt) que es el
responsable de la crecida de los ríos,
y han traído todo lo que tenemos ahora en la tierra (2016, pp. 74-75).
¿Aquella tierra, llamada “Santa Tierra o Tierra
Santa”, custodiada por serpientes gigantes,
que gira constantemente y de donde
brotan los ríos,
será el mismo lugar donde las sirenas
enojadas llevan a los músicos para
emborracharlos y hacerlos loquear?
¿Esta tierra liminal, que a veces
está dentro de lagunas y otras
veces dentro de cerros, será aquel
lugar más allá de la mitad del
cielo? ¿O acaso será el mismo lugar pero experimentado de diferentes maneras?
¿Es
posible que aquel otro mundo, que pareciera ser este mundo volcado,
sea el lugar donde se ha originado la
música?
En el relato de Marcelino
Vani, todo da entender
que, por un lado, se trata
de un encuentro
entre gentes que salen
de noche y provienen del interior
de los cerros y, por otro lado, de sabios que vuelan (navegan al revés)
en mäsha para dar encuentro a aquellos otros.
En el relato de Balzan se había mencionado que, producto
de los golpes de remo dados por los navegantes,
se escucharon gritos que salían de cuevas en los cerros; cuevas que en tiempo de
lluvias quedaban solapadas
detrás de cascadas. En el origen de los ríos Beni y Mamoré,
que también es el origen de las enormes piedras de los ríos, Nordenskiold mencionaba: “cuando truena aquí abajo, Dohitt le está diciendo al mago (kököjsi’) que derrame más agua y el mago
ahí arriba le contesta” (2001, p. 184). En la afinación
de los violines, Ignacio
Merena comentaba que las
cuerdas
tenían que replicar el tin-tong de las campanas de la iglesia. Esta
serie de detonantes/respuestas parecen
remitir a un agente sonoro: el eco.
En mosetén, eco se dice ma’edye’ y, sonido, mä’edye’ (Ministerio de Educación, 2011b). El eco, más allá de ser exclusivamente un
fenómeno “natural”, parece ser el agente mediador del paisaje sónico liminal, el medio de comunicación de tú a
tú entre múltiples existencias, el “similar hearing”
de las relaciones de escucha.
Entonces, desde el sonorismo indígena, las músicas emergentes y asociadas
con los circuitos cosmológicos del agua serían los ecos: resonancias constantes, cíclicas y mutantes de quienes
cohabitan itinerantemente entre vientos,
rocas, ríos y constelaciones
siderales.
A manera de concluir el acápite, considero pertinente
retomar una experiencia particular de
la última temporada de campo realizada en territorio
mosetén. En octubre de 2017, coordinamos con el
conjunto musical “Los hermanos Merena” de Muchanes para
realizar la grabación de un disco y
de una serie de videoclips musicales.
Con este motivo, y a sugerencia de los
músicos, viajamos por el río Alto Beni-Beni
hasta el Beu y la angostura del Chepete. En este recorrido,
además de reconocer la pericia de los músicos-navegantes,
tuve la oportunidad de escuchar la
historia de la serpiente gigante (Cepite)
que custodiaba la quebrada,
de cómo un mono gritaba para alertarle la proximidad
de visitantes y cómo ella devoraba a los tripulantes de las balsas
que pasaban por el lugar. El testimonio de esta historia se puede apreciar en una cueva en el río, que no es más que la lengua de
la serpiente petrificada, los rastros
rojizos de la sangre de sus presas y la
cabeza petrificada del mono chillón.
Asimismo, esta historia
está narrada en los petroglifos evidentes en
las grandes y brillantes rocas en la
otra banda del río, poco más arriba de la angostura, a cuyo
alrededor se distinguían huellas de un tigre
(jaguar) en la arena. Además,
producto de los estudios técnicos que se vienen realizando para la construcción de una represa hidroeléctrica en la angostura del Chepete,
se ha realizado una perforación en la roca, de
la cual sale un chorro constante de agua a toda presión, los
músicos advirtieron no acercarnos a este chorro porque “puede quemar”.
Después de realizar
la grabación[27] del conjunto musical en la cascada
del Beu, emprendimos rápidamente el retorno a contracorriente, porque pronto iba a anochecer. Lo que preocupaba a los navegantes —según nos dijo
el bombero— es que debían
cuidar que no nos pase nada (a los visitantes), pues al estar haciendo música todo el día, quienes
“viven allí adentro
del Beu”, escucharon
los sonidos desde lejos, gracias a las condiciones acústicas (ecos)
de las rocas llenas de agua (acuíferos), por lo tanto sabían de
nuestra presencia. Razón por lo cual, una vez anochezca,
podíamos ser presas fáciles de estas “sombras”, especialmente
porque nuestro olor (a repelente
y bloqueador solar) delataba que no éramos del lugar. ¿Estaban burlándose de nosotros, trataban de asustarnos,
o es que nuestra postura de escucha era tan limitada que no habíamos
prestado atención a todo lo que estaba sonando en el Beu?
Reflexiones
finales desde ontologías sonoro-musicales locales
Serpientes acuáticas
súper-predadoras, seductoras y celosas, sirenas danzantes de los ríos que templan instrumentos musicales, truenos
provocados
por los espíritus de muertos
pescadores en la mitad del cielo,
cantos de aves adivinatorias y chismosas,
silbido de vientos transeúntes de angosturas
y pasillos, enormes piedras redoblantes, arcoíris fecundadores, acuíferos insondables, violines poderosos, santos querellantes, luriris walateños peregrinos, maestros moxeños migrantes,
expertos navegantes mosetenes y
tierras
liminales de las que emergen
tonadas, danzas y ríos, son las múltiples existencias relacionadas
a través de la circulación
cosmológica del agua y sus circuitos sonoros.
Ahora bien, si “en este mundo todo tiene dueño”,[28] ¿la música también
lo tiene? ¿Son los dueños del
agua, también dueños de la música?
De no ser así, ¿quién o quiénes serían
los dueños de la
música? Fausto (2008) aclara que “dueño” es una categoría indígena que, en la Amazonia,
va mucho más allá de
la simple referencia a una relación de propiedad o dominio; por el contrario,
designaría
un modo
generalizado de relación: un
componente clave de la socialidad amazónica que caracteriza las interacciones entre humanos, no humanos, entre humanos y no humanos y entre personas y cosas. En esta línea, según Rozo (2019),
los espíritus que son descritos como “dueños” o “amos”
son seres que, al
igual que los humanos, tienen familias y casas en el monte.
Sus cualidades son, además del cuidado (crianza) de
animales y plantas, la negociación
con el clima y con lo denominados “fenómenos de
la naturaleza”. Así también, estos seres poseerían la cualidad de
transformarse en otras formas de vida: aves, insectos y mamíferos. Entonces, ¿sería pertinente
hablar
del dueño o dueños de la
música?
Por un lado, en mosetén, el término Khöjkä’tyi’ [29] se traduce
como “amos” o “dueños”, pero
siempre se lo usa con relación a un sujeto,
por ejemplo: Khöjkä’tyi’ tyäbëdyë’ in (amos de los peces),
o Khojkä’tyi’ jebakdye’in (amos de los animales). Además, cada dueño o amo tiene un
nombre propio: Noko (vía láctea), O’pito’ (arco
iris), Mij (piedras), Marij (dueño de los animales del monte) y otros más. Esto, sin caer en el simplismo de argumentar
que, al no existir un término específico en mosetén para referirse al
“dueño de la música”, queda descartada
la posibilidad de su existencia, estaría
resaltando la cualidad
de estos seres como
mediadores que custodian, cuidad, crían,
celan y disponen de otras
formas de vida. Los dueños,
así como las sirenas y
los kököjsi’ – mäsha, poseen una cualidad
intersubjetiva, característica de los “cuerpos transespecie”,[30] categoría relacional
que da cuenta de una malla de
existencias: dueños devienen serpientes,
serpientes devienen vía láctea, truenos devienen redoblantes, tempestades deviene sirenas,
sirenas
devienen instrumentos serenados,
instrumentos serenados devienen tonadas, tonadas devienen movimientos de animales y así, en un
constante devenir rizomático.
Por
otro lado, el conjunto de relatos
orales compilados a lo largo de la investigación, en ningún momento
han hecho referencia a elementos
sonoros y musicales
como entidades autónomas, es decir, como
formas de
vida
particulares. En todo caso, considero
que resulta más adecuado definir
lo sonoro-musical como una agencia liminal a través
de la cual múltiples existencias pueden comunicarse
de
tú a tú
en relaciones transespecíficas. Pero esta comunicación excede el orden de lo simbólico,
del correlato. No se trata de un lenguaje
común entre humanos
y no-humanos, sino de resonancias simétricas de
escucha en perspectivas
visuales asimétricas: huellas de ausencias,
ecos invertidos, escuchas
que preceden voces, silencios que hacen mucho
ruido.
Si hay una o varias relaciones entre el agua y lo sonoro, es que ambas
condicionan su existencia a la circulación cosmológica, esto quiere
decir que están siendo mientras circulan, fluyen, comunican, suenan.
Así, por ejemplo, el agua no tiene un sonido particular (como tampoco tiene un color ni un olor específico), los sonidos que “produce” el agua siempre
son con relación a
otras formas de vida. Escuchar las aguas supone escuchar en y a través
de ellas.
Finalmente, desde la perspectiva de las ontologías relacionales, el estudio de la
circulación cosmológica de lo sonoro-musical,
ya no podría limitarse al campo de las manifestaciones culturales inmateriales y/o materiales, en tanto códigos simbólicos y referentes de identidad compartidos exclusivamente
por colectividades
humanas; o bien, a
cadenas operativas de
producción/difusión/
consumo de
productos musicales en redes
de intercambio.
Instrumentos, cantos,
repertorios, géneros,
danzas y tonadas, ya no se
reducirían a simples elementos culturales (propios, apropiados,
impuestos o enajenados), o a representaciones subjetivas de la naturaleza. De igual manera, así como sirenas, dueños, mäsha y santos no se reducen al campo de las creencias, los ecos, truenos, vientos, cascadas
y acuíferos no son exclusivamente
“fenómenos naturales” (divorciados
de los llamados fenómenos sociales). Todas estas existencias agencian la
circulación cosmológica de los sonidos y las músicas, por tanto, deberían
escucharse en serio, escucharse en
y a través de las relaciones que los constituyen. Los ecos de muy lejos,
se escuchan en silencio.
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[1] El territorio mosetén está ubicado en la etno-región Amazonia
Sur de Bolivia, correspondiente
a la
ecorregión de los bosques
de llanuras aluviales intramontanas y los bosques
subandinos muy húmedos a pluviales (Diez Astete,
2011). Desde el punto de vista hidrográfico, este territorio indígena está relacionado con la sub-cuenca del río Beni.
Esta región, también
conocida como Piedemonte, es una zona de transición
entre los Andes y la Amazonía; aunque alcanza a zonas eminentemente
de yungas y casi de valle, al mismo tiempo está en las primeras llanuras amazónicas (Salgado, 2011). En la actualidad, las comunidades
mosetén están asentadas
en dos Territorios titulados por el Estado
boliviano: la TCO Mosetén (Organización Indígena del Pueblo Mosetén — OPIM) y la Reserva de Biosfera y TCO Pilón Lajas (Consejo Regional Tsimane’ Mosetén —CRTM).
Estos territorios
se encuentran en los municipios de Palos Blancos, Cocapata y Rurrenabaque, correspondientes a las provincias Sud Yungas (La Paz), Ayopaya (Cochabamba)
y Ballivián (Beni). De acuerdo a los estudios lingüísticos más recientes (Fabre, 2005; Sakel, 2007 y 2009; Delgadillo, 2012), el mosetén es un idioma emparentado lingüísticamente con
el chimán (o t´simane), aunque se trataría de una lengua aislada o no clasificada. Fabre (2005), afirma que: “los moseten-chimane mantuvieron relaciones tradicionales con los mojo (de la familia lingüística arawak) y los aymara. Muchos mosetén hablaban aymara…” (2005, p. 3). Según Sakel
(2007), argumentando razones socioculturales, el mosetén y el chimán serían dos lenguas diferentes, pero, desde el
punto de vista estrictamente lingüístico, distingue tres variedades
idiomáticas: el mosetén de
Covendo, el mosetén de Santa Ana y el chimán.
[2] En el trabajo
de campo participaron las y los estudiantes: Fernanda Barral, Claudia Mejía, Jesika Paredes,
Clara Espinoza, María René López,
Sonia Mamani, Martín Saravia, Julio
de la Torre, Cristian Villalpando, Henry
García, Alejandro Mendoza, Pedro Samanamud, Carola
Selaez, Reyna Guerra, Bismarck Taboada, Inti Portugal, Johnny Copa, Daniela
Castro, Alejandra Núñez del Prado, Noemy Villanueva, Gustavo Zelaya, Fernando Zelada, Andrés Roca, Javier Vargas, Wilmer Aquino, Marcos Aramayo
y Adrián Aliaga. Asimismo, se contó con el acompañamiento de Sebastian Hachmeyer, Daniel Pereira, Silvia Sganga,
Alejo Torrico (registro
audiovisual) y Mariela Silva
Arratia
(registro sonoro y seguimiento metodológico).
[3] Con la participación y apoyo institucional de David Mayto,
Heriberto Maza, Olver Canare, Yasmani Chinica, Clemente Caimani, Cirilo
Maza, Mateo Muchía
y Norma Urzagasti.
[4] Gisbert (2004), a partir del análisis iconográfico de pinturas, retablos y motivos arquitectónicos en iglesias
de los Andes, menciona
que uno de los tres grupos de sirenas que ha identificado, corresponde a sirenas que tañen un instrumento musical (laúd, vihuela,
charango). Según la autora,
este tipo de sirenas “representan”
el pecado, la seducción y la
tentación. Por su parte,
Arnold y Yapita (1998), a partir del estudio
etnográfico en
Qaqachaka, afirman que las moradas acuáticas donde habitan las sirenas son reconocidas como la fuente de las canciones a
los animales y de los
animales
mismos.
[5] Al respecto, dos referencias adicionales refuerzan lo descrito
por Stobart.
Por un lado, el
estudio ecomusicológico de S.
Hachmeyer
(2018), realizado con algunos luriri (hacedores
de instrumentos) de Walata Grande, propone
la zona del Alto Beni (habitada por mosetenes y colonos)
como una de las cuatro regiones tradicionales en la que los luriri cosechan los bambúes nativos
(llamados sikuchhalla en aymara, y sikudyd
en mosetén) con los que fabrican aerófonos autóctonos
en el altiplano paceño, resaltando los itinerarios que realizan de acuerdo a los ciclos del bambú.
Por otro lado, en un artículo anterior
(Barrientos et al.,
2017) a propósito de la vida social de
los instrumentos musicales en la TCO Mosetén, hemos evidenciado que músicos locales
tocan
zampoñas provenientes
de Walata Grande, generando redes
de intercambio de materiales (tacuaras)
y sonidos
(tonadas).
[6] “El rizoma es una imagen de pensamiento que se basa sobre conexiones horizontales y no- lineales, que permiten puntos de entrada
y salida no-jerárquicas en la presentación e interpretación de datos.” (Hachmeyer, 2015, p. 32).
[7] La noción de “circulación cosmológica del agua”
la he retomado del estudio
de Stobart
(2010, p. 201), en el que se refiere al ciclo
hidráulico que conecta los diferentes planos
de los sistemas cosmológicos andinos, en
directa concordancia con el fluir del agua corriente y sus propiedades de transformación material
(en vapor, nubes, lluvia, etc.).
[8] Por ejemplo: weñi (río
grande), jinakh (arroyo), fersi´ (corriente), pifej (olas), ribij (remolinos),
bin’ki’ (pozas), wik (cachuela), wu�shi� (enorme roca donde chocan las olas) y otras más (Delgadillo,
2012, p. 82).
[9] Viveiros de Castro (2004) plantea que “…entre el yo reflexivo de la cultura y el él con valor
impersonal de la naturaleza hay una posición que falta, la del tú, la segunda
persona, o el otro
tomado
como otro sujeto, cuyo punto de vista sirve de eco latente al
del yo…” (2006, p. 66).
[10] De acuerdo a los datos históricos proporcionados por Armentia (1903), es posible
que estos maestros sean indígenas proveniente de las misiones de Moxos, quienes gracias a las enseñanzas jesuíticas habían aprendido a tocar el violín
y otros instrumentos barrocos (p.e.
los bajones).
[11] Es posible que, más que aprender
el latín, los coristas indígenas imitasen
los elementos sonoros que escuchaban y los reproducían a su manera.
[12] En la actualidad, tras el fallecimiento de Juan Huasna en 2018, Ignacio Merena es
el único violinista de la TCO; al
menos, el único reconocido por otros
músicos locales.
[13] Carta escrita
por fray Manuel María Domínguez, el 15 de abril de 1809, al Guardián y Discretorio del Colegio de
Moquegua (Armentia,
1903, p. 332).
[14] De acuerdo
con Ricco (2016, p. 34), las misiones
franciscanas entre los mosetenes se mantuvieron hasta
la década de 1970, tiempo
que coincide con la llegada creciente de colonizadores andinos,
principalmente aymaras, al territorio mosetén. En este sentido, la culminación tardía del periodo misional
en la región explicaría el cese intempestivo de cierto repertorio musical, al menos
del más relacionado con el quehacer
de las misiones franciscanas.
[15] Los músicos
del territorio mosetén se refieren a
los wayñus para hablar de las tonadas que usualmente están en ritmo de chobena, un género bastante difundido en las Tierras Bajas, cuya base instrumental suele ser bombo, caja y un aerófono
(flauta, fífano u otro). Es parte del repertorio de Ignacio Merena la Tonada del caimán, la Tonada de la sarna y la Canción de la cuñada, temas que toca con el violín y canta en mosetén.
[16] Según Armentia (1903), en el año 1790, los franciscanos
Jorquera y Martí “descubrieron
a una “nación
de bárbaros llamados
Mosetenes, a las orillas
del río Coroyco” (1903, p. 236), los
cuales habrían permitido erguir un oratorio precedido por la “Santísima Cruz”. Pero
esta misión fue abandonada pronto, debido a las enfermedades y las condiciones paupérrimas para sostenerla.
Años después, fray Diegues habría sido designado “a la conquista de Muchanés” (1993, p. 261). Esta
misión
fue conocida con el nombre de “San Miguel de
Muchanis”.
[17] Según Gisbert (2012), este tema continúa vigente en
la “afamada” Diabla del Carnaval de Oruro.
[18] En la recopilación de relatos orales realizada por el ISEAT (2017) se menciona
al quiñi qoño o kiñikonoj, un ave nocturna (sin mayores referencias) que castigó a los hombres que
se comieron los huevos que habían encontrado en el río, convirtiéndolos en vientos (o huracanes).
[19] Prada (2010, p. 58), en
el estudio sobre el pueblo
mosetén de Covendo,
hace referencia al
shikij shikij yityi’, una variedad de búho, pronosticador: canta para avisar la
llegada de algún familiar
de mucho
tiempo.
[20] Los estudios sobre paisajes sonoros han sido criticados por otros antropólogos (p.e.
Tim Ingold,
2007), argumentando que así como los estudios visuales han priorizado la mirada
sobre la luz, este tipo de estudios han priorizado la escucha sobre el sonido, corriendo el riesgo de caer en un “oidocentrismo”
semejante al “ocularcentrismo” que habían criticado
previamente. Este tipo de críticas
ha suscitado un interesante debate,
el cual se puede seguir en el journal (on line): Terrain. Lectures et débats (2018).
[21] En la sección dedicada a los contenidos
relacionados con la pesca del libro de Prada (2010), dentro del acápite
dedicado a los dueños de los peces (Khöjkä’tyi’ tyäbëdyë’ in), se traduce “Noko” como vía láctea.
[22] Clemente Caimani,
investigador mosetén de Quiquibey, en
una sesión nocturna de conversación
en Pojponendo
(2016), comentó sobre la relación entre la constelación sideral asociada con Noko y los niveles de los ríos que atraviesan
el territorio mosetén, es decir, el visionado
de las estrellas como
una fuente de información para los navegantes sobre las variaciones en los caudales de la corrientes fluviales.
[23] La Vía láctea, en la cosmología de otras sociedades indígenas de la Amazonía
occidental (p.e.
suruwahá, en la amazonia brasilera), también está asociada con
las “aguas del cielo”, donde bucean los muertos transformados en peces, y cuyo destino
es el “lugar del trueno”. Es así que los
truenos son las voces de las almas
en el cielo y son también el ruido que los corazones de los muertos hacen
al sumergirse en las aguas del cielo (Aparicio, 2015, p.
258).
[24] Habría que
considerar que otros agentes, como el olor a sulfuro y a
orines, también
son parte de esta comunicación
transespecífica, la cual ya no solo se restringiría al ámbito sonoro, sino que se
ampliaría
al espectro multisensorial.
[25] Esta frase hace alusión al título del artículo de Lewy (2012):
Different “seeing” – similar “hearing”.
Ritual and sound among the Pemón.
[26] En mosetén,
los sabios eran llamados kököjsi’, término
que también ha sido traducido como chamán,
brujo o mago.
[27] El disco fue bautizado por los músicos con el título:
“Ecos de Muchanes”.
[28] Parafraseando el título del libro de Daniela Ricco (2016).
[29] Fausto (2008), citando el estudio de Daillant (2003), menciona que el amo de los animales entre los chimane
(parientes lingüísticos de los mosetenes) se define como chojca-csi-ty, es decir: “el
que los guarda, el que cuida ellos”.
[30] En otro artículo (Barrientos
et al., 2019), a partir de los relatos sobre
el Tigre-Gente en la comunidad Secejsamma (TIPNIS),
discuto el “cuerpo transespecie” como categoría relacional
emergente, la transformación como campo liminal en las relaciones entre humanos y no-humanos, y el relato mítico
como formas de ser en el mundo o como enacción de multiversos emergentes. Asimismo, en los estudios realizados por Hachmeyer (2015, 2017, 2019) en los valles interandinos del norte de La Paz, resalta
la categoría “cuerpo-persona-montaña” como una unidad inseparable, en la que
materia y energía se intercambian, atrayendo
a la coexistencia.