Música chamánica
para mover las cosas. Charles Boilès y la
etnomusicología tepehua oriental
Carlos Guadalupe Heiras
Rodríguez
Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Perspectivas Interdisciplinarias en Red, A.C., Ciudad de México, México; correo electrónico:
cghr30@hotmail.com. ORCID: 0000-0003-3115-7513
Recibido el 01 de noviembre de 2020;
aceptado el 9 de marzo de 2021
Resumen: Este artículo
da
cuenta
del
papel
de
la
música
en
los
ritos
chamánicos
tepehuas orientales. Esa música, que los
tepehuas dicen
que
“habla”, es ejecutada con violín y
guitarra quinta huapanguera,
a veces
también jarana. Boilès, el etnomusicólogo que mejor ha comprendido la música
chamánica tepehua, afirma que ésta puede decodificarse directamente, para
traducirse como una secuencia de enunciados
verbales explícitos. Aquí se ofrece el contexto etnográfico
de las prácticas rituales tepehuas en las que se ejecuta
esa música y se apuntan algunas
consecuencias etnográficas
y teóricas que derivan
de la interpretación de Boilès, para,
siguiendo a Austin, postular el
carácter performativo
y las consecuencias perlocutivas de esos
actos musicales.
Palabras clave: signo
musical, señal semántica, performatividad, perlocución, acto musical perlocucionario.
Shamanic music to move things. Charles Boilès
and Eastern Tepewa
ethnomusicology
Abstract:
In this article we give an account of the
role of music in Eastern
Tepewa
shamanic
rites. This
music,
which Tepewa people say it “speaks,” is played
with
violin
and
five string
huapango guitar (a kind of big guitar), sometimes also jarana (a kind of little guitar with five cords).
Boilès, the ethnomusicologist who has best understood Tepewa
shamanic music, affirms
that it can be directly decoded, for it to be translated
as a sequence of explicit verbal statements. Here
we offer the ethnographic context of Tepewa
ritual practices in which this music is performed, and we point out
some ethnographic and theoretical consequences that derive
from Boilès’ interpretation,
such as, following Austin, to postulate the performative character
and the perlocutory
consequences of those musical
acts.
Key words: musical sign, semantic signaling, performativity,
perlocution, perlocutionary musical
act.
Introducción
¿Por qué los ritualistas tepehuas orientales opinan que la
ejecución de los músicos en los ritos chamánicos es tan importante, o incluso más, que los
oficios realizados por los chamanes
curanderos? Al menos una parte de la
respuesta debe considerar el análisis que propuso el etnomusicólogo
Charles Lafayette Boilès Jr. (1967) pero, debido a la brevedad del artículo en el que
Boilès expuso su asombroso análisis, es pertinente
robustecerlo con datos etnográficos
que su artículo no ofrece. Además, en este artículo derivamos
algunas conclusiones teóricas no explícitamente señaladas por Boilès.[1]
El primer objetivo
de este artículo es
ofrecer una descripción
mínima del contexto etnográfico
de los ritos chamánicos tepehuas orientales, para proponer (como Boilès no propuso)
que los músicos
que participan en esos ritos
pueden ser mejor reconocidos como “músicos chamanes”
y no simplemente como músicos, razón
por la cual, para distinguirlos de los otros especialistas rituales
que
también
participan en esos ritos,
conviene llamar a estos últimos con el término de “chamanes
curanderos”, y no llanamente
chamanes ni
curanderos. Para cumplir
este mismo objetivo, y
tomando en cuenta nuestros datos etnográficos pero asimismo considerando en todas
sus consecuencias
el
análisis
propuesto
por
Boilès, proponemos
reconocer
(como Boilès no propuso) que los instrumentos musicales que acompañan
esos ritos chamánicos no son simples
objetos inertes, sino que, en virtud de los mecanismos de agentivación propios de las artes rituales tepehuas,
los cordófonos devienen personas que hablan melódica
y rítmicamente.
Boilès (1967)
registró que,
sin articular palabra, ni
cantar, ni
rezar, los músicos chamanes
tepehuas
orientales y sus instrumentos musicales “hablan”. Los sones
de los ritos chamánicos de Costumbre “hablan”; la música propia de esos ritos “habla”,
tal como afirman los tepehuas,
según registró Boilès, quien además analizó esa música para derivar conclusiones asombrosas sobre el
sentido musicológico preciso en que
se puede conceder que, en efecto, la música “habla”; los sones de Costumbre
y los instrumentos musicales “hablan”.
El segundo objetivo de este artículo es recordar la propuesta de Boilès
y hacerla extensiva a algunos datos etnográficos
para reconocer en qué sentido podemos convenir con los tepehuas cuando afirman que la música y los instrumentos chamánicos hablan. A reserva de dar más detalles en el curso de
la exposición, podemos adelantar que hablan en el sentido de que los signos musicales y señales semánticas que esa
música comunica, acompañan actos rituales específicos, de manera que informan, a través de una pieza musical precisa, del avance
de la secuencia ritual a cada momento (por ejemplo, el sacrificio sangriento que tiene lugar después de la “barrida” en la que el pollo
vivo se utiliza, a manera de escoba, para “limpiar” a los ritualistas) o indican a los ritualistas lo que deben hacer en determinado punto del proceso ritual (por ejemplo, arrodillarse todos
frente al altar). Pero más relevantemente,
en segundo lugar decimos tras Boilès que hablan, y los tepehuas orientales dicen que hablan,
en el sentido de que esos signos musicales
y señales semánticas tienen propiedades performativas o perlocucionarias, de manera que operan
directamente sobre la realidad y la modifican
tal como los ritualistas esperan, por lo que el mito informa y la música
afirma: la Tierra se mueve gracias
al rito y al baile; los ritualistas se transportan al santuario
divino con los sones apropiados; el material del que está
hecho todo el espacio ritual, la
parafernalia ritual y los ritualistas
mismos, deja de ser el convencional
para transformarse en oro, tal como dirían los sones. Si con el canto de las ritualistas y los
silbidos de los ritualistas varones se acompañan y confirman esas
afirmaciones musicales, ello sólo es posible en la medida en que, contra las opiniones de los melómanos
y musicólogos
más autorizados,
la música chamánica tepehua oriental
se ajusta a una gramática
cuyos enunciados pueden
ser traducidos directamente al código lingüístico con un significado explícito y verbalizable. Si podemos
interpretar que éstos son los hechos,
es porque seguimos el análisis
señero de Boilès.
A partir de esa interpretación, pueden aplicarse a la música chamánica tepehua oriental
los postulados de John L. Austin (2008 [1962]), cuyos útiles conceptuales explican cómo hacer cosas con palabras, y nos permiten entender, por
extensión, cómo es que los tepehuas orientales hacen cosas con música.
Desarrollaremos todas estas cuestiones en las páginas
que siguen; algunas de éstas, en apartados
específicos. No
obstante
ello, permítasenos
advertir
que si los objetivos de este artículo son los antes formulados,
los datos y argumentos que permiten alcanzar dichos objetivos
permiten, en
conjunto, situar a la música entre los fenómenos lingüísticos y socioculturales
que, descritos etnográficamente, apuntan hacia
el tercer objetivo de este artículo,
que es subrayar algunas cuestiones
de relevancia antropológica, es decir, teórica. De esta manera, el recorrido argumental irá de lo empírico y etnográfico para arribar a lo teórico o antropológico.
La mayor parte del material
etnográfico de este artículo deriva de nuestro
propio trabajo de campo entre los tepehuas orientales,
pero está acompasado con información
aportada por otros etnógrafos y lingüistas. Los datos y análisis musicológicos y musicológico-lingüísticos,
son todos de Boilès (1967). A reserva de abundar en algunas cuestiones
metodológicas en el correspondiente
de los
subsiguientes apartados, cabe adelantar que el método etnográfico guió nuestra investigación
en su primera etapa, que en campo, privilegia la observación y la escucha atenta,
y que subordina la conversación,
la entrevista y la aplicación
de cuestionarios, a las que posterga para más tarde, difiriéndolas hasta en tanto pueda informarse
pertinentemente con lo antes observado
y escuchado espontáneamente en campo (Heiras, 2014b;
2017,
pp. 25-68, 513-523).[2] Enterados del análisis de Boilès relativo a la música ritual tepehua oriental, en un momento
avanzado de nuestra estancia
en campo platicamos con
nuestros interlocutores sobre el
asunto, pero nuestras tentativas inquisitivas resultaron infructuosas,
de manera que retomamos las interpretaciones
etnomusicológicas de Boilès para incorporarlas sin modificación, sumándolas a las interpretaciones derivadas de nuestra propia etnografía sobre los ritos chamánicos tepehuas y en consideración de algunos otros datos etnográficos
y lingüísticos de otras fuentes bibliográficas.
Los tepehuas
orientales
Los tepehuas son un pueblo indio mesoamericano, hablante de una lengua de
la familia lingüística
totonacana.
Dentro de la
región histórico-cultural de Mesoamérica,
los tepehuas orientales
(ma’álh’amán, maqálhqamán) forman parte
y ocupan una porción del territorio
de la región Huasteca meridional, colindante con las regiones del Totonacapan
hacia el sur, la Huasteca central o
septentrional hacia el norte y el Valle
del Mezquital hacia el este. En la
Huasteca meridional, los tepehuas
orientales comparten vecindario con los otros dos grupos
étnicos tepehuas
(meridionales y noroccidentales), los nahuas de las Huastecas poblana y veracruzana,
los otomíes orientales y los totonacos del noroeste. Como ocurre con la gran mayoría de los pueblos
mesoamericanos, la tradición
agrícola y ritual tepehua tiene por núcleo la producción milpera del maíz que marca los ritos
de las actividades comunitarias en su territorio histórico.
Los tepehuas orientales
(ma’álh’amán, maqálhqamán)
son el grupo
étnico cuyas comunidades históricas
se encuentran localizadas al este de las restantes comunidades tepehuas.
Por eso conviene llamarlas orientales.
Las comunidades tepehuas orientales más viejas se encuentran en la porción sureña del municipio
veracruzano de Ixhuatlán de Madero. Dichas
comunidades son San Pedro Tziltzacuapan, San José el Salto, Pisaflores y El Tepetate. De acuerdo a los tepehuas pedreños, una comunidad más en el municipio
poblano
vecino de Francisco
Z. Mena, así como una última comunidad
en el no tan cercano municipio veracruzano de
Tuxpan, estarían constituidas
parcialmente por importantes contingentes de tepehuas orientales originarios de
las comunidades de Ixhuatlán de
Madero. No consideramos tepehuas orientales a los
pocos tepehuas
meridionales, originalmente de Huehuetla (Hidalgo, México), cuyos movimientos poblacionales de fines del siglo XIX o principios del XX les llevaron
a avecindarse
en comunidades totonacas del extremo
norte de Puebla, localizadas al oriente
de
las
comunidades tepehuas orientales. Fuera de la
Huasteca,
los principales contingentes de tepehuas
orientales no campesinos,
entremezclados con población
local e inmigrante, se encuentran en la alcaldía de Tlalpan (Ciudad de México) y en los municipios de Naucalpan y Ecatepec
(Estado de México), así como en las ciudades de Poza Rica (Veracruz),
Piedras Negras (Coahuila), Reynosa y Matamoros (Tamaulipas).
En
su propia lengua, los tepehuas
orientales se llaman a sí mismos ma’álh’amán o maqálhqamán, en plural;
ma’álh’amá’ o maqálhqamá’, en singular. Este endoetnónimo es el mismo que el de los tepehuas del sur (Huehuetla,
Hidalgo), quienes hablan
un
dialecto
muy cercano del mismo
idioma
tepehua
suroriental que, en su propia
lengua, tanto unos como otros llaman lhima’álh’amá’ o lhimaqálhqamá’. Sólo contamos con el registro de que
los orientales llaman lhichiwíin o
chiwínti a su variante
idiomática. Aunque hasta
hace aproximadamente medio siglo los tepehuas del sur mantenían
relaciones sociales y de parentesco con los orientales, éstas se han diluido en las últimas décadas, razón por la cual no los consideramos parte del mismo grupo étnico. Con los tepehuas del noroeste, masipijnín (Tlachichilco,
Zontecomatlán y Texcatepec,
Veracruz), las relaciones sociales son nulas o, limitada y
recientemente, producto
de la intención consciente de construir y reivindicar
una supuesta
etnicidad
compartida. Los tepehuas noroccidentales hablan
una lengua que, aunque es la más
cercana al lhima’álh’amá’ de entre todas las lenguas totonacanas, es
una lengua bien distinta a la que sus hablantes llaman lhimasipijní. En este artículo damos
cuenta de hechos etnográficos relativos a los tepehuas orientales. A menos que indiquemos expresamente otra
cosa, donde en las siguientes páginas nos referimos llanamente a los tepehuas, nos estaremos refiriendo a los orientales.
Ritualistas, chamanes curanderos y chamanes
músicos que “mueven las cosas”
Con
el término de “ritualista” nos
referimos a los sujetos que asisten a, participan
en, y acompañan los ritos. En el caso
de los ritos chamánicos, entre los ritualistas se
cuentan, en primer lugar, los humanos que participan más activamente: los especialistas rituales
humanos: 1) los chamanes
curanderos y, 2) los chamanes músicos. Con el término de ritualista nos referimos también a
quienes participan
menos activamente, tal como ocurre con 3) los legos o no iniciados en las artes chamánicas,
quienes aunque parecen participar como
observadores pasivos durante
algunos episodios
del rito, desempeñan algunas actividades rituales fundamentales. Asimismo,
debemos considerar como ritualistas a los no humanos que acompañan, facilitan, o a quienes
se dirigen, las
actividades rituales:
4) los suprahumanos, es decir, las divinidades, espíritus
de diversos seres y ámbitos del cosmos, entre los que sobresalen la Tierra, el
Sol y el espíritu del Maíz, la principal fuente de alimento campesino; 5) los exhumanos, es
decir, los espíritus de los muertos, incluidos tanto los espíritus patógenos llamados “malos aires”, como los
espíritus de los chamanes difuntos
que continúan sus oficios en el otro mundo, en beneficio de los humanos en el mundo de los vivos; 6) los infrahumanos, entre los que se cuentan los espíritus de algunos animales, pero también las víctimas de sacrificio;
7) los fragmentos humanos, es decir, componentes anímicos
humanos. Con ayuda de los ritualistas humanos, los no humanos participan activamente en los ritos chamánicos, tal como ocurre,
precisamente, con los ritualistas no
humanos que desempeñan un papel fundamental en esos ritos y son el foco de
atención de este artículo: 8) los instrumentos musicales, agentivados para participar con su lenguaje melódico-rítmico.
Por lo que a los humanos
toca, los ritos chamánicos tepehuas orientales son conducidos por chamanes
músicos y chamanes curanderos. En el caso de estos ritos, aquí proponemos que es mejor reconocer
a los ritualistas ejecutantes de instrumentos
de cuerda como músicos chamanes o chamanes
músicos, y no llanamente como músicos que acompañan
los ritos chamánicos. Antes de abordar de lleno el
papel de la música y los músicos en los ritos chamánicos,
comenzaremos nuestra exposición con
los chamanes que no son músicos: los
chamanes curanderos. En lengua española, los tepehuas llaman a
esos chamanes curanderos con varias etiquetas. La más común es la de “curandero(a)”, pero es
muy importante no obscurecer el hecho de que los chamanes curanderos no limitan su práctica al campo de la salud, sino que ésta se
extiende al de los ciclos temporales cósmicos y la producción agrícola, así como al de la política local y
el cambio de algunas autoridades locales.
Además, es importante reconocer que, si bien los chamanes
curan, también saben enfermar y matar
en virtud de la puesta en práctica de
las mismas artes rituales. Llamar llanamente “curandero(a)” a quien
enferma o sabe hacerlo, puede ser una forma de respeto por parte de los sudhuastecos, pero no es la mejor
forma de describir los hechos etnográficos. Si nos vemos obligados a llamarles
chamanes curanderos es, en primer lugar, porque
conviene considerar también a los
músicos como chamanes y, en segundo lugar, porque no conviene llamar a los primeros llanamente curanderos.
A los chamanes
curanderos, los tepehuas y otros sudhuastecos
también les dicen “brujos”,
frecuentemente sin connotaciones negativas, pero creemos que tampoco conviene usar esa etiqueta nativa
aquí, pues además de que algunos pocos tepehuas y mestizos la usan peyorativamente, muchos lectores
también suelen hacerlo. Podríamos optar por llamar chamanes brujos curanderos a los especialistas
rituales a quienes hemos elegido nombrar chamanes
curanderos, pero tres términos parecen demasiados y dos, en cambio, suficientes. Otras etiquetas de uso generalizado entre los tepehuas y otros sudhuastecos,
atienden a fases o técnicas específicas del trabajo chamánico o a otras especializaciones de su oficio ritual, por ejemplo: “adivino(a)”, “partera”
(no
partero,
hasta
donde sabemos), “chupador(a)” o “chupandero(a)”, etiquetas
que operan pertinentemente por
metonimia, pero que ocultan el todo a costa de hacer sobresalir la parte. En efecto, la adivinación
es parte fundamental de las
actividades que los chamanes curanderos realizan antes o después de conducir sus ritos; embarazo, parto
y puerperio se acompañan de actividades tanto técnicas como rituales, cuya especialista tradicional suele ser
una chamán curandera; “chupar” es una técnica con que algunos chamanes curanderos extraen patógenos materializados del interior del cuerpo del enfermo. No siempre es
necesaria la adivinación para hacer
un rito chamánico;
sólo las chamanes curanderas son
también parteras; la mayoría de los chamanes curanderos no “chupan”
la enfermedad (o su instrumento). Cabe mencionar, finalmente, que uno de nuestros
principales colaboradores pedreños,
Conrado García Fernández, llama
ocasionalmente “sacerdotes” o “brujos sacerdotes”
a quienes aquí llamamos chamanes curanderos, lo que acaso resulte atinado en cierto sentido. Sin embargo,
nombrarlos sacerdotes podría conducir a una interpretación errónea por
parte de los lectores que, como muchos otros tepehuas y otros sudhuastecos, reservan esa palabra para
nombrar a los que también llaman “padres”, es decir, los especialistas rituales ordenados por la iglesia católica
(y la iglesia ortodoxa donde la hay, como en efecto ocurre en las comunidades tepehuas
orientales).
En lengua tepehua oriental (lhichiwíin, chiwínti, lhima’álh’amá’ o lhimaqálhqamá’), los
principales términos
para llamar a
los chamanes curanderos son jaat’akuunú’ =
“la/el que hace a las mujeres”,
y jaapapaaná’ = “el/la
que hace a los
hombres viejos/abuelos” (Davletshin,
2009), acaso en
atención a las labores
del parto que acompañan
las —nunca los— chamanes curanderas,
así como a la tecnología ritual que permite
a las y los chamanes curanderos tepehuas confeccionar cuerpos o imágenes de papel o corteza para los no humanos —sub-,
ex-,
infra-
y
supra-humanos, así como los fragmentos anímicos humanos—
con quienes —o con los
que— interactúan durante los
ritos chamánicos (Heiras,
2010, 2011). Evidentemente, la forma
más exacta de llamar a los chamanes
curanderos sólo podría ser con esas etiquetas creadas por el genio de la lengua tepehua, pero ello sólo entorpecería la lectura de quienes no hablamos
esa lengua totonacana. Optamos por el uso del concepto antropológico de “chamán”,
como parte del concepto compuesto de “chamán curandero” que aquí proponemos, en atención a la vocación
comparativa de la etnología, y suscribimos la definición que ofrece Galinier, para quien, en el caso otomí oriental, “el concepto de chamanismo se aplica
con pleno derecho para designar un
conjunto de operaciones relativas a la intervención terapéutica,
la adivinación, el sacerdocio ritual
y los fenómenos de embrujamiento”
(1990 [1985]: 155). En un artículo
reciente, Johannes Neurath (2020, p. 9) utiliza el término “chamán-curandero” para referirse al chamán mara’akame huichol, pero no
explicita los motivos
de su elección,
además de que usa simultánea
y más prolijamente el término de “chamán cantador”, extensamente utilizado
por él y por otros etnógrafos para los casos del Gran Nayar.
Para el caso tepehua oriental, nosotros optamos por
el uso de este término de “chamanes
curanderos”, por supuesto
comprendiendo también a las “chamanes
curanderas”, para distinguir a estos especialistas rituales de los otros especialistas que son los chamanes
que tocan la música que acompaña
y frecuentemente forma parte fundamental de los ritos chamánicos, también llamados Costumbres en
español.
Los Costumbres,
es decir los ritos chamánicos
tepehuas
orientales, pueden tener objetivos
agrícolas y por tanto ser de interés
comunitario o, en cambio, estar
centrados en una o dos personas humanas vivas y sus parientes, en cuyo caso pueden
ser terapéuticos o del ciclo
de vida. Sin abundar en el asunto,
valga
decir que, aunque las categorías tepehuas son menos genéricas,
en este artículo nos centraremos en
los Costumbres que los tepehuas
llaman a veces “Costumbres grandes”, es decir,
ritos
chamánicos de intenciones
agrarias,
a los que idealmente está convocada toda la comunidad y cuyos
beneficiarios son, en primer lugar, todos los miembros de la comunidad, pero en última instancia la humanidad entera (Heiras, 2010, 2014a). A las intenciones agrarias de un Costumbre grande, a veces se añaden las intenciones políticas propias del cambio de fiscal, la autoridad religiosa remanente de la versión
local de la jerarquía cívico-religiosa mesoamericana de
origen colonial que en las comunidades
tepehuas funcionó hasta hace algunas décadas. En lengua tepehua
oriental,
este tipo de Costumbre grande es
llamado Jalakilhtúnti, cuya traducción
literal es “El Movimiento de las
Cosas” (traducción del tepehua
al inglés de Boilès,
1967, p. 267, traducción del inglés
al español del autor de este artículo).
Aunque es mucho y variado
lo que se mueve en un rito de Costumbre tepehua, el foco de atención varía
en cada uno de los tres o cuatro Costumbres grandes del ciclo ritual anual
comunitario. En el Costumbre de Elotes (que tiene ocasión al menos desde
la tarde del 15 de septiembre hasta
la mañana del 16 de septiembre), el movimiento más importante es, acaso, el del plano terrestre que es mecido por un par de hombres (o dos hombres y dos mujeres) que “bailan [con] la Mesa”, misma que sirve de altar durante el rito y encima de la cual el
chamán curandero reproduce
la Tierra orientada con sus cuatro
rumbos y su centro, a veces cruzada
por las coordenadas numerológicas
que indican el género femenino (12 “rosarios” de flores
de cempasúchil ensartadas en hilos) y
el masculino (13 “rosarios” colocados perpendicularmente a los 12 femeninos). Al finalizar
la puesta ritual,
cuando los ritualistas bailan cargando la Mesa, no
es únicamente el mueble doméstico lo que se mueve, sino el mundo entero. En el Costumbre
de Año Nuevo (aunque no tiene lugar el 1 de enero, sino en
las últimas horas del que mejor podría llamarse Año Viejo, la noche del 31 de
diciembre), la que se mueve es la imagen de bulto del Niño Dios cristiano, que
no es otro que el Sol que, acunado
en una cobija, es arrullado por una veintena de mujeres y, a veces, uno que otro hombre.
La
música es uno de los ingredientes
indispensables de esos y otros movimientos que, en definitiva, no son sólo el de la mesa como mobiliario ni apenas el de la escultura
de uno más de los santos de la iglesia, sino,
como hemos dicho, el de la Mesa en tanto plano
terrestre, el del infante Jesucristo
en tanto astro solar y, con ellos, la maquinaria cósmica entera. El
balanceo del mueble de origen europeo (se recordará que no existían
mesas en la América prehispánica) y el del Niño de piel clara y pelo rubio o castaño con los que bailan quienes participan en los respectivos Costumbres, son el movimiento de la Tierra y el Sol. De estos movimientos dependen el curso cíclico
del tiempo y la forma de vida campesina. Mientras
“bailan al Niño Dios”, las mujeres lo arrullan con canciones
populares como la que dice: “A la
rorro niño, a la rorro ya, duérmase mi niño, duérmaseme ya”. Cuando
los hombres o las dos parejas de hombre y mujer
“bailan la Mesa”, los músicos ejecutan un son llamado precisamente La Mesa, que
acompaña el baile. Empero, no es el nombre del son el que le otorga su eficacia.
De hecho, es probable que los sones no recibieran nombres sino hasta muy recientemente, por influencia de
la angustia nominativa e identificadora occidental, lo mismo a través del hecho de que las canciones populares a las que son tan aficionados los tepehuas que escuchan la radio y
ven la televisión tienen
títulos, que a través y por medio de los etnógrafos,
etnomusicólogos o promotores culturales que gustan de preguntar a sus informantes-interlocutores cómo se llaman
las piezas musicales tradicionales. La eficacia comunicativa,
simbólica
u
ontológica
de
la
música
chamánica tepehua no reside
en los apócrifos o modernos títulos de
sus piezas, sino en las
declaraciones que sus composiciones realizan
gracias a la melodía
y el ritmo del violín acompañado siempre por los de
la guitarra quinta huapanguera, y a veces
también, o en cambio, por los de la
jarana.
En efecto,
durante la realización de los Costumbres grandes
es indispensable la participación
de dos o tres músicos
chamanes, ejecutantes de violín y uno o los dos cordófonos
de rasgueo. Si la autoridad en turno tiene dinero suficiente, puede
contratar una banda
de viento para
acompañar el Costumbre
de Año Nuevo,
pero los músicos imprescindibles —y los
únicos a los que cabe reconocer como verdaderos
chamanes músicos— son los dos o
tres ejecutantes de instrumentos de
cuerda. A diferencia de lo que ocurre
en otras ocasiones musicales de la
ritualidad tepehua
oriental, los dos y excepcionalmente tres chamanes músicos de un Costumbre siempre son hombres
adultos; adultos en el sentido local del término, es decir, casados
y con hijos.[3] En cambio, los
chamanes curanderos, que pueden superar la docena en una
sola ocasión ritual, son tradicionalmente hombres y también mujeres,
aunque no indistintamente, pues sus oficios
especializados atienden cierta división sexual del trabajo ritual
(Heiras,
2010, 2011, 2014a). Aunque tanto un
hombre como una mujer puede conducir
el ritual en tanto chamán curandero, en los Costumbres grandes suele ser un hombre el conductor
principal, mientras que los chamanes
subordinados al primero suelen ser
una
o
varias,
a
veces muchas,
mujeres chamanes
curanderas.
A ojos de alguien
ajeno a las tradiciones indias de la Huasteca sur, los únicos dirigentes del
rito parecen ser
los chamanes curanderos,
mientras que los músicos
tendrían apenas el papel de ejecutantes de música de fondo, acompañantes
casi prescindibles. El hecho de que los ritos de Costumbre egocentrados,
más modestos que los comunitarios, prescindan de músicos, parecería confirmar la idea de que los chamanes curanderos son los únicos directores rituales. Es
a las y
los chamanes curanderos a
quienes, antes
y durante la realización de un Costumbre, se puede observar confeccionar en papel recortado o corteza atada las
imágenes de los seres no humanos que se harán presentes en el rito; mandar
a unas y a otras
personas traer tal o cual cosa necesaria para la ejecución del rito;
colocar la parafernalia
que reviste los altares y el arco del altar; limpiar
y matar a los animales
cuya sangre vivificará a los no humanos y alimentará a humanos y no humanos; rezar extensas
plegarias poéticas para pedir el perdón
divino. La importancia de
“los que hacen a los hombres viejos” y “las que hacen a las mujeres”, es decir los chamanes curanderos, es innegable. Sin embargo, es absolutamente errado derivar de ello que los músicos juegan un papel menor.
En opinión
de los chamanes curanderos tepehuas, los especialistas rituales
más importantes son los
ejecutantes del violín,
guitarra y
a veces jarana, quienes conducirían el ejercicio ritual por medio
de los sones que ejecutan. Es pertinente subrayarlo: la
opinión autorizada de los chamanes
curanderos coincide con la de muchos no especialistas rituales cuando afirman
que los músicos son tanto o incluso más importantes que los chamanes
curanderos para la adecuada
consecución de un rito de Costumbre. Ello es así porque
buena parte de las transformaciones
o, en términos nativos, los movimientos
a que da pie el rito, tienen lugar en función de la música que lo hace posible.
No es
exagerado afirmar
que, entre los tepehuas orientales, los músicos de
Costumbre son chamanes de hecho y de derecho.
A mediados del siglo pasado, según registró Roberto Williams García,
los tepehuas
orientales decían que el Cerro de Oro,
localizado al oriente, hacia donde
se encuentran las aguas del Golfo de México,
era el sitio donde se encontraba la residencia de las divinidades. Aquél era
también el destino de los curanderos y de los músicos tras su muerte. Allá, chamanes
curanderos difuntos y chamanes
músicos difuntos continuaban
realizando un Costumbre perpetuo para agasajar a las divinidades sentadas
a la mesa, en donde
aquéllas recibían las
ofrendas que los humanos hacían desde el mundo
humano. Las ofrendas rituales de
alimentos y bebidas que los ritualistas humanos colocan en las mesas que disponen en este mundo, eran —y son en nuestros
días— recibidas por las divinidades
y sus sirvientes o ayudantes exhumanos
en las mesas de su morada oriental (Williams,
2004 [1963], p. 148-149).
En nuestros
días, durante
los ritos chamánicos, los
músicos humanos reciben el mismo
tipo de ofrendas que las almas de las divinidades
y las divinas almas humanas. Mientras que a éstas les son entregados,
junto con refrescos, cervezas
y aguardiente, varios pollos enteros cocidos, colocados unos sobre la Mesa o altar principal que dispone el chamán curandero principal y otros sobre los “cajones” o altares secundarios que disponen los
chamanes curanderos secundarios
(frecuentemente mujeres chamanes curanderas), a los chamanes músicos humanos les es entregado un pollo entero cocido que es colocado
sobre su respectivo “cajón” (altar secundario) por los chamanes curanderos, junto a las bebidas que allí mismo
consumen o que más tarde, acabada
la ocasión ritual, se llevarán
consigo a sus casas. Este tipo de ofrendas para los músicos humanos
eran y acaso sigan siendo, simultáneamente, ofrendas para los músicos divinizados, “los
compañeros”, es decir, los músicos muertos, exhumanos, “compañeros” de los músicos
humanos vivos. Lo correspondiente ocurría entre los chamanes vivos y
los chamanes difuntos
divinizados que recibían, todos en el oriente, su parte en el banquete
(Williams, 2004 [1963], p.
148-149).
De acuerdo a la opinión
autorizada de los actuales
chamanes curanderos tepehuas, los músicos de Costumbre son
incluso más importantes que los
mismos chamanes “adivinos”
y “curanderos” en
cuanto orquestadores y directores de los ritos chamánicos.
El hecho de que los dos tipos de
especialistas rituales (músicos
de Costumbre y chamanes
curanderos) tuvieran el mismo
destino
post mortem,
confirma
que cabían en la misma categoría social. Habría que decir entonces, más explícitamente, que,
todavía a mediados del siglo pasado, había —y quizás siga habiendo— dos tipos de chamanes: los hombres chamanes que se comunicaban a través de
la ejecución de sus instrumentos de
cuerda, por un lado, y los hombres y
las mujeres chamanes que se comunicaban —y siguen comunicándose— con su palabra ritual,
rezando, adivinando y desempeñando el resto de las tareas rituales, por otro.
Distinción entre el pasado y el presente
etnográfico: nota
metodológica en primera persona del
singular
Cabe
hacer aquí una pausa metodológica. Como habrá notado el lector, he debido hacer —el autor de este artículo ha debido hacer— algunos malabares
entre el tiempo pasado y el presente.
Bajo la aplanadora del “presente etnográfico”,
apenas
evité
obviar la diferencia entre lo que fue registrado en la década
de 1950 por Williams (2004 [1963]) y en la de 1960 por Boilès
(1967), y lo que he registrado por mi cuenta entre 2005 y el presente. Desconozco los pormenores de qué y cuánto ha cambiado de las prácticas rituales y
la mitología, qué y cuánto se mantiene igual, qué y cuánto ha sido abandonado
de entonces a la fecha. A costa de
una redacción que recurre a conjugaciones verbales
aquí en presente, allá en pasado, en este último caso acompañadas de referencias bibliográficas, a veces a los dos tiempos verbales
en frases subordinadas, el lector paciente
puede distinguir alguna parte de lo que
se mantiene y lo que no. Otra parte, sin embargo, la ignoro
incluso yo.
Es necesario, entonces, explicitar que no he podido corroborar en campo las interpretaciones etnomusicológicas de Boilès, en primer lugar, sin duda, porque carezco de la competencia musicológica para ello. Sin embargo, cabe apuntar que durante mi trabajo de campo
procuré indagar sobre estas materias
con informantes y colaboradores, ritualistas lo mismo chamanes y músicos de Costumbre, que legos
(no chamanes, no especialistas rituales, no iniciados). Mis esfuerzos no rindieron frutos notables.
Debo
añadir
que
mi
trabajo
se
concentró
en
una
sola
comunidad tepehua oriental:
San Pedro Tziltzacuapan. Aunque es muy
probable que mi incompetencia
musicológica haya impedido que confirmara o
rechazara la interpretación de Boilès por lo que toca a mis informantes, colaboradores e interlocutores pedreños,
también es posible que los músicos, chamanes y ritualistas de Costumbre de esa
comunidad —o algunos, o muchos de ellos— desconozcan el código musical-lingüístico
que Boilès descubrió en la vecina comunidad tepehua oriental de Pisaflores, fisionada
de la primera en la década
de 1930. Así, por un lado, es posible
que un investigador más competente que yo pueda identificar
en San Pedro Tziltzacuapan los fenómenos
musicológicos que yo
fui incapaz de
encontrar. Por otro lado,
también
es posible —e incluso más probable— que la
tradición musical y sus códigos se conserven mejor en Pisaflores, en la medida en que, innovadora en diversos aspectos,
Pisaflores presume mayor convocatoria que Tziltzacuapan en algunas de sus
prácticas rituales. El código musical,
aunque no idéntico al tepehua
oriental, también podría gozar de vitalidad en comunidades
de otras filiaciones indias sudhuastecas.
Hoy en día, en San Pedro Tziltzacuapan y El Tepetate, muchos músicos que acompañan los Costumbres, aunque conocen
muchas piezas rituales
y saben que algunas
acompañan
actividades rituales específicas, parecen
desconocer
el código que hace unas pocas décadas vinculaba
todas las partes del proceso ritual con secuencias
específicas de aires musicales. Ésta es la imagen
que
derivó de mi trabajo de campo que, durante la pasada década, se concentró
en la comunidad “madre” de
los tepehuas
orientales: San Pedro Tziltzacuapan. Sé
que no ocurre de manera distinta
en Tepetate, comunidad
que es uno más de los “hijos” jóvenes de San Pedro, aunque las cosas podrían ser distintas
con el “hijo” más conocido:
Pisaflores,
en donde podría haberse conservado mejor la tradición musical chamánica
y acaso todavía se encuentren activos
verdaderos músicos chamanes.
Regresemos
al presente etnográfico y a la primera persona
del plural para continuar con la exposición de los datos
etnográficos y la interpretación que proponemos con Boilès.
Músicos chamanes y personas cordófonas que “hablan”
A
pesar de que la mayoría de los instrumentistas que acompañan el rito de
Costumbre en San Pedro
Tziltzacuapan, Pisaflores y El Tepetate
podrían
ya no
gozar de todas las características que postulamos
en
seguimiento
de las
interpretaciones de Boilès, aun
así ocupan un lugar
privilegiado en la
implementación del dispositivo ritual
y siguen
recibiendo una ofrenda como
la que sólo las almas humanas, exhumanas y suprahumanas reciben. Sus instrumentos agentivados,
y
a
veces ellos mismos,
son
adornados con
collares floridos tal como sólo ocurre con las personas en quienes se centran las atenciones de algunos
ritos
terapéuticos
egocentrados. Gracias a su enfloramiento
y los
“baños” que los ritualistas les aplican, durante el rito chamánico algunos objetos son
animados y tratados como las personas que en efecto devienen en presencia
humana y divina, en virtud de las artes rituales. En este
sentido, tal como Libertad Mora Martínez propone para el caso otomí
oriental, los objetos devienen sujetos (Mora, 2020).
Entre los distintos tipos de “baños” que forman parte
del protocolo ritual chamánico,
los baños que aquí comentamos siguen una secuencia
de dos o tres pasos. En atención
a esta secuencia, cada uno de los ritualistas humanos “baña” a, y
es “bañado” por, todos
los restantes ritualistas
humanos, así como algunos de los no humanos. La única interpretación que hemos podido recoger
entre los tepehuas
de San Pedro Tziltzacuapan sobre el sentido de
esta práctica lustral, es que el jitomate es un fruto fresco, de donde
deriva nuestra interpretación de que, al refrescar, el
baño podría buscar atemperar los ánimos enojados y calientes o de cualquier otra manera adversos de los ritualistas, de quienes se espera que concierten y recompongan sus relaciones desavenidas,
perdonándose mutuamente todas sus
faltas.
Cuando el ritualista bañado no está demasiado ocupado en
sus quehaceres rituales, responde al
bañador con un baño idéntico, de
manera que el bañado baña a quien lo bañó primero. Los baños en dos o tres pasos del tipo que comentamos ahora, son realizados merced a
al menos dos actos llamados
igualmente “baños”, “limpias”
o “barridas”: con el
primero, el
que baña embarra en las manos del bañado apenas un poco
del jugo de un jitomate partido a la mitad; con el segundo, pasa igualmente sobre las manos del bañado
un pequeño lienzo cuadrado de tela,
referido como “pañuelo” o “trapo”
(frecuentemente de manta), que opera como si fuera una toalla que secara el
líquido excesivo que hubiera dejado el jugoso jitomate. Las baños con jitomate y trapo son aplicados sobre las
palmas y los dorsos de las manos del bañado.
A veces, como tercer paso opcional, el ritualista que practica el baño
con pañuelo sopla sobre esta tela, imponiéndole su aliento antes de aplicarla
—impregnada con su propio aliento y ánimo— sobre las manos del bañado. La mayoría de
los ritualistas actúan con mucha delicadeza, apenas tocando las manos de los
bañados. Cuando
los bañados son los músicos
chamanes, pueden bañar de
vuelta al ritualista que primero los bañó, siempre
que no estén trabajando en
ese momento, es decir, bajo la condición de no estar ocupados
con los instrumentos musicales en sus manos. Con más frecuencia ocurre que,
durante este episodio del protocolo
ritual, sí están tocando sus instrumentos
musicales, de manera que
no pueden interrumpir
la ejecución. Por tanto, suelen
ser bañados pero no responden bañando
al bañador. En estos baños practicados a mitad de la ejecución musical, los ritualistas legos que bañan a los músicos chamanes nunca
logran bañar las palmas de sus manos, sino que se las arreglan para maniobrar, rozando
apenas, delicadísimamente, el dorso
o algún dedo de
la mano del músico, sin estorbar la ejecución
musical. Con la misma finura, los ritualistas legos bañan con jitomate y tela a los instrumentos musicales
que, como hemos dicho siguiendo a Mora (2020),
durante la puesta ritual dejan de
ser meros objetos para devenir sujetos.
Fuera del protocolo
ritual, un gesto más permite reconocer
la cualidad de sujetos en que devienen
los instrumentos
musicales. Cuando los cordófonos se desafinan
o cuando las cuerdas de plano se rompen, los músicos chamanes
deben, por supuesto, afinar sus instrumentos o ponerles cuerdas
nuevas. Pero
además de ello, tienen a la mano el recurso
de dar a beber aguardiente a sus instrumentos que, quizás, sólo saben comunicar su sed de esa manera.
Este Gesto no forma parte del protocolo ritual en la medida
en que no siempre se desafinan los instrumentos
ni
se
rompen
sus
cuerdas, aunque siempre es
posible que los músicos den de beber alcohol de caña de azúcar a la persona
violín, la persona guitarra quinta huapanguera y la persona
jarana, incluso si no protestan desafinando ni, casi podríamos decir, rompiendo
sus propias cuerdas vocales musicales. La manera en que el músico chamán da de beber a su instrumento, es vertiendo un chorrito o unas gotas de “caña” en la “cabeza” (clavijero) del cordófono.
A las personas instrumentos se les da de beber.
Los
instrumentos son agentivados por vía del baño que se les aplica, tal como son bañadas
otras personas humanas y podemos suponer que,
si pudieran, bañarían recíprocamente a quienes los bañan —y quizás en efecto
puedan, aunque con ojos mestizos, occidentales y urbícolas no los veamos hacerlo
materialmente. Por estas varias
razones, resulta posible conceder
que
los
instrumentos musicales
adquieren la cualidad de sujetos,
personas no humanas. Pero más aún. En tanto personas, “hablan”, de acuerdo a los testimonios tepehuas recogidos en campo por Boilès. Merced a la interpretación de su ejecutante, a la que se añade la voz adquirida en virtud de su agentivación,
el violín ciertamente “habla”, según
la opinión de los propios tepehuas.
En palabras de Boilès volcadas al español: “Los tepehuas dicen que la música [...]
habla [...], y el más grande elogio
para un violinista es decirle que uno puede escuchar ‘a toda la gente hablando’ durante su ejecución” (Boilès, 1967,
p. 267, traducción del inglés al español del autor de este artículo).
Los tepehuas que participan en el rito de Costumbre escuchan y reciben
de la melodía del violín mensajes que informan sobre lo que ocurre y que
indican lo que procede realizar
en atención al protocolo ritual;
melodías que, por ejemplo, informan del arribo
de las divinidades pero que, más aún, tienen
por efecto invitar a las divinidades a participar en el Costumbre (Boilès,
1967, p. 267). El éxito en el reconocimiento
de los signos musicales y las señales semánticas que vehiculiza, varía según la profundidad del conocimiento
que cada ritualista tiene del código musical. Para
los menos avezados en los saberes rituales, además de ser un acompañamiento sonoro
valorado por su belleza, determinado tipo de son de Costumbre, más lento (distinto de la melodía ligeramente más rápida que la del resto de los sones)
y con rasgueo de guitarra discontinuo (distinto del rasgueo continuo de otros sones),
indica, sin lugar a dudas, el deber de hincarse todos los
ritualistas humanos mirando hacia el altar, o de cara al sol naciente para ver hacia el oriente, de manera que tiene efectos
coreográficos que incluso un ignorante del código musicológico puede reconocer sin formación musical
ni mayor entrenamiento en la
práctica ritual tepehua.
Por lo que toca a los tepehuas que sí
conocen el código musical, escuchar una determinada
melodía costumbrista en el vecindario
puede no sólo informar que ya comenzó
el rito, sino, más precisamente,
que la música anuncia que en la casa
de Costumbre están esperando al resto de los ritualistas para comenzar y que, por tanto, deben apurar su arribo a fin de contribuir con lo
correspondiente para echar a andar el dispositivo
ritual (Boilès,
1967, p. 268).
Para los más profundos conocedores de las cuestiones
rituales, la música señala episodios precisos como el sacrificio sangriento
de
un
ave
u
otro
episodio ritual específico. Esta condición de conocimiento es la que define a los chamanes
curanderos y a los mejores chamanes
músicos, y aquí el adjetivo
no califica las virtudes esteticistas de la ejecución
del instrumentista, sino la profundidad de su conocimiento en materia ritual y, específicamente, su saber
sobre la correspondencia entre el repertorio de piezas musicales, y las acciones y secuencias rituales vinculadas. Más precisamente: su dominio del código musical. También debemos
reconocer como conocedores también son, a los
no humanos que son convocados al rito, de manera que el protocolo
ritual que unos conducen es seguido por el ejercicio de los otros, en un necesario acompañamiento de la acción ritual por la “palabra”
melódica y rítmica
del violín o, aún más, un estrecho seguimiento de la “palabra” musical por la acción ritual. En ese sentido, la correcta
y sabia voz de la persona violín,
bella pero sobre todo correcta según
el código musical coordinado con el pertinente
protocolo ritual, sólo es posible en la medida en que el músico chamán permite
que el violín hable como sabe.
El papel de la música de Costumbre tepehua en su versión más acabada no
se limita al de señalizador semántico, de manera que los sones no únicamente
indican que los ritualistas están llevando a cabo tal o cual acción y mucho menos
constituyen apenas música
de fondo para la práctica
ritual. La función de esta música no se limita
tampoco a la de sostener sobre la melodía del violín los mensajes que los
humanos dirigen a los no humanos. La música chamánica tepehua, en su versión más refinada,
tiene la capacidad de transportar a los
ritualistas humanos a los lugares de los que los sones
hablan, por ejemplo
a La Laguna, el santuario serrano
al que las comunidades tepehuas peregrinan en busca de los espíritus
de las plantas cultivadas por los campesinos, o al mar de oriente por donde se levanta el sol todas las mañanas y en donde habita la corte divina (Williams, 2004 [1963],
pp. 148-151, 160, 163-165,
200-202, 212-213, 230-231, 299; Heiras, 2006a, p. 87, 138-146; Heiras, 2006b).
Pero si para
usar las palabras de uso local se puede decir que los sones de Costumbre mueven
a los ritualistas a donde viven las divinidades, es preciso reconocer, atendiendo a otros usos de la palabra,
que el lugar donde tiene ocasión el rito de Costumbre (la “casa de Costumbre”, el oratorio comunitario, la cima de un cerro o La Laguna)
se transforma para adquirir
las cualidades del santuario
en el que
habitan los seres suprahumanos. Así por
ejemplo, ocurre que en un episodio avanzado del protocolo ritual se ejecuta un
son de Costumbre relacionado con Santa Rosa, divinidad materializada en la cannabis
que es consumida con fines
estrictamente
rituales. Entonces, la música afirma que los chamanes curanderos se convierten en curanderos divinos y la casa de Costumbre se transforma en la morada divina del mar de oriente. De esta manera, la música provoca
la metamorfosis del espacio ritual y de los participantes en el rito,
por lo que, a partir de ese momento señalado por la melodía ritual
y sólo en función de los efectos
que esa melodía
opera sobre la realidad, la
mesa, el altar y otros objetos como sillas,
platos y vasos, estarán hechos de oro y ya no más de los vulgares materiales terrenales (Boilès,
1967, p. 269-270,
288). Como sostiene Boilès:
En este punto, los roles de muchos de los participantes son redefinidos. En
todas las
actividades precedentes, las personas actuaron como fieles devotos
que rinden culto. Todos participaron prendiendo velas,
poniendo copal en los sahumadores, colocando ofrendas en las mesas o encendiendo cigarros. Incluso los muchos rezos del
sacerdote fueron los de un ser terrestre
invocando
a las deidades. Ahora la música dice
que se ha convertido en un espíritu
sacerdote que oficia en el otro mundo. Las mesas, el altar y los objetos
rituales tornan áureos. Las sacerdotisas que asisten al sacerdote, devienen las grandes parteras, “nuestra
abuela del baño de vapor”, quien es
la patrona de las parteras y
curanderas de los tiempos precolombinos (Sahagún [...]). Dos hombres y dos mujeres devienen los cuatro guardianes de
la gran mesa que es el mundo. Otros devienen los padrinos espirituales de la persona o personas para quien o quienes se realiza el rito (Boilès, 1967, p. 269, traducción del inglés al español
del autor de este artículo).
Si bien la música chamánica funciona como señal
semántica, tiene también propiedades performativas o, para mejor prescindir del ambiguo anglicismo y decirlo en términos de John Austin,
los sones de Costumbre tepehuas tienen una dimensión perlocucionaria, de manera que es porque la melodía dice algo, que el acto allí dicho se realiza.[4] La música no sólo habla, sino que actúa; tiene efectos sobre los ritualistas y sobre el mundo: es capaz de transformar al lugar y a quienes
participan en el rito o, cuando menos, colaborar eficazmente en dicha metamorfosis. Aunque atendiendo a
las exégesis nativas, según las cuales los músicos (los chamanes músicos) son más importantes que los curanderos (los chamanes curanderos), en tal colaboración
la música chamánica
sería el ingrediente principal. La
música chamánica
tepehua
funciona, entonces, como un operador
ontológico o, si se prefiere, como
uno de los ingredientes
de tal operación; el principal
de tales componentes. La música tiene efectos en el
mundo y no es apenas sonido que acompaña la acción. En tanto señal, el son
de Costumbre informa a los ritualistas
sobre los ejercicios que el chamán,
los legos y los no humanos están llevando o deben llevar a cabo. En este sentido,
la música “habla” sobre la realidad. En tanto operador ontológico, la música de Costumbre posibilita la metamorfosis del espacio
ritual y de los ritualistas. Aquí, los medios
acústicos de que se vale la melodía y
el ritmo del violín operan sobre el mundo, transforman la realidad o, atendiendo a los conceptos tepehuas,
será mejor decir que mueven el mundo, mueven la realidad y la echan a andar. Si
Austin fue
precursor en el
conocimiento sobre cómo
hacer cosas con palabras,
Boilès lo fue respecto de cómo hacen los tepehuas para
hacerlas con música. A diferencia del primero, tras cuya estela hacemos
fila innumerables investigadores,
al parecer el segundo ha sido mayormente olvidado entre lingüistas y etnomusicólogos, tal como ha ocurrido entre la mayoría
de los etnógrafos y etnólogos que trabajamos con los pueblos indios
de la Huasteca sur.
Bailar,
cantar y silbar
La melodía
y el ritmo de los instrumentos
de cuerda no son la única guía de
los eficaces discursos rituales tepehuas,
pues, además de que, por su lado, los chamanes
curanderos ofrecen sus propias plegarias
poéticas no musicalizadas que se ajustan al recurso retórico
mesoamericano del difrasismo (Heiras et al., 2019), en el seguimiento de los enunciados músico-verbales del son participa
el resto de los ritualistas. Esos
restantes ritualistas legos, no iniciados, no especialistas
en materia ritual
ni musical, acompañan la
melodía del violín
y el rasgueo de la guitarra y/o la
jarana con su baile y el sacudimiento de sus “sonajas”, además
de que en
los momentos más
efusivos del Costumbre también acompañan los aires musicales con su paso unísono que, al bailar, golpea el suelo con
sus zapatos, huaraches o pies desnudos.
Durante los ritos chamánicos de Costumbre, los tepehuas practican una danza mínima que, cuando no se limita a los pasos
más básicos en los que el danzante no se desplaza de su lugar, se expresa,
cuando más ampliamente, en los recorridos antihorario
alrededor de la Mesa Tierra.
Pero si los legos tepehuas que asisten al Costumbre
resultan humildes danzantes cuando se les contrasta con los vecinos nahuas y otomíes, parecen
consumados melómanos. Si los no especialistas rituales acompañan
los enunciados del violín, es sobre
todo porque lo hacen con sonidos vocales.
Todavía
en nuestros días, las ritualistas que conocen bien el Costumbre siguen la melodía
del cordófono
de frotación con sus propios tarareos
en una voz aguda, al parecer, a veces
en falsete, multiplicada la vocalización por el número
de mujeres que se entrega a ese canturreo meloso
que el autor de estas
líneas sólo atina
a evocar como un amoroso
arrullo
materno. Al parecer, los
agudos tarareos rituales femeninos no cantan ningún enunciado lingüístico que,
así, carecen de las articulaciones
propias del lenguaje hablado.
La lengua tepehua suroriental tenía —y quizás aún tiene— la cualidad
de poder silbarse para permitir a sus
hablantes entablar comunicación a
distancia,[5] silbando, por ejemplo de un cerro a otro,
el
contorno entonacional del lenguaje hablado.[6] George Cowan describió la modalidad
silbada del tepehua, en su variante dialectal huehueteca (tepehua del sur),
como “un lenguaje con rasgos entonacionales del idioma normal y una articulación
[sólo parcialmente] modificada de consonantes y vocales que se mantienen en la corriente de aire
silbada” (Cowan, 1952, p. 33). Si bien la variante
idiomática tepehua que se
habla en el municipio de Ixhuatlán de Madero (tepehua del este)
no ha sido descrita en su modalidad silbada
ni existen noticias
específicas de que tenga dicha cualidad, el cercano parentesco lingüístico de las variantes
huehueteca y pisafloreña, además del sostenimiento de sólidas relaciones sociales entre los dos
subgrupos
tepehuas al
menos hasta la década de 1970 (todavía
hoy recordadas por los tepehuas
surorientales todos), permite
considerar como factible la hipótesis
de que el tepehua oriental sea —o haya sido— silbable, de la misma forma que su pariente hidalguense de Huehuetla. El hecho
suplementario de que muy cerca de
San Pedro
Tziltzacuapan,
en San Francisco, la lengua
totonaca goce —o gozara— de esta misma cualidad, y que la
misma característica haya sido registrada para todas las lenguas indias
de la región huasteca meridional (náhuatl, otomí, además de las
lenguas totonacanas), hace verosímil la hipótesis (Hasler, 2005 [1960], p. 21-31).
Si
en nuestros días a veces ocurre
que las mujeres de mayor edad canturrean la melodía del Costumbre simultáneamente a su ejecución ritual, en cambio, parece
ser cosa del pasado el acompañamiento que, con chiflidos,
los hombres hacían de la melodía
ritual. De acuerdo a los testimonios de los tepehuas pedreños,
los chiflidos rituales se proferían apoyando una hoja vegetal en los labios.
Utilizamos intencionalmente el término
proferir, que se aplica con
propiedad al decir articulado
de palabras y sonidos, porque es probable
que esos silbos rituales que acompañaban la melodía del Costumbre, compartieran
las cualidades del “lenguaje silbado” tepehua. De las observaciones
de Boilès relativas a la relación melodía-lenguaje hablado, deriva la imposibilidad de que tales silbidos
se hubieran correspondido con
precisión al habla tepehua.
En efecto, sobre la música
de Costumbre Boilès afirma que, aunque
en la época que él hizo su trabajo
de campo cualquier
ritualista podía informar qué “decía”
el violín que musicalizaba el rito, el
mismo informante sólo podía volcar la melodía en palabras bajo dos
modalidades traicioneras: ya fuera respetando la melodía pero acortando las estrofas del texto traducido de
música a palabra, ya siendo precisa la traducción de los textos estróficos pero sin respetar la melodía (Boilès, 1967, p. 267). A pesar de ello,
podría no ser descartable una cierta correspondencia
entre silbo y melodía. Durante el trabajo de campo, aunque lo intentamos,
nos fue imposible obtener, de boca
de las ancianas —y menos aún de los ancianos varones—
hablantes de tepehua
que cantan en los Costumbres, su
decodificación vertida
en enunciados.
Como ocurre —u
ocurría— con otras lenguas amerindias
oaxaqueñas y las otras sudhuastecas, la
lengua tepehua
era silbada exclusivamente
por hombres, aunque las mujeres también la entendían (Hasler, 2005
[1960], p. 24). Esta división
sexual de la competencia lingüística
silbada se ajusta
a la división
sexual del trabajo que caracteriza
las labores de los chamanes
curanderos tepehuas,
pero también a las prácticas rituales
de los no especialistas, entre
quienes recae el trabajo lego de cantar las mujeres y chiflar
los hombres. Como hemos señalado
inspirados en el trabajo Boilès,
la melodía chamánica tepehua es un
operador transformacional, un conmutador ontológico.
En esta melodía colaboraban, sin duda, los ritualistas varones con su chiflido y las ritualistas con su tarareo. Si la
melodía del violín conduce al movimiento
del mundo merced al
trabajo ritual, el silbido colectivo por parte del conjunto de hombres,
simultáneo al canturreo sumado de las mujeres, debió tener un efecto agentivo potenciador de
esa motilidad, que la hacía
plenamente colectiva y, en esa
medida, cósmica.
Música para pensar
El movimiento posibilitado por el rito chamánico tepehua oriental no deriva sólo del sacrificio sangriento, la plegaria verbal chamánica o el recorte de muñecos de papel que dan imagen a los seres no humanos, sino que, aunque
con los anteriores como ingredientes, deriva quizás
en primer lugar de la música ritual a la que Boilès llamó en inglés thought songs, es decir “canciones
pensadas” o “canciones pensamiento” (Boilès, 1967, traducción del inglés al
español del autor de este artículo), y
a las que su traductor al francés volcó
como chants instrumentaux = “cantos instrumentales” (Boilès,
1973, traducción del francés al español
del autor de este artículo).[7] Unos pocos años después
de escribir su premiado artículo etnomusicológico sobre los tepehuas de Pisaflores, Boilès
presentó su tesis
doctoral dedicada al equivalente musical de los vecinos otomíes de la Huasteca,
refiriéndose en ese caso al cognitive process in Otomí
cult music = el
“proceso cognitivo en la música de culto otomí” (Boilès, 1969,
traducción del inglés del autor de este artículo).
El artículo sobre los tepehuas utiliza
el neologismo “canción pensamiento”
para la música de los ritos chamánicos, mientras que para su tesis sobre
la música otomí, defendida en la Universidad
de Tulane, usa el concepto de “proceso cognitivo”.
Utiliza, pues, conceptos disímbolos para realidades etnográficas
y analíticas semejantes. Creo que si Boilès
recurrió a dos útiles conceptuales tan distintos, y el traductor que volcó su artículo al francés —¿él mismo?— requirió
de un tercer recurso léxico, debió ser porque la propuesta de Boilès estaba
lejos de fundarse en un campo teórico bien establecido y aceptado por los etnomusicólogos semantistas. De ese tamaño
debió ser la novedad de su contribución. No fue por azar que,
antes de ser publicado como artículo
en 1967 en la revista norteamericana Ethnomusicology, su
análisis de la
música ritual tepehua ganara
en 1966 el premio Jaap Kunst
de la Sociedad para la Etnomusicología que edita la revista mencionada. La comparable relevancia de su tesis sobre la música ritual
otomí, que aún permanece inédita,
debió ser motivo suficiente, junto con el artículo
dedicado a los tepehuas, para que en el mismo año en que
se graduó obtuviera un lugar de trabajo en la Universidad
de Indiana.[8]
Quien conozca la exigua bibliografía referente al pueblo tepehua podrá reconocer la importancia de cualquier texto dedicado a éste, pero no es ése el principal mérito del
trabajo de Boilès sobre los tepehuas. Tampoco
es el caso si se considera el aporte
del etnomusicólogo de ancestros texanos en el marco de los estudios dedicados a los otomíes orientales en particular o, más en general, al pueblo indio otomí o a los
pueblos indios de la Huasteca, aun si se considera que, en su momento, su tesis fue el primer trabajo etnográfico a
profundidad sobre una comunidad otomí oriental. Entre los trabajos
etnomusicológicos el de Boilès descuella porque, como pocos, integra
inextricablemente el análisis musicológico
bien
informado con una apropiada inmersión etnográfica,
al grado de que la penetración
etnográfica ilumina el material musicológico y a la inversa. En
este sentido, el trabajo
de Boilès debe reconocerse como etnomusicológico
de pleno derecho.
En el marco estricto de la musicología, el análisis de Boilès
cumple con el requisito de una semiología
musical
como la propuesta por Nattiez (2011
[1997]) y Molino (2011 [1990]),
en la medida en que, si se concede
que el género de sones de Costumbre
de la Huasteca indígena carece
tradicionalmente de compositores reconocidos para constituirse como creación grupal y acaso por ello el análisis de Boilès no podía contemplar
la poiesis implicada,
es decir el acto creativo
de un compositor, en cambio su artículo estudia el que podría distinguirse
como nivel neutro en la música de Costumbre tepehua y lo pone en relación con el
que podría asimismo reconocerse como
análisis estésico
externo, es decir, que parte de información proveída por “los oyentes para tratar de saber
cómo ha sido percibida la obra” (Nattiez, 2011 [1997], p. 14).[9] Es porque Boilès presta atención al hecho
de que la música es interpretada
por los oyentes, que puede tratarla como inserta en una cadena de transmisión comunicacional. En sus propios términos: las canciones pensamiento tepehuas
“constituyen comunicación tan compleja como la de cualquier código lingüístico hablado y puede ser
analizada de acuerdo
con procedimientos lingüísticos”
(Boilès, 1967: 272, traducción
del inglés al
español del autor
de este artículo). De aquí deriva lo que,
sin lugar a dudas, es el punto más relevante del análisis propuesto por Boilès. El más relevante por sus implicaciones teóricas, aunque no por ello alejado de los datos
empíricos y de la interpretación etnográfica- etnomusicológica acorde con la exégesis
tepehua.
Lengua, música y cultura
Para la disciplina antropológica, la lingüística primero; la semiótica, la semántica y la hermenéutica después,
han
constituido
abrevaderos teóricos sin los
cuales tendría un rostro muy distinto
del que hoy le conocemos. A pesar de
los excesos cometidos bajo el influjo
de tales influencias, útiles conceptuales
como signo, sintaxis, símbolo, semiosis o interpretación pasaron
a formar parte del arsenal teórico-metodológico de los antropólogos. No ocurrió de otra manera con la musicología y más específicamente con la etnomusicología, como evidencia el libro de Yasbil Mendoza
Huerta, intitulado precisamente La influencia de la
lingüística en la etnomusicología en
México (Mendoza, 2013).
Como los de la relación entre la antropología
y
las
ciencias
de
la
significación y del lenguaje, los frutos del giro lingüístico y semiótico en la
musicología han sido objeto
de feroces críticas. Fiel a su firma autorial como
juez implacable, Carlos Reynoso ha dirigido a ellos su atención.
Citamos a Reynoso:
Los modelos estructurales y lingüísticos de la música
no han sido una bala de
plata y algunas de sus instancias [...] merecen el olvido en que se encuentran.
Sólo rara vez, sostiene Bruno Nettl (1983, p.
213), ganaron insights que no pudieran lograrse mediante estrategias convencionales
o por simple inspección de sentido común. [...] Por el otro lado,
algunos aportes fueron sin duda valiosos: [...] las gramáticas de Boilès [...] están entre
los mejores. (Reynoso, 2006, pp. 198-199).
Las
despiadadas críticas que Reynoso suele propinar contra casi
todos, concedieron aquí un elogio
a “las gramáticas de Boilès”. Para quien conozca la acritud con la que
Reynoso critica sin discriminar, resultará asombroso
que adule una producción académica no inscrita en los estudios de la
complejidad. Fue la rigurosidad conceptual
y metodológica del musicólogo y etnógrafo
graduado en Tulane, verdadero etnomusicólogo, la que lo hizo merecer ese halago del crítico argentino, no cabe duda.
Razón de igual peso es el hecho de
que la interpretación de Boilès es única por la solidez con la que hace de la música
chamánica tepehua una forma equivalente a una lengua, que no sólo significa
sino que además observa sus propias reglas gramaticales, tal como ocurre
con los idiomas.
Si muchos
han querido ver en la música un tipo
de lenguaje y cierto tipo de simbolismo, ello ha sido, casi siempre, en
algún sentido metafórico impreciso.
Incluso los mejores
de esos intentos
se han visto
obligados a
señalar los límites de la semejanza
propuesta. No es el caso de Boilès,
quien, al contrario de muchos de sus colegas musicólogos y etnomusicólogos,
supo señalar con precisión los alcances
de la homología que propuso
entre música y lenguaje, para dejar ver la manera en que la música chamánica tepehua se atiene a los códigos de su propia gramática y alcanza una eficacia
comunicativa impecable.
Citaremos de nueva cuenta a Reynoso, quien ofrece
una buena síntesis de las diversas posiciones sostenidas sobre esta
cuestión entre los especialistas:
Respecto de la delicada relación entre música y significado,
existen diversas posturas: (1) las que afirman que la música no significa nada en absoluto (Monelle,
1992); (2) las que alegan que sólo se refiere a sí misma (Coker [1972]); (3) las que conceden
significados ocasionales,
sui
generis o pre-semánticos (Grauer [1993]);
(4) las que aducen que expresa significados propios de cada
ambiente cultural; (5) las que argumentan que trasunta una significación inefable,
vaga, mutante, difícil de expresar en términos verbales. (Reynoso, 2006, p.
167).
Puesto que adherimos teóricamente a un cierto tipo
de relativismo (relativismo ontologista),[10] el cuarto punto
en el que Reynoso apunta que la
música expresa significados propios de cada ambiente cultural nos parece generalizable a cualquier práctica
musical. El artículo
de Boilès no trata sobre la música en abstracto y menos aún
sobre algún ejemplo de música occidental. La homología entre música y lenguaje
es la habida entre un lenguaje musical
culturalmente situado, como no podría
ser de otra forma. Pasado este punto, entonces, resulta
que los otros cuatro señalados por Reynoso
van desde la opinión de que la música no significa, pasan por el dictamen
de que la música sólo se significa
a sí
misma, y llegan hasta la sentencia
de la significación adjetivada: la música tiene una significación
inefable, una significación malograda, una significación no verbalizable. Por el contrario, la significación
eficazmente lograda por la música chamánica tepehua (eficazmente porque comunica con limpidez y porque tiene efectos perlocucionarios) está sujeta a, citamos a Boilès:
“una gramática transformacional” que puede ser:
[...] escrita para mostrar
cómo el código semántico es señalizado
[signaled]
por varios tipos de motivos
melódicos y rítmicos.
El ritmo y el acento son los medios para distinguir motivos
individuales en estas canciones. [...] Estas figuras
rítmicas forman el núcleo del motivo que, en el continuo
de cada canción, ocupa posiciones que se corresponden
con partes del discurso. [...]
Los primeros dos motivos de un continuo forman una frase
nominal y las últimas dos funcionan como frases verbales. Preposiciones,
adjetivos, adjetivos verbales, adverbios
y sustantivos verbales [gerunds] son denotados por los
intervalos que juntan un motivo con otro (Boilès, 1967, p. 272, traducción del
inglés al español del autor de este artículo).
Por si ello no bastara, el análisis de Boilès permite reconocer
no sólo los significados vehiculizados por los sones de Costumbre
y la gramática que codifica la construcción de esos significados, sino que revela incluso que es posible derivar “nuevos significados
[...] cuando uno o más intervalos
[melódicos] son combinados para formar
motivos complejos de varios
tipos” (Boilès,
1967: 273, traducción del inglés al español del autor de este artículo). Como una verdadera gramática generativa —generativa
en el sentido de que su explicitación permite
reconocer las reglas para generar nuevos
enunciados—, la gramática
musical develada por Boilès constituye un aporte etnomusicológico —es
decir, etnográfico o etnológico a
la vez que musicológico— sin parangón.
Si la opinión
de Pedro Ayala Sánchez (tal como
permite conocerla Mendoza Huerta) es que, a diferencia de lo que ocurre con el signo lingüístico, en el signo musical
“no
existe
una
conexión
directa
entre
sonidos
que
forman el significante y el significado que se quiere
expresar” (Ayala, 2007, p. 42, referido en Mendoza, 2013, p.
80), la música
chamánica
tepehua que nos permite reconocer
Boilès muestra que los significantes
acústicos sí se conectan directamente con un significado. Si la valoración
del primero es que mientras el significado lingüístico es conceptual y el significado armónico sólo puede
ser sensitivo y expresivo, estimulante
de la imaginación o conmovedor (Ayala,
2007,
pp. 39, 40, referido en Mendoza, 2013, pp.
80, 188), el etnomusicólogo norteamericano
demuestra que, en la música chamánica tepehua, el significado musical
también es conceptual. Si el musicólogo
mexicano cree que, a diferencia del signo lingüístico, el signo armónico no posibilita la denotación, se limita
a la
connotación y no puede tener un referente
preciso (Ayala, 2007, referido en Mendoza, 2013, pp. 75, 77),
el etnomusicólogo que dedicó sus mejores
esfuerzos al estudio de las músicas indias
de la Huasteca meridional prueba
que también los signos musicales
pueden tener referentes precisos, y
recurrir lo mismo a la denotación que
a la connotación.
Si
E. Alain sospechó que la música
puede evocar pero no tiene poder
descriptivo alguno (Alain, 1958, p.
513, referido en Molino, 2011 [1990],
p. 130), los sones rituales tepehuas que nadie ha estudiado como Boilès evidencian que la
música también puede
describir. Si Susanne Langer supuso
que la música era una forma simbólica constituida por símbolos
no consumados (Langer, 1957, p.
240, referido en Molino, 2011 [1990],
p. 130), Boilès
y los chamanes músicos, acompañados de oyentes
que bailan y cantan o silban, enseñan
que las melodías chamánicas
pueden ser concebidas como estructuras
simbólicas cabales. Si Jean Molino entendió que la música
no
significa
directamente ningún contenido
explícito, verbalizable y transparente (Molino, 2011 [1990],
p.
134.), los músicos
chamanes tepehuas y los
ritualistas que entienden
el código de su gramática musical
ofrecen la lección, con Boilès, de que la música tepehua, imprescindible en los ritos chamánicos, tiene un significado explícito, verbalizable y transparente, hasta donde
puede decirse que la transparencia es una característica de un signo que, por definición, es polisémico. Si Michel Imberty
pensó que “el significante musical remite a un significado que no tiene significante verbal preciso
[...] porque la significación musical es más general
que significación de la palabra”
(Imberty,
2011 [1975], pp. 180-181),
el genio colectivo de los pueblos indios de la Huasteca, el
tepehua
entre ellos, junto con la agudeza
intelectual de Boilès, aclaran
que, en el caso de esa música que fue creada entre los siglos XVI y
XVIII para sincretizarse junto a una miríada de rasgos cristianos con los ritos
chamánicos de milenaria raigambre amerindia, el significante musical
remite a un significado que tiene un significante
verbal preciso y acotado.
Conclusiones
En
el tercer apartado, intitulado “Ritualistas, chamanes
curanderos y chamanes músicos que ‘mueven
las cosas’”, hemos dado cuenta del sentido en que utilizamos los
términos de “ritualista”, “chamán curandero” y “chamán músico”. Los datos etnográficos
revisados, utilizados como argumentos, son
los siguientes. Los testimonios de legos y de chamanes
curanderos por igual, informan que la participación de los músicos
(músicos chamanes)
en los ritos chamánicos de Costumbre
es más importante que la de cualquier
otro ritualista humano, incluso
la de los curanderos (chamanes curanderos). Los músicos chamanes no se limitan a tocar la música de
fondo de los ritos chamánicos,
sino que desempeñan un trabajo que es tanto o más importante que el de otros ritualistas. Igualmente relevante es que los actos rituales más importantes de los principales “Costumbres grandes”, los Jalakilhtúntin grandes, los
grandes movimientos de
las cosas, como mover
la Tierra (la Mesa)
o mover al Sol naciente (el Niño Dios), sólo pueden llevarse a cabo con baile y,
necesariamente, con música. Como
registró Roberto Williams García a mediados
del siglo XX, los
chamanes curanderos tenían el mismo destino
post mortem
que los chamanes músicos. Además,
los músicos chamanes vivos
(y los músicos chamanes muertos)
reciben el mismo tipo de ofrenda que otros no humanos durante los ritos chamánicos de
Costumbre.
En el quinto apartado, intitulado
“Músicos chamanes y personas cordófonas que ‘hablan’”,
continuamos con la exposición de los datos
etnográficos y argumentos que permiten confirmar la pertinencia
de
considerar
a
los
músicos chamanes como tales y
argüimos asimismo que, si los músicos
son chamanes, sus instrumentos son personas, al menos durante el ejercicio ritual. El primer dato etnográfico
que lo sugiere es el hecho de que, como parte del
protocolo ritual, a los instrumentos se les lustra
con idéntico procedimiento que el aplicado recíprocamente entre todos los ritualistas humanos, quienes se “bañan” mutualmente con jitomate y tela. Si los “baños” se aplican entre
personas, al aplicar el baño a un
instrumento musical se le agentiva, tratándola como la persona que en efecto deviene durante
el rito. Fuera de protocolo
ritual, también es importante el hecho de que los chamanes músicos pueden dar a beber aguardiente a sus instrumentos cuando se desafinan o se rompen sus cuerdas. Un dato etnográfico
más que permite confirmar que los instrumentos
musicales son personas, es el de que, como registró Boilès, los tepehuas dicen que,
con su ejecución durante los ritos chamánicos,
los instrumentos “hablan”. Como
personas que son, si beben y son bañados (e implícitamente bañan), no resulta
extraño que también hablen.
En el
mismo apartado de “Músicos chamanes y
personas cordófonas
que ‘hablan’”, exploramos en qué
sentido podemos reconocer
que los instrumentos hablan.
El primer sentido
es relativamente obvio,
pero no por ello es irrelevante
mencionar
algunos
hechos etnográficos en los que se
puede verificar la correspondencia entre el repertorio de piezas musicales,
y las acciones y secuencias rituales vinculadas. Aquí, los signos musicales y las señales semánticas que esa música
comunica, acompañan actos rituales
específicos que informan del avance de la secuencia ritual a cada momento, es
decir, sobre lo que los ritualistas
humanos y no humanos hacen o lo que todavía
no hacen pero deben comenzar a hacer ya. Con
conocimiento de la secuencia ritual completa, el código musical
informa simultáneamente sobre la que los ritualistas ya terminaron de hacer o aquello
sobre lo que habrán de hacer
más pronto o más tarde. En segundo lugar,
y siempre siguiendo a Boilès,
advertimos
que, con ayuda de los músicos chamanes, las personas
cordófonas hablan en el sentido de que sus declaraciones
melódico-rítmicas tienen consecuencias perlocucionarias
(sensu Austin) que tienen efectos y actúan sobre la realidad, permitiendo a la música funcionar incluso como
un operador o conmutador ontológico que “mueve”, o transforma, al espacio
ritual, a los ritualistas y, en
última
instancia, al mundo entero.
En el sexto apartado, intitulado
“Bailar, cantar y silbar”, argumentamos que el trabajo ritual de los ritualistas legos (no iniciados, no especialistas rituales) contribuye muy importantemente en la eficacia de esos “movimientos” o transformaciones cuya
causa es lo dicho por la música
ritual chamánica.
Puesto que el “habla” es musical, la
mejor contribución lega a su propósito
es también musical y dancística: el
baile de todos los ritualistas,
junto con el silbido de los ritualistas varones y el canto de las ritualistas mujeres, silbos y tarareos que siguen la melodía del violín.
En el séptimo
apartado, intitulado “Música
para pensar”, recordamos los conceptos que propuso Boilès: thought songs =
“canciones pensadas” o “canciones pensamiento”, y chants instrumentaux = “cantos
instrumentales” —además
del tercero de cognitive process = “procesos cognitivos”. Boilès propuso estos conceptos
para analizar la música chamánica
que, en el caso tepehua oriental, “constituye comunicación tan compleja como la de
cualquier código lingüístico hablado
y puede ser analizada de acuerdo con
procedimientos lingüísticos” (Boilès, 1967,
p. 272, traducción del inglés al español del autor
de este artículo). En una sección del
octavo y penúltimo apartado, intitulado “Lengua, música y cultura”,
continuamos con la revisión del
análisis propuesto por Boilès. Como
parte de
esa revisión, transcribimos
el argumento en el
que Boilès explicita en qué sentido los “motivos
melódicos y rítmicos” del “código semántico” son “señalizados [signaled]” para ocupar “posiciones que se corresponden con partes del discurso”: “frase[s]
nominal[es... y] frases
verbales. Preposiciones, adjetivos,
adjetivos verbales, adverbios
y sustantivos verbales [gerunds...] denotados
por los intervalos que juntan un motivo con
otro” (Boilès,
1967, p. 272,
traducción del inglés
al español del autor de este
artículo). En
conclusión, si los tepehuas dicen
que el violín
habla cuando ejecuta los aires musicales de los ritos chamánicos de Costumbre, el análisis de Boilès
permite reconocer la exactitud de la apreciación tepehua. El violín habla porque la música chamánica está sujeta a una gramática precisa. Y si Austin
explica cómo se hacen cosas con palabras,
es muy corta la distancia para que,
consecuentemente, música chamánica tepehua “mueva
las cosas” y haga cosas entre las que
convertirlas en oro es una, sin duda, asombrosa.
En el resto del octavo y penúltimo apartado “Lengua, música y cultura”, elaboramos sobre
las consecuencias teóricas
de que la
música chamánica tepehua esté sujeta a un código que se corresponde con uno lingüístico.
Allí pasamos revista a las propuestas de varios
musicólogos y etnomusicólogos que rechazan conceder
a la música la capacidad de significar cabalmente. Nuestra conclusión es que,
si concedemos en
las conclusiones que Boilès adelanta para el caso de la música chamánica tepehua, la música sí puede significar cabalmente y es capaz de comunicar con la misma limpidez con que lo
hace la lengua.
Por nuestra
cuenta, sólo podemos estar de acuerdo con Claude Lévi
Strauss cuando afirma que es privilegio de la música “saber decir lo que no puede ser
dicho de otra manera” (Lévi-Strauss,
1996 [1964], p. 40). Sin embargo,
si el análisis de Boilès sobre la música chamánica tepehua es correcto,
deberemos disentir del mitólogo estructuralista, quien creyó que, de “entre todos los lenguajes sólo éste”, la música, reúne
“los caracteres de ser a la vez inteligible e intraducible” (Lévi-Strauss, 1996 [1964],
p. 27), y que sea “la música, lenguaje completo e irreductible a
otro” (Lévi-Strauss,
1996 [1964], p. 37).
Como los tepechuas demuestran, y podemos reconocerlo gracias a los oficios
de su más destacado etnomusicólogo, músicas como la música chamánica tepechua puede ser plenamente
traducible
en
palabras
y
completamente
reductible
al código lingüístico. Esa lección
debiera ser la mejor invitación
para que los etnomusicólogos presten atención
a la práctica musical
tepehua, pero también
a las equivalentes
otomí, nahua y totonaca de la Huasteca
sur —y acaso las de otras regiones mesoamericanas—, prácticas a las que, después
de Charles Lafayette Boilès Jr., nadie ha vuelto a prestar tan aguda
atención.
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[1] Una versión preliminar de este artículo fue leída
con el título “Música chamánica para mover
las cosas. Homenaje a la
contribución de Charles Boilès a la etnomusicología tepehua oriental”, presentada como conferencia magistral
en el Tercer coloquio
nacional de etnocoreología “Del movimiento
a la palabra”, del Colegio de Etnocoreología, de
la entonces Escuela hoy Facultad de Artes, de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, el 5 de noviembre
de 2015.
[2] Nuestro trabajo de campo suma aproximadamente tres años entre 2005 y 2019,
tiempo durante el cual hemos realizado desde visitas de una sola noche hasta estancias de dos meses. El financiamiento, beca o sueldo para llevar a cabo ese trabajo corrió a cuenta, en primer lugar, del
Instituto Nacional de Antropología e Historia, a través de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la
Coordinación Nacional de Antropología y la Subdirección de Etnografía del Museo Nacional de Antropología
(a través del proyecto nacional “Etnografía de las regiones indígenas de México en el tercer
milenio” y del Posgrado en Antropología Social);
en segundo lugar del Consejo
Nacional de Ciencia y Tecnología (que financió
parcial o por completo las tres vías previas y la
siguiente); en tercer lugar del Posgrado
en Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma
Metropolitana Unidad Iztapalapa (a través de una beca posdoctoral); en cuarto lugar del Instituto Veracruzano de la Cultura y del extinto Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes (a través del proyecto “Tepehuas: su historia y cultura”,
coordinado por Libertad Mora
Martínez); en último pero más
importante lugar, de Luz Berthila y Carlos
Ramón, padres del autor de este artículo.
[3] Como ocurre en toda la región y más allá de sus imprecisas fronteras, una novedad de los
tiempos recientes es el acceso de las mujeres
tepehuas a
las actividades rituales que antes
les estaban vedadas, de manera que ahora hay jóvenes mujeres y niñas que se disfrazan
para “jugar” en Carnaval y hay tríos huapangueros (ejecutantes de violín, guitarra quinta y jarana),
que tocan en Carnaval y otras ocasiones festivas, de los que forman parte mujeres jóvenes, solteras.
Aunque no conocemos casos tepehuas, en las comunidades vecinas de distinta filiación étnica, los grupos
musicales versátiles, contratados para musicalizar fiestas de bodas, 15 años y otras, llegan a contar con mujeres entre sus integrantes. Las bandas de viento no.
[4] “Cuando alguien dice algo debemos distinguir: a) el acto de decirlo, esto es,
el acto que consiste en emitir
ciertos ruidos con cierta entonación o acentuación, ruidos que pertenecen
a un vocabulario, que se emiten siguiendo cierta construcción y que, además, tienen asignado
cierto
«sentido» y «referencia». Austin denomina
a esto el acto locucionario, o la dimensión locucionaria del
acto lingüístico; b) el acto que llevamos
a cabo al decir algo: prometer,
advertir, afirmar,
felicitar, bautizar, saludar, insultar, definir, amenazar, etc. Austin llama
a esto el acto ilocucionario, o la dimensión ilocucionaria del acto lingüístico; y c) el acto que llevamos a cabo porque
decimos algo: intimidar, asombrar,
convencer, ofender,
intrigar, apenar, etc. Austin
llama a esto el acto perlocucionario o la dimensión
perlocucionaria del acto lingüístico” (Carrió y Rabossi, 2008 [1971], p.
32, casi todas las cursivas como en la fuente); “actos perlocucionarios;
los que producimos o logramos porque decimos algo” (Austin, 2008
[1962], p. 155, cursivas
como en la fuente). “Distinguimos así el acto locucionario (y dentro de él los actos fonéticos, «fáticos» y «réticos») que posee significado; el acto ilocucionario, que posee una cierta fuerza
al decir algo; y el acto perlocucionario,
que consiste en lograr ciertos efectos
por (el hecho de) decir algo” (Austin,
2008 [1962], p. 167, cursivas
como en la fuente).
[5] Hemos dicho lengua tepehua
suroriental porque la lengua que
hablan los tepehuas
orientales (de Ixhuatlán de Madero, Veracruz, y vecindades
poblanas) es la misma que hablan los tepehuas meridionales (de Huehuetla, Hidalgo, y vecindades
poblanas), aun cuando cada grupo hable su respectiva variante dialectal.
Tanto los tepehuas orientales
(ma’álh’amán, maqálhqamán) como los
tepehuas
meridionales (ma’álh’amán,
maqálhqamán)
hablan la lengua tepehua
suroriental: lhima’álh’amá’, lhimaqálhqamá’, a la que los orientales también llaman lhichiwíin. El Archivo de Lenguas Indígenas de Latinoamérica/ Archive of the Indigenous Languages
of Latin America de la Universidad de Texas alberga una grabación de una entrevista que hicieron en 2005 los lingüistas
Susan Smythe Kung y Mark Sicoli a un hablante de tepehua de Huehuetla sobre el habla silbada
(Susan Smythe
Kung, comunicación personal 2021).
[6] A pregunta expresa,
algunos tepehuas pedreños han respondido a quien suscribe
que, en
su idioma, es posible comunicarse con silbidos. Desconocemos si se refieren
a “simples llamadas
convencionales” estereotipadas (tal como los mexicanos hispanoparlantes pueden chiflar una
grosería como la llamada
“mentada de madre”
o una exclamación de belleza reconocida, acompañada
de insinuación
o abierto acoso sexual)
o si, por el contrario, los silbos permiten “transmitir ideas no
previamente convencionalizadas [...] formar oraciones y sostener conversaciones”, en cuyo caso se
le podría
llamar con propiedad, “lenguaje silbado” (Hasler, 2005 [1960]: 21).
[7] En las publicaciones de los
Estados Unidos de América, el apellido Boilès (1967;
1969) aparece con una tilde sobre la e, del único tipo que el español usa para marcar el acento escrito, y del que la escritura francesa reconoce
como acento agudo (é). En la publicación francesa, el apellido Boilès (1973) aparece con el que la escritura franca
reconoce como acento grave
(è). Al aparecer referido en otras publicaciones, pero
también al aparecer como autor de
otras obras, la ortografía del apellido de nuestro autor conserva ésta y agrega
otras inconsistencias. Agradecemos a Pierre Déléage
habernos facilitado la consulta del artículo publicado en Francia.
[8] El dato biográfico
lo ofrece Herndon (Herndon y Nattiez, 1986, pp. 277-278). La apreciación
es del
autor de este artículo.
[9] Agradecemos
a
José Luis Sagredo habernos recomendado y facilitado varios textos
etnomusicológicos y musicológicos, entre
ellos éste de Nattiez que citamos.
[10] Las propuestas ontologistas
más reconocidas son las de Philippe Descola (2012
[2005]). Nadie, que sepamos,
ha propuesto teoría alguna que se
reconozca relativista y simultáneamente ontologista.
Sin embargo, y nuevamente sin abundar en ello, Neurath abogó
alguna vez por un “nuevo
particularismo” (2007, p. 86). Me inspiro en su propuesta, que a
la postre ha resultado ontologista y relacionalista (p.ej.
Neurath, 2020), para posicionarme desde ese particularismo
o relativismo ontológico.